Jay
A mediados de agosto, el barrio se pone guapo. En sus calles se levantan decorados que Cinecittà envidiaría. Pero ya hace años que me he desvinculado de las celebraciones porque me duele que las palmeras de cartón, que crean en tantas tardes de tiempo libre los vecinos, sirvan para aliviar las bufetas de los que no saben beber cerveza.
Sin embargo, el lunes antes de que acaben los festejos me acerco a la calle Joan Blanques. Después del fin de semana salvaje, el primer día laborable de la semana sólo quedan los aborígenes de toda la vida y los que nadamos hace tiempo hasta esta orilla tras el naufragio de nuestra nave. Se ve todavía a algún extranjero haciéndonos agachar tras el tiroteo de su cámara de fotos digital, algún ser con la piel decorada en las rebajas del Corte Inglés de los tatuadores, muchos gorritos masculinos que son trendy este verano (béisbol, panamá, paja), un grupito salido de Yo soy la Juani que se ha perdido tras los muros de su extrarradio y se mezcla ahora con los gafapastas. Pero la gente es básicamente de Gràcia, y rozando mi piel con la suya ante los escenarios musicales siento una sensación de bienestar emocional (los modernos dirían "de buen rollo"). En Joan Blanques, siempre hay jazz. Este lunes actuaba el grupo Lucky Guri Quintet en el extremo norte de la calle y La Vella Dixieland en el sur.
Me gusta el jazz desde siempre, como el cine clásico de género o las novelas negras. Es intemporal, canalla, impredecible, rítmico... Lo más importante: moviendo un pie o ladeando la testa de izquierda a derecha es suficiente, y ninguna mocita puede exigirte que desarrolles con ella coreografías imposibles para mí como sucede cuando tocan polcas, rumbas o chachachás Los músicos de jazz siempre tienen rostros castigados por la vida, narices grandes, ojos pequeños que cierran con fuerza mientras soplan sus instrumentos o acarician las cuerdas del contrabajo, y cuando los abren es sólo para mirar por encima de las cabezas del público en busca del infinito.
Conocí a uno de esos tipos a mediados de los noventa. Jay W. pasó parte de su vida a bordo de buques de la armada británica tocando la trompeta en bandas militares. Su único logro artístico hasta el momento era haber actuado cinco minutos frente a su Graciosa Majestad. Así que una noche oscura se deslizó por una soga desde la cubierta del destructor hasta alcanzar el pavimento del puerto de Barcelona y comenzó a correr en dirección a las calles desconocidas del Raval. Tiempo después, cuando me topé con él por primera vez, se había unido a un grupo de desertores: Christian (contrabajo), Jorge (trompeta), Pau (batería) y David (guitarra), con los que actuaba en distintos rincones del centro histórico. A veces les contrataban en algún local a cambio de poco dinero y mucha cerveza (que a mí también me refrescaba la garganta en aquellos tugurios asfixiados por el tabaco). Recuerdo esas noches como las más rítmicas de mi vida, a pesar de que únicamente me obligaran a mover un pie y ladear la cabeza, como hice este lunes en Joan Blanques.
Aplaudía a Lucky Guri Quintet cuando un señor mayor a mi derecha acarició la mejilla de una mujer de una edad parecida a la suya mientras le pedía perdón por haberla hecho llorar. Tenía los ojos húmedos de sincero arrepentimiento. Ella le puso una mano en la panza y le dijo que sí, que le perdonaba. Con otro tipo de música más visceral (flamenquito, por ejemplo) seguramente le habría mandado a freír espárragos. El jazz relaja.
Cuando regresé a casa de madrugada avancé en la lectura de El blues del detective inmortal de Andreu Martín. Trata de una banda de músicos callejeros que conocen a una extraña mujer y su vida cambia. Lo malo de esa novela es que me propongo acabar el capítulo y ponerme a dormir, y luego veo que el siguiente no es muy largo, y así hasta las tantas.
"Zabala ya está hablando con el batería y el contrabajo. Cambio de tercio. Para nuestra sorpresa, Zabala elige un tema gamberro y sorprendente:
-Venga, primero tú y yo, Jordi. Mambo italiano... En seguida, todos cañeros. Un, dos, un-dos-tres y...
Empieza a cantar suavemente apoyándose en unos acordes de Jordi Cerdaña, que finge que su guitarra es una mandolina, todo con aires de balada cursilona, "A girl went back to Napoli...". Todo mentira. De pronto, "but wait a minute, something's wrong...", entramos la batería, el saxo y el contrabajo, y la guitarra se quita la careta.
-Hey, mambo, mambo italiano, go, go, go, you mixed up siciliano...
La música se convierte en un elemento puro que se sube a la cabeza y evapora la angustia y el aburrimiento".
Jay W. (el de la foto es él) decidió desertar de Barcelona a principios de esta década. Me regaló su bici, pero no me dijo nada de la trompeta.
Sin embargo, el lunes antes de que acaben los festejos me acerco a la calle Joan Blanques. Después del fin de semana salvaje, el primer día laborable de la semana sólo quedan los aborígenes de toda la vida y los que nadamos hace tiempo hasta esta orilla tras el naufragio de nuestra nave. Se ve todavía a algún extranjero haciéndonos agachar tras el tiroteo de su cámara de fotos digital, algún ser con la piel decorada en las rebajas del Corte Inglés de los tatuadores, muchos gorritos masculinos que son trendy este verano (béisbol, panamá, paja), un grupito salido de Yo soy la Juani que se ha perdido tras los muros de su extrarradio y se mezcla ahora con los gafapastas. Pero la gente es básicamente de Gràcia, y rozando mi piel con la suya ante los escenarios musicales siento una sensación de bienestar emocional (los modernos dirían "de buen rollo"). En Joan Blanques, siempre hay jazz. Este lunes actuaba el grupo Lucky Guri Quintet en el extremo norte de la calle y La Vella Dixieland en el sur.
Me gusta el jazz desde siempre, como el cine clásico de género o las novelas negras. Es intemporal, canalla, impredecible, rítmico... Lo más importante: moviendo un pie o ladeando la testa de izquierda a derecha es suficiente, y ninguna mocita puede exigirte que desarrolles con ella coreografías imposibles para mí como sucede cuando tocan polcas, rumbas o chachachás Los músicos de jazz siempre tienen rostros castigados por la vida, narices grandes, ojos pequeños que cierran con fuerza mientras soplan sus instrumentos o acarician las cuerdas del contrabajo, y cuando los abren es sólo para mirar por encima de las cabezas del público en busca del infinito.
Conocí a uno de esos tipos a mediados de los noventa. Jay W. pasó parte de su vida a bordo de buques de la armada británica tocando la trompeta en bandas militares. Su único logro artístico hasta el momento era haber actuado cinco minutos frente a su Graciosa Majestad. Así que una noche oscura se deslizó por una soga desde la cubierta del destructor hasta alcanzar el pavimento del puerto de Barcelona y comenzó a correr en dirección a las calles desconocidas del Raval. Tiempo después, cuando me topé con él por primera vez, se había unido a un grupo de desertores: Christian (contrabajo), Jorge (trompeta), Pau (batería) y David (guitarra), con los que actuaba en distintos rincones del centro histórico. A veces les contrataban en algún local a cambio de poco dinero y mucha cerveza (que a mí también me refrescaba la garganta en aquellos tugurios asfixiados por el tabaco). Recuerdo esas noches como las más rítmicas de mi vida, a pesar de que únicamente me obligaran a mover un pie y ladear la cabeza, como hice este lunes en Joan Blanques.
Aplaudía a Lucky Guri Quintet cuando un señor mayor a mi derecha acarició la mejilla de una mujer de una edad parecida a la suya mientras le pedía perdón por haberla hecho llorar. Tenía los ojos húmedos de sincero arrepentimiento. Ella le puso una mano en la panza y le dijo que sí, que le perdonaba. Con otro tipo de música más visceral (flamenquito, por ejemplo) seguramente le habría mandado a freír espárragos. El jazz relaja.
Cuando regresé a casa de madrugada avancé en la lectura de El blues del detective inmortal de Andreu Martín. Trata de una banda de músicos callejeros que conocen a una extraña mujer y su vida cambia. Lo malo de esa novela es que me propongo acabar el capítulo y ponerme a dormir, y luego veo que el siguiente no es muy largo, y así hasta las tantas.
"Zabala ya está hablando con el batería y el contrabajo. Cambio de tercio. Para nuestra sorpresa, Zabala elige un tema gamberro y sorprendente:
-Venga, primero tú y yo, Jordi. Mambo italiano... En seguida, todos cañeros. Un, dos, un-dos-tres y...
Empieza a cantar suavemente apoyándose en unos acordes de Jordi Cerdaña, que finge que su guitarra es una mandolina, todo con aires de balada cursilona, "A girl went back to Napoli...". Todo mentira. De pronto, "but wait a minute, something's wrong...", entramos la batería, el saxo y el contrabajo, y la guitarra se quita la careta.
-Hey, mambo, mambo italiano, go, go, go, you mixed up siciliano...
La música se convierte en un elemento puro que se sube a la cabeza y evapora la angustia y el aburrimiento".
Jay W. (el de la foto es él) decidió desertar de Barcelona a principios de esta década. Me regaló su bici, pero no me dijo nada de la trompeta.
8 Comments:
Cada vez que te visito a la espera de encontrar un texto nuevo, cuando ocurre, antes de iniciar su lectura me preparo: me pongo cómoda, me dispongo atenta a sorber cada frase.
Creo, hoy me he dado cuenta, que mientras te leo mi corazoncito mueve un pie y ladea su cabeza.
Como el jazz, leerte relaja.
Cada vez que me escribes ladeo la cabeza y sonrío. Gracias Gemma.
I tu per a què vols una trompeta si es pot saber? Divendres passat a un concert un tio davant meu s'ho passava molt bé i em va trepitjar dues vegades el dit del peu...jo vaig optar per posar el cigarret horitzontalment a veure si aconseguia fer-li una cremadeta i em deixava en pau..
M'encanta el jazz...a qualsevol hora. De nit és màgic, i de dia, festiu!
I mira per on al carrer Joan Blanques hi tinc parents! ;)
Emily, volia la trompeta de record. Jo també agredeixo la gent maleducada amb la cigarreta. I també m'han trepitjat els peus aquestes festes. Quina creu.
Doncs m'hi jugo un pèsol que els teus parents de Joan Blanques feien passetes amb els peus a Joan Blanques, al meu costat, Joana.
Desde luego no es nada aconsejable calzar chanclas en esas circunstancias: los pisotones duelen el doble y las camisetas de tirantes te hacen más vulnerable a las quemaduras de cigarrillo territoriales.
Eso justifica acudir a estos lugares con traje chaqueta de colores claros y zapato plano, en el caso femenino, y con traje, corbata y zapato inglés en caso masculino. Eso si, con traje, camisa de manga corta jamais. O una cosa, o la otra. O carn, o peix, paseante :))
I p´el carrer Montmany que hi feien?...apa que...et pots creure que ara em començo a enyorar...
Jaja, sí Xurri, el buen decoro ante todo.
Doncs al carrer Montmany res de res MK.
Publicar un comentario
<< Home