miércoles, agosto 19, 2009

Barcelona sin dinero


Este domingo salí sin dinero del piso. Caminé hasta el final de Via Laietana por la acera de sombra, como haría un gato en un mediodía de agosto. Un poco más allá hay unas playas sin barreras de peaje. Todo gratis. Me tumbé en la arena para acabar de leer El hijo del acordeonista de Bernardo Atxaga, que me prestó hace tiempo la mujer de los mares del sur. Estos días me siento un poco como David, el protagonista de la novela.

"Para mediados de julio se podía decir de mí lo que los campesinos felices decían de quienes no querían hablar con nadie y se encerraban en sus casas: bere buruari ekinda dago (se ha vuelto un enemigo de sí mismo). Todo me era indiferente."

A media tarde, recogí la toalla y marché un rato por el borde de la playa, dejando mis huellas efímeramente en el suelo, hasta que las olas saltaban para recuperar la virginidad de la superficie. Otros años mi mirada se habría perdido entre las turistas, pretendiendo que alguna de ellas reconociera en mí al candidato ideal para ponerles crema.

Remonté el paseo Joan de Borbó. Un poco más allá hay un barrio gótico sin barreras de peaje. Todo gratis. Me senté en la plaza de Sant Iu, apoyando mi espalda en esas piedras centenarias del Museu Marés. Un tipo con aspecto de saco de pulgas y perilla de mosquetero tocaba un hang drum, un instrumento con apariencia de platillo volante que emite sonidos metálicos y armoniosos, inventado hace apenas una década por una pareja de suizos en sus montañas inmaculadas (sólo admiten pedidos por correo convencional -no aceptan emails-, y hay que ir a recoger el trasto en persona). El músico parecía abducido por sus melodías, y ladeaba mecánicamente su cabeza coronada con un gorrito extraño. Me relajó, y sonreí por primera vez en todo el día, ladeando también mi cabeza con los acordes del hang.

Después me disponía a descender la escalinata de la catedral para regresar a casa, cuando una escena captó mi atención y decidí sentarme en un peldaño. Allá abajo, en la avenida, un corro de espectadores espontáneos observaba a un tipo de apariencia británica que ejercía de mimo con unos simples patines, una nariz roja y un pito en la boca. Miraba con gesto serio a los pequeños que le observaban embobados de lejos (con cautela), hasta que elegía a una víctima entre ellos. Lanzaba al aire un lazo imaginario y, supuestamente, lo cazaba. Luego tiraba de la cuerda dando grandes zancadas sobre sus ruedas mientras el pequeño escapaba corriendo entre carcajadas. Siempre los acababa alcanzado. Los elevaba del suelo de una brazada y los acercaba patinando al lugar donde Ally Mcgraw, su esposa (imagino que están casados, porque se dieron un beso en la boca al final del espectáculo) hacía figuritas con globos para los prisioneros. Me hizo reír espontáneamente, por primera vez en muchos días. Él parecía tan feliz -sudado, agotado- regalando su mímica a cambio de unas monedas, que me contagió su vitalidad. Una joven francesa con piercings y un turbante gris se sentó a mi lado. También parecía gustarle el espectáculo callejero. De vez en cuando se giraba a mirar mis carcajadas y se contagiaba de ellas. Si estás contento y en paz (ni que sea por unos instantes) la gente te observa, se acerca, se siente a gusto a tu lado. "Dar buen rollo", creo que lo llaman los jóvenes.

Este domingo, de noche, salí de nuevo sin dinero de mi piso. Ilse acababa de llegar en AVE desde Madrid, arrastrando sus maletas a la una de la madrugada hasta el hotel en esa zona de la ciudad oscura, sin vida. Parecía cansada en la recepción, como si también se sintiera hija del acordeonista. Bajamos en taxi (ella dice tasi) hasta la línea de costa, y a la hora de pagar el trayecto desplegué mis bolsillos vacíos. Los locales del Born estaban cerrando las persianas. Así que nos sentamos en el Moll de la Fusta, mirando el agua. Todo gratis. Hablamos un rato de nuestras miserias. Hasta que le conté lo mucho que me había reído con el clown en la avenida de la Catedral esa misma tarde. Lo bien que me había ido hacerlo. Entonces abrió su mochila para extraer unos patines, una nariz de payaso y un pito. Comenzó a patinar frente al mar oscuro que parecía de gasolina. Quiso cazarme con un lazo imaginario, pero yo la esquivaba tras las palmeras, entre carcajadas. Ilse quería evitar que nadie diga nunca más de nosotros: "Bere buruari ekinda dago".

Volví a desplegar mis bolsillos vacíos cuando me plantó la gorra en la cara para pedir la voluntad. Elevé los hombros y estiré los brazos.

PD: Las últimas tres tardes he visto al payaso con aspecto británico en la avenida de la Catedral. No conozco sus horarios. Pero os lo recomiendo abiertamente. Las últimas tres noches he visto a la payasa madrileña (de aspecto británico) en distintos puntos de la ciudad. No conozco sus horarios. Pero os la recomiendo abiertamente. Ese tipo de gente te alegra la vida. Son como tener vacaciones.

viernes, agosto 07, 2009

Una vez hubo una guerra (Concepció).


Mi abuela materna existió una vez. Se llamaba Concepció.

La recuerdo de niño cuidándome de mi dislocación de hombro tras una caída en esa masía infinita y repleta de estancias en las que el polvo flotaba a la luz de los ventanales a media tarde, donde los fantasmas de los antepasados campesinos me perseguían para hacerme reír con sus cosquillas. En ese lugar plagado de nostalgias. Concepció murió cuando era muy pequeño. No tengo una fotografía clara de ese día en que dejó de darme la merienda junto al pozo de agua, para pasar a engrosar la lista de los fantasmas antepasados que me perseguían para hacerme gritar entre risas. Prefiero recordar, aunque sea levemente, su mirada pacífica y cansada tras una dura vida de trabajo en el campo. Una mirada cansada tras tantos partos.

Hace unos días, acudí a la exposición de los fotoperiodistas Gerda Taro y Robert Capa con la mujer checa (vestida con una floreada y carísima blusa de Chanel), en el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC). Mil turistas esperaban que comenzara el espectáculo de las fuentes mágicas, desplegados en las escaleras y los miradores de la avenida de la Reina María Cristina, ajenos a esa exposición gratuita a la que no nos costó entrar. Apareció con una compañera de trabajo, la lectora de carteles, y tuve que volverme a guardar el anillo de prometida que compré hace años para ella y que se aburre en un bolsillo de mi pantalón tejano. Unas veces por culpa del pescador de gambas, otras por la presencia de la mujer irlandesa y ahora por esa nueva mujer de cabello ensortijado y con sentido del humor.

Desfilamos por los pasillos del museo, sufriendo ese maldito calor. Las fotografías eran minúsculas, en copias de plata. Me llamó la atención una de ellas. Una familia escapaba en carro de la batalla del Segre, en la Guerra Civil española. Mi abuela materna, Concepció, huyó así de allí -mientras su marido tiraba de la mula-, y parió a la señora Sofía en un almacén de grano de una pequeña población de la tierra de la niebla. Sin ayuda médica.

Me gustaría que la señora Sofía visitara esa exposición, porque siempre me explicaba esa secuencia de su vida. El animal de tiro, el carro, las cinco hermanas montadas en él (que la precedieron en su llegada a este mundo) acariciando la barriga de su madre para calmar al feto ante el estruendo de la guerra. El parto fue difícil mientras el aire olía a pólvora.

Me gustaría que la visitara, pero cuando la señora Sofía viene a Barcelona no está para miserias. Prefiere pasear por el paseo de Gracia y contemplar los escaparates caros con su mirada italiana buscando blusas floreadas de Chanel (antes que ir a ver fotografías en blanco y negro de eso que ya olvidó), mientras el tenista se acalora ante la posibilidad de que se le pueda ocurrir la idea de entrar en una de esas boutiques.

Gerda Taro y Robert Capa fotografiaron su niñez miserable. Veía esa exposición con la mujer checa y la lectora de carteles, sudando por el bochorno, mientras les contaba que Concepció estuvo en ese lugar, preñada. En esa guerra. Es posible que elevara un poco el tono de voz con mi entusiasmo ante el descubrimiento de esas fotografías que ilustraban los recuerdos que me narraban cuando era niño. La mujer checa me pidió compostura, mientras me acomodaba la boina que se había ladeado.

A las diez de la noche nos expulsaron del MNAC, y descendimos las laderas de la montaña de Montjuïc. Una pequeña brisa nos refrescó en las escaleras mecánicas. Ellas me avisaron que vigilara con la fauna de la ciudad. Hay que ser muy vivo para sobrevivir aquí. Me previnieron de que ningún teckel me agarrara con su mandíbula de dientes afilados para arrastrarme por la avenida de les Corts Catalanes hasta dislocarme un hombro. Que ninguna gaviota me elevara entre sus patas hasta llevarme a su nido para que me devoraran sus polluelos. Que ninguna carpa me sumergiera en las fuentes de Montjuïc, hasta ahogarme. La mayoría de habitantes de la tierra de la niebla perecerían rápidamente en la gran ciudad.

Nos detuvimos en una terraza fresca y pedimos bocadillos y cervezas. Se agregó al grupo la compañera de piso de la lectora de carteles. Éramos cuatro personas prácticamente desconocidas, agradeciendo ese aire refrescante que hacía precipitar las hojas caducas de los árboles. Bajo sus copas nos interrogamos por nuestras vidas. Sin ruido de bombas en el horizonte.

Nos despedimos antes de que cerraran el metro. Acompañé a la mujer checa hasta la boca de Paral.lel, procurando que no me atropellaran los taxis siguiendo sus pasos de urbanita que cruza en rojo los semáforos. La mayoría de habitantes de la tierra de la niebla perecerían rápidamente en la gran ciudad. Quise mostrarle mi anillo de compromiso, pero ella andaba apurada. Faltaba poco para el último convoy. Se detuvo sólo un segundo para colocarme de nuevo bien la boina, y descendió trotando las escaleras con su blusa de Chanel. Sin darme un miserable beso en la mejilla.

PD: Como siempre, Ilse la música es tuya. Gracias. Me gustó mucho tu último post. Como siempre.