miércoles, agosto 29, 2007

Voliana


Siempre que regreso a mi piso de Barcelona temo encontrármelo vacío, desde que hace unos años los cacos reventaran la puerta de mi hogar en la ciudad universitaria y se dedicaran a probarse mi ropa interior y la dejaran abandonada sobre la cama al ver que no era de su talla, para centrarse en la cámara fotográfica con zoom, el ordenador, el aparato de televisión...

Presenté denuncia y al día siguiente llegó la policía judicial para decirme que el despertador en forma de bloque de dinamita era de muy mal gusto. (Me despertaba a base de bombazos, y era legal su utilización.) Me tomaron las huellas digitales para cotejarlas con las que pudieran encontrar en mi vivienda. Elevaron sus piernas sobre los cajones volcados panza arriba, tintaron los frascos de cristal con una sustancia desconocida. "Ya le diremos algo". Han pasado años de esa escena y sigo sin noticias.

Siempre que regreso a mi piso de Barcelona y la puerta sigue firme me entra un gran alivio. Corro la llave en la cerradura, paso al interior y aspiro ese aroma de habitación de hotel ventilada. Después pongo la fruta que nos regalan en esta época del año los campesinos amigos de mis padres en la nevera. Vacío las bolsas de viaje: las medicinas (aspirinas y pastillas de valeriana), las gafas de recambio, el aparato de radio, el libro que leo ahora (Santuario de William Faulkner), el bañador que he utlizado en las piscinas de la tierra de la niebla, el periódico inacabado del domingo, los paquetes de tabaco que no fumo allí pero que llevo por si acaso...

Enciendo el ordenador para revisar el correo, con la lamparilla que emite una luz crepuscular amarilla. Me ha llegado trabajo desde Navarra y mañana les escribiré para decirles que me centraré en ello. Un insecto pretende volar junto al teclado, pero no consigo espantarlo con mis soplidos. Es una especie de mariposa, sin serlo. Mi madre la llamaría voliana, pero desconozco la palabra en castellano. Soplo sus alas. Ni por esas se larga. Así que no insisto. Tampoco quiero aplastarla. Que haga su vida. Ahora está recogidita junto al mouse, y lo muevo despacio mientras envío el presupuesto para esa gente que se dedica a los sanfermines.

Estoy en casa, me ha llegado trabajo, no me han robado y tengo a una señorita (o señorito) acurrucada/o bajo la lámpara que sabe que no la voy a aplastar. Así vivo en mi regreso, que será breve.

Mi mascota inesperada parece tranquila al alcanzar la noche.

jueves, agosto 23, 2007

Patoso

Mi padre es una extraña persona que se detiene a hablar con todo el mundo por la calle (aunque sólo les conozca de vista) y, encima, le interesa lo que le cuentan. También tiene memoria de elefante, una gran capacidad de cálculo numérico y ganas de aprender cosas cuando pronto alcanzará una nueva meta: los setenta y cuatro años. Pero las manos sólo le funcionan de una manera sincronizada para empuñar la raqueta y ganarme 6-0 en la cancha de tenis, y para sacar la bolsa de basura. Con el resto de manualidades simplemente no sirve. La que arregla los enchufes estropeados es la señora Sofía. La que se pone una bata vieja para pintar la terraza, la que corta las verduras con la habilidad de los espadachines, la que toma los brazos del pequeño faraón Nil para hacerle bailar una rumba tras las comidas es ella.

Yo tampoco soy bueno con las manualidades. Pero me las apaño cuando el sargento Hayden no tiene tiempo para ayudarme con su taladro del nueve, o el hombre sin suerte está demasiado ocupado para venir a solucionarme un problema con un enchufe. Asomo la punta de la lengua entre los labios e intento aislar un cable eléctrico, en una operación quirúrgica.

El último fin de semana en la tierra de la niebla, mi padre tenista intentó encender el televisor con el mando a distancia para ver un partido de fútbol. No lo conseguía, y por eso no dejaba de apretar botones sin sentido. Uno tras otro, en vorágine. Se puso nervioso al no obtener resultados.

-Dona'm el comandament, que ets un patós.
-Jo patós? Per què ho dius això?
-Perquè ho ets, home. Dona'm.


Me entregó el aparato y, cuando el televisor entró en funcionamiento, vi sus lágrimas precipitándose por la cordillera del desengaño. El hombretón que me derrota siempre haciendo deporte lloraba. Creo que se le escapó el llanto porque jamás le recrimino nada. Los demás son más duros con él, pero yo no. Quizás pensó que se quedaba sin aliado. No lo hablamos (como me aconsejaría la princesita). Eso fue lo malo. No entendí esa reacción suya ante mi comentario.

Después regresé a Barcelona. Y las veces que nos llamamos por teléfono se mostraba distante, poco comunicativo. Hasta este viernes. No me gusta acudir a comidas familiares, pero la señora Hayden quería celebrar su cuarenta aniversario (con tres meses de retraso) junto al mar, todos juntos alrededor de una mesa. El tenista me exigió que acudiera. No era una petición, era una orden, y eso me cabreó. Le dije que lo pensaría. Lo comenté con Ilse.

Ilse: Es verdad que son chapuceros
Ilse: que estropean las cosas
Ilse: pero tenemos que entender que si no se sienten inútiles.
Ilse: mi padre cuando le damos esa caña
Ilse: porque hace unos estropicios que no veas
Ilse: se sienta y dice que qué hace ya aquí, si es un inútil y no vale para nada
Ilse: se lo oí decir una vez
Ilse: y me partió el corazón
El paseante: ya
El paseante: cuando le vi llorar también me pasó lo mismo
Ilse:: es verdad que hacen que uno pierda la paciencia
Ilse:: pero imagínate en su situación.
El paseante: pero sólo le dije que es patoso, creo que no es un insulto
Ilse: pero eso es lo que le dice un padre a un hijo, no un hijo al padre
Ilse: y al final acabamos siendo sus padres
El paseante: ya, tienes razón
Ilse: y ellos no están acostumbrados.
Ilse: te han tenido en brazos, te han limpiado la mierda
Ilse: te han pegado
Ilse: y ahora eres tú quien les regaña
Ilse: y eso debe ser difícil de aceptar.
Ilse: claro, tienes que quitarle importancia.
El paseante: si yo quiero mucho a mi padre, y somos colegas. Creo que lloró por eso, porque soy el único de la familia que no le recrimina nada. Pero ese día le vi con el mando y me salió del corazón decirle eso
Ilse: mi madre me cuenta las cosas mil veces
Ilse: y yo le digo: "Anda sí?"
El paseante: jajaja, ves como eres mala
Ilse: las primeras veces le decía: "Coño, mamá, que ya me lo has contado"
Ilse: un día me di cuenta de que eso la mataba
Ilse: porque no se acuerda.
Ilse: no la quiero hacer sentir mal.
Ilse: yo hago como que no me lo ha contado y ya está.
Ilse: a veces si se lo digo
Ilse: pero suavenmente
Ilse: y como se lo dices a otro.

Como siempre Ilse me ofreció lecciones de vida, y me ayudó. Juega con ventaja: es una mujer. (Le pedí que me pasara una canción llamada Release me y, al momento, la tenía en mi ordenador.)

El restaurante estaba abierto a los cuatro vientos. La señora Sofía y yo pedimos una paella para dos personas porque era lo más económico. Los demás quisieron despilfarrar dinero con parrilladas de marisco y pescado. Mientras las servían, el pequeño Hayden pretendió conquistarme para que le acompañara (en esa profunda amistad que nos une desde hace medio año) a visitar los veleros atracados. El muy gamberro se montó en todos los que tenían escalerilla de acceso, y le hice caminar de puntillas ante el yate de un patrón que roncaba en cubierta, para no despertarle. Le dije que le pidiera a su padre un barco de esos que tenían el cartel de en venta (lo hizo posteriormente, y el sargento Hayden -que ya me tiene calado- dijo que vale, pero que lo pagará a medias conmigo). Vino el tenista levantando sus manos, poco hábiles, a buscarnos en nuestra tardanza, para explicarnos que la comida estaba en la mesa. Intentó bajar al pequeño Hayden de un velero y se pegó un coscorrón tremendo contra el casco de la nave.

-El padrí s'ha fet pupa. Dis-li: "Veus com ets un patós, i que això no vol dir res dolent, que ell té altres qualitats".

El niño lo dijo a su manera, pero mi padre sonrió y me pasó la mano por la espalda.

-Hi ha gent que és patosa amb el cos i altra que ho és amb el pensament, com ara jo- le conté mientras avanzábamos hacia el comedor.

La paella no estaba mal, aunque algo exagerada de pimiento. Le dije a la señora Sofía que era mucho mejor la suya.

El aire del mar no es habitual en gente de tierrra adentro. Nos sentó bien. Luego despedimos a mis padres en el andén del tren. Posteriormente los Hayden me despidieron en el parque de atracciones levantado eventulamente en Jardinets de Gràcia. Y me quedé solo.

Mañana tomo un tren a la tierra de la niebla, para estar con el tenista y la señora Sofía unos días. Nos cuidaremos unos a otros, como suele suceder siempre. Como sucederá en un pueblo de León, el de Ilse, en su viaje hacia sus padres.

PD: Perdona niña por no haberte pedido permiso para colgar los diálogos, pero es que mañana me escapo. Sé que no te molestará.

martes, agosto 21, 2007

Jay

A mediados de agosto, el barrio se pone guapo. En sus calles se levantan decorados que Cinecittà envidiaría. Pero ya hace años que me he desvinculado de las celebraciones porque me duele que las palmeras de cartón, que crean en tantas tardes de tiempo libre los vecinos, sirvan para aliviar las bufetas de los que no saben beber cerveza.

Sin embargo, el lunes antes de que acaben los festejos me acerco a la calle Joan Blanques. Después del fin de semana salvaje, el primer día laborable de la semana sólo quedan los aborígenes de toda la vida y los que nadamos hace tiempo hasta esta orilla tras el naufragio de nuestra nave. Se ve todavía a algún extranjero haciéndonos agachar tras el tiroteo de su cámara de fotos digital, algún ser con la piel decorada en las rebajas del Corte Inglés de los tatuadores, muchos gorritos masculinos que son trendy este verano (béisbol, panamá, paja), un grupito salido de Yo soy la Juani que se ha perdido tras los muros de su extrarradio y se mezcla ahora con los gafapastas. Pero la gente es básicamente de Gràcia, y rozando mi piel con la suya ante los escenarios musicales siento una sensación de bienestar emocional (los modernos dirían "de buen rollo"). En Joan Blanques, siempre hay jazz. Este lunes actuaba el grupo Lucky Guri Quintet en el extremo norte de la calle y La Vella Dixieland en el sur.

Me gusta el jazz desde siempre, como el cine clásico de género o las novelas negras. Es intemporal, canalla, impredecible, rítmico... Lo más importante: moviendo un pie o ladeando la testa de izquierda a derecha es suficiente, y ninguna mocita puede exigirte que desarrolles con ella coreografías imposibles para mí como sucede cuando tocan polcas, rumbas o chachachás Los músicos de jazz siempre tienen rostros castigados por la vida, narices grandes, ojos pequeños que cierran con fuerza mientras soplan sus instrumentos o acarician las cuerdas del contrabajo, y cuando los abren es sólo para mirar por encima de las cabezas del público en busca del infinito.

Conocí a uno de esos tipos a mediados de los noventa. Jay W. pasó parte de su vida a bordo de buques de la armada británica tocando la trompeta en bandas militares. Su único logro artístico hasta el momento era haber actuado cinco minutos frente a su Graciosa Majestad. Así que una noche oscura se deslizó por una soga desde la cubierta del destructor hasta alcanzar el pavimento del puerto de Barcelona y comenzó a correr en dirección a las calles desconocidas del Raval. Tiempo después, cuando me topé con él por primera vez, se había unido a un grupo de desertores: Christian (contrabajo), Jorge (trompeta), Pau (batería) y David (guitarra), con los que actuaba en distintos rincones del centro histórico. A veces les contrataban en algún local a cambio de poco dinero y mucha cerveza (que a mí también me refrescaba la garganta en aquellos tugurios asfixiados por el tabaco). Recuerdo esas noches como las más rítmicas de mi vida, a pesar de que únicamente me obligaran a mover un pie y ladear la cabeza, como hice este lunes en Joan Blanques.

Aplaudía a Lucky Guri Quintet cuando un señor mayor a mi derecha acarició la mejilla de una mujer de una edad parecida a la suya mientras le pedía perdón por haberla hecho llorar. Tenía los ojos húmedos de sincero arrepentimiento. Ella le puso una mano en la panza y le dijo que sí, que le perdonaba. Con otro tipo de música más visceral (flamenquito, por ejemplo) seguramente le habría mandado a freír espárragos. El jazz relaja.

Cuando regresé a casa de madrugada avancé en la lectura de El blues del detective inmortal de Andreu Martín. Trata de una banda de músicos callejeros que conocen a una extraña mujer y su vida cambia. Lo malo de esa novela es que me propongo acabar el capítulo y ponerme a dormir, y luego veo que el siguiente no es muy largo, y así hasta las tantas.

"Zabala ya está hablando con el batería y el contrabajo. Cambio de tercio. Para nuestra sorpresa, Zabala elige un tema gamberro y sorprendente:
-Venga, primero tú y yo, Jordi. Mambo italiano... En seguida, todos cañeros. Un, dos, un-dos-tres y...
Empieza a cantar suavemente apoyándose en unos acordes de Jordi Cerdaña, que finge que su guitarra es una mandolina, todo con aires de balada cursilona, "A girl went back to Napoli...". Todo mentira. De pronto, "but wait a minute, something's wrong...", entramos la batería, el saxo y el contrabajo, y la guitarra se quita la careta.
-Hey, mambo, mambo italiano, go, go, go, you mixed up siciliano...
La música se convierte en un elemento puro que se sube a la cabeza y evapora la angustia y el aburrimiento".

Jay W. (el de la foto es él) decidió desertar de Barcelona a principios de esta década. Me regaló su bici, pero no me dijo nada de la trompeta.

lunes, agosto 13, 2007

El Arca de Noé

El centro de la ciudad parecía un hormiguero este domingo por la tarde. Era complicado transitar por la zona de costa con tanto paseante en sandalias por metro cuadrado. El parque de la Ciutadella parecía el Corte Inglés en rebajas. (Me saltó el corazón cuando quise ver en una forastera el rostro de Meri.). Incluso era complicado dar remos por el tumulto de embarcaciones de recreo en el lago.

El ómnibus 59 regresaba de la playa, conducido por una mujer enérgica, en dirección al Turó Parc. Parecía un Arca de Noé cargada con mil especies diferentes de ciudadanos a las que había que salvar de la inundación cercana que se intuía en los nubarrones a través de las ventanillas.

En la playa de la Barceloneta subió un hombre negro que hacía esfuerzos por hablar con sus hijos en catalán: "Si no te comes el bocata demà no anirem a la piscina", "no debes agafar res que no sigui teu", "això està muy mal hecho". Parecían consejos de buen padre y le agradecí internamente su catalán exótico, a mí que me cuesta tanto aceptar a los que vienen de fuera.

El vehículo estaba a reventar y la chófer pedía que la gente se trasladara a la parte trasera.

En Almirall Cervera se montó una familia alemana coloreada a la parrilla. El jefe de expedición tenía esa apariencia tan germana de seguridad con su camiseta de avispa, su pantalón corto y sus sandalias del número 48. Les sacó una foto con flash a sus dos hijos nibelungos apoyados en la luna delantera del ómnibus, con las Ramblas -en plena vorágine de vehículos y personas- de fondo, mientras la madre sentía una cierta vergüenza con su vestido verde de verano, apoyada en mi respaldo.

El vehículo estaba a reventar y la chófer pedía que la gente se trasladara a la parte trasera.

En el paseo Joan de Borbó, quisieron disfrutar del Arca de Noé dos familias de inmigrantes, con sus cochecitos de bebés, sus hábitos occidentales recientemente adquiridos de llevar las gafas de sol en el cabello, la mochila en bandolera y las sandalias que acumulaban en los pies toda la mugre de la ciudad. Ninguno de ellos pagó el viaje. También subió un matrimonio francés con sus dos hijas vestidas de flamencas (seguramente compraron los vestidos en Las Ramblas) y un joven vestido del Barça y con el Marca bajo el brazo.

El vehículo estaba a reventar y la chófer pedía que la gente se trasladara a la parte trasera.

En plaza Universitat subió penosamente una mujer enana, que compensaba su condición física con un orgullo natural, no forzado. No permitió que el alemán ciclópeo vestido a rayas le ayudara a confirmar su tarjeta de viaje. Le preguntó a la conductora por una parada asomando la mirada por encima del tablero donde se depositan las monedas del cambio.

El vehículo estaba a reventar y la chófer pedía que la gente se trasladara a la parte trasera.

Luego, a medida que el ómnibus se alejaba de la Barcelona turística, se fue vaciando. Sólo subían ancianos que saludaban cortesmente a la capitana de la nave: "Hola, bona tarda". Al Turó Parc apenas llegamos diez pasajeros.

El parque estaba en calma, en silencio. Era otra ciudad. Al salir de allí no tuve que deternerme en los semáforos de Santaló, de Muntaner, de Aribau... Los ricos estaban de vacaciones complicando las Ramblas de otras ciudades con sus vestidos de avispa. Y sus vehículos todoterreno no frenaron mi paso.

Llegué a mi piso y, al rato, comenzó a diluviar. Con ganas. Me pareció ver el Arca de Noé descender calle abajo.