miércoles, junio 02, 2010

Carlitos Churchill y otras personas que no son spam


Este viernes entré en todos los restaurantes de la calle dels Sitges, en Barcelona. Me daba de lleno el sol en la cara, hasta cegarme, caminando por la acera de la izquierda. Llevaba mi camiseta gris de la buena suerte. Las paredes eran antiguas, pero yo buscaba a mis amigos recientes: Ilse y Carlitos Churchill.

Los descubrí tras el tercer escaparate al que pegué mi nariz. Se reían con ganas tras una mesa para dos personas, con sus gafas de pasta modernas. No quise quebrar el encanto de ese momento entre ellos. Caminé hasta el final de la vía y me senté en un pilón de hierro para fumar un cigarrillo. Cuando regresé estaban más serenos, a punto de pedir el postre. Entré en el restaurante. Le di un beso a Ilse. Después me presentó a Carlitos. Los dos tienen los ojos azules. Los dos parecían ingleses extraviados tras sus mapas de Barcelona esa tarde, como en una película de Joseph Losey, aunque sean madrileños. Charlamos, y decidí que Carlitos formaría parte de mi lista de personas admitidas en este mundo. El resto son spam. Es un tipo encantador, risueño, inocente, agradable. Me enamoré de Carlitos. Claro que llevaba mi camiseta gris de la buena suerte, que me impide conocer a cabrones.

Este sábado, después de que ella adquiriera todas las mercancías de la tienda del CCCB para llevar regalos a su lista de personas admitidas en este mundo, compartí con Ilse un trozo de sandía en un muelle, con las piernas flotando como vírgenes suicidas sobre el Mediterráneo. Estábamos a la sombra de una palmera, y era agradable dejar pasar el tiempo allí con mi segunda hermana. Contándonos temores y alegrías. Haciéndonos un resumen de lo que nos ha traído la vida recientemente. De lo que nos ha robado. Parecíamos niños en el recreo de la escuela. Llevaba mi camiseta negra de la buena suerte, que me impide comer sandía con personas malparidas.

Luego quedamos con la princesita y Buñuel en el Barrio Gótico. Los descubrimos a través del escaparate de una bombonería de la calle Portaferrissa. Estaban guapos, vestidos de fiesta porque esa noche iban a una entrega de premios teatrales. Parecían una pareja surgida de una película francesa de Eric Rohmer, con sus ojos oscuros y sus narices afiladas, seleccionando con cuidado el bombón que les ofrecería un momento de felicidad. Escuchaban con atención a la dependienta, que parecía contarles exhaustivamente los detalles de cada dulce, antes de decidirse por la compra de uno u otro. Transformando una nimiedad en un acto de importancia vital. No quisimos quebrar el encanto de ese momento. Ilse y yo caminamos hasta el final de la calle. Me senté en un pilón de hierro para fumar un cigarrillo, mientras ella me contaba esas historias que en su boca siempre parecen cuentos de Elvira Lindo. Habla como escribe. Luego nos reunimos con ellos y, en ese patio del Museu Marés, Ilse, la princesita y Buñuel se incluyeron mutuamente en su lista de personas admitidas en este mundo.

Este domingo quedé con Ilse y la mujer elegante en el patio del CCCB. Llegué tarde, como siempre. Las descubrí hablando en un banco, a lo lejos, como si fueran amigas de siempre. Me senté en un pilón a fumar para no romper su unión. Ilse seguía pareciendo una turista británica en Barcelona, y la mujer elegante tenía la energía de una Sofía Loren, con esa dureza italiana en sus ojos. Las contemplaba, mientras aterrizaban palomas en las baldosas y el viento levantaba las faldas de las turistas de verdad. Pensaba en la suerte que tengo de conocer a toda esa gente, para la que pondría una mesa larga en un patio con flores. Y me sentaría a escuchar sus risas y sus historias, tras la comida.

Ese domingo por la tarde, mi camiseta marrón de la buena suerte no me impìdió cargar la maleta de Ilse, que tenía una rueda rota, hasta la estación de Sants. Regresaba a Madrid. La vi desaparecer por los pasillos del AVE, mientras añoraba ese viernes pasado cuando la buscaba por la calle dels Sitges. Mi segunda hermana se giró para mirarme. Es la única persona del mundo que lo hace cuando nos despedimos. Tenía los ojos muy azules. No sabía cuando los volvería a ver.

Salí con la mujer elegante a la calle. La obligué a caminar, a pesar de sus protestas italianas. Un día de estos la pongo en la carpeta spam.

Nuevo look


El jueves pasado me rapé al uno, de camino al piso de los Hayden para hacer de canguro. Mi nuevo peluquero es una persona joven. Ha abierto su establecimiento recientemente, y me hace buen precio. Encima me regala lociones para el afeitado, o mecheros, tras pasar por caja. Tiene pinta de gamberro, de chico de botellón, de canalla de extrarradio. Pero es un emprendedor amable y algo tímido. Sabe cuando me apetece hablar y cuando no. Lo recomiendo. Está cerca del cruce de Sant Lluís con Montmany, en el barrio de Gràcia. Me rapó la cabeza, mientras veía pasar sombras a través del escaparate, porque estaba sin mis gafas, de camino a casa de los Hayden para hacer de canguro.

Los pequeños me esperaban escondidos en diferentes partes del piso, como siempre, esperando que los encontrara para contarles cuentos de dinosaurios y de princesas atrapadas en su pasado. Salí a la terraza, gritando el nombre del pequeño Hayden extraviado, aunque veía su cresta dorada tras el sofá orejero. Levanté mantas en las camas, aunque veía la testa negra del pequeño faraón Nil extraviado tras las cortinas. Aseguré que me iba del piso ya que no tenía a nadie a quien cuidar, y entonces saltaron de sus escondrijos como liebres. Se frenaron en seco. Me miraron, extrañados. "Tío, te has quedado calvo como el abuelo". Les permití frotar mi cabeza con las palmas infantiles de sus manos, hasta que se durmieron con un cuento de Doraemon o Poquemon (ahora no me acuerdo) en el que rescataban animales extinguidos a través de una máquina del pasado. Antes de apagar sus párpados, el pequeño Hayden me dijo algo que me descolocó, mientras leía: "¿Tío, por qué entonas tan bien?". Jamás he sabido expresarme en voz alta, pero elevó mi autoestima con una frase tan sencilla. Esos niños me ahorran terapias caras con psicólogos argentinos.

Al día siguiente me largué en el tren de las siete de la tarde, viendo pasar viñedos por las ventanillas.

En mi dormitorio de la tierra de la niebla hay una silla de madera con una montaña de jeans viejos que dejan reposar sus piernas en el vacío, mientras esperan que los lleve a pasear. Cada uno tiene su historia a cuestas, recuerda momentos que vivió agarrado a mi cintura y que yo he olvidado: una pelea a navaja, una timba de cartas, un avión que se alejó con ella a bordo. Me los pongo para recorrer el camino de Duran porque allí es fácil ensuciarte, embarrarte, hacerte un siete con una zarza.

Este sábado me vestí con los que estaban más arriba. Subí la cremallera, abroché el botón en el ojal y me caí al dar el primer paso, porque se habían deslizado por mis piernas hasta amontonarse en mis tobillos como un acordeón. Me iban tremendamente grandes.

Le pregunté a la señora Sofía si eran de mi padre o del sargento Hayden, y se había despistado tras planchar esa pila de ropa que todos ponemos a su disposición, generosamente, y que ella reparte luego por las habitaciones de la granja de los caballos. Aseguró que no, que eran míos, que los había encontrado en el cajón superior de la cómoda, y le parecían menos desgastados que los que ya reposaban en mi silla de madera.

Los elevé ante mis ojos, y no recordaba nada vivido con ellos. Eran de marca Ruk (mercadillo), pero los llevé a pasear con la colaboración de un cinturón ajustado por el agujero número cinco. Sus perneras rozaron miles de amapolas en el camino, por primera vez en mucho tiempo. Sus bordes se humedecieron con mis pies en el agua del canal, por primera vez en mucho tiempo. Su parte posterior se enverdeció con la hierba fresca en la que me senté para fumar, por primera vez en mucho tiempo.

Sacaba bocanadas de humo entre esos manzanos con sus frutos chiquitos que esperaban el verano para engordar. Intentaba recordar las anécdotas vividas con esos pantalones que me iban grandes, pero esos momentos se habían alejado de mi mente como una bandada de palomas asustadas tras un disparo de escopeta. Podría ser una pelea a navaja, una timba de cartas, un avión que se alejó con ella a bordo. O un paseo por ese mismo lugar hacía muchos años.

Las hojas de los plataneros comenzaron a estremecerse violentamente por el viento repentino. El cielo se puso feo sobre una aldea lejana, la de Manel. Escuché un primer trueno. Me levanté del suelo, y apenas tuve tiempo de alcanzar un cobertizo aislado cuando comenzó a diluviar. Una cortina de agua se precipitaba tejas abajo. Un gorrión con el ala izquierda dañada, quizá por un perdigón, se refugió a un par de metros de mi. Nos observamos, sin decirnos nada. Se sumó un gato sin dueño al Arca de Noé, a más distancia de nosotros. Ninguno buscaba pelea. Sólo pretendíamos resguardarnos. El aguacero nos impedía regresar a casa. Yo fumaba. Ellos no. Parecía una parada del ómnibus 39 un domingo por la tarde, cuando el transporte público tarda en aparecer, y apenas esperamos tres personas el milagro de que circule ese autobús por la calle Robí.

Fue una tormenta rápida, como las de verano. Con todo me hizo llegar tarde a la cena. Al girar la llave en la puerta de la granja de los caballos, mis padres se levantaron del sofá para correr al comedor. Estaban hambrientos. La señora Sofía me sirvió tres platos, tras preguntar mi peso (por primera vez en mi vida). Le dije la verdad, que estaba un poco por debajo de mis setenta y cinco kilos ideales, pero que no había adelgazado adrede. Que me limitaba a caminar un ratito cada día. Eso era todo. Y que esos pantalones eran de hace mucho tiempo, cuando debía aguantar la respiración para esconder mi barriga de Santa Claus. No la convencí, me obligó a rebañar el plato con un trozo de pan.

Por la noche salí a las fiestas del pueblo, con unos pantalones de ahora. Los que recordarán mis anécdotas presentes dentro de unos años, cuando estén en la pila de prendas antiguas en esa silla de madera, y yo las haya olvidado. Los llevé frente al escenario en el que Ariel Rot cantaba sus temas eternos. Estaba flaco allí arriba. Intentó animarnos levantando el pulgar tras las mangas de esa americana a rayas que le venía grande. Quizá la encontró sobre la silla de madera de su dormitorio, después de que su madre la rescatara de una cómoda. Con mil historias por recordar que el músico ya no recuerda. Una pelea a navaja, una timba de cartas, un avión que se alejó con ella a bordo.

Había poco público. Todo era desangelado. Jamás aplaudo, pero esa noche aplaudí.

PD: Hace poco colgué mi post 250. Pensé en cambiar el decorado de este blog (renovarse o morir), pero alguien me frenó -Arare, y mira que no soy chivato :-). Lo hago ahora. Espero que no tarde demasiado en cargarse. Mantendré el blog anterior actualizado en otra dirección, para los que lo prefieran.

PD2: Llum, t'he copiat una de les cantants que recomanes al teu blog. Potser t'hauria d'haver demanat permís. En qualsevol cas, gràcies. M'agrada molt.

PD3: Faltan algunos de vuestros links en la columna de la derecha. Lo iré arreglando.