lunes, mayo 17, 2010

Pequeñas historias inocentes de sexo


Una vez fui preadolescente. En esa época en que los preadolescentes todavía éramos críos en pantalón corto, y ni siquiera nos afeitábamos, pasaba los veranos en la granja de tía Patricia, en un lugar remoto de la tierra de la niebla.

Recuerdo que había una setter con el pelo manchado en blanco y negro. Se llamaba Chispa, y se volvía loca encerrada tras esa puerta del corral para que la sacara a cazar ilusiones por los campos de manzanos. No me lo permitían jamás. Así que los dos quedábamos reprimidos, ella tras la cerca y yo en el patio. Mirándonos.

Estaba entrenada para permanecer quieta, escuchar con las orejas tiesas y correr en busca de las perdices muertas tras los dos cartuchos que escupía la escopeta de su dueño. Siempre me imaginaba el silencio después de los disparos en ese páramo, y a la perra brincando contenta entre los arbustos en busca de los cadáveres de esas aves que hacía un instante volaban despreocupadas, y que ahora traía el cazador a la granja, colgadas de su cinturón como trofeos.

Tía Patricia le servía la cena, tras encerrar de nuevo a Chispa en ese corral, sobre cuya cerca nos seguíamos observando, con ganas de salir corriendo los dos de allí. La perra y yo. Luego mi tía le planchaba los pantalones de caza, y se acurrucaba al lado de su esposo en la cama, aunque oliera mal tras la jornada en el monte. Estaba entrenada para eso.

Era el verano de 1977. Y me gustaba mirar las armas de mi tío. Me encantaba acariciar sus cañones negros, ponérmelas al hombro y simular que mataba a un ser vivo. Parecía que toda la fuerza del mundo se escondía en esas escopetas. El poder de decidir sobre la vida y la muerte.

El marido de tía Patricia las guardaba en una pequeña habitación, al lado de la cocina. Era el espacio al que yo corría, cuando los mayores abandonaban la granja por mil motivos.

Aparte de las escopetas, allí había estanterías con libros misteriosos, y carpetas con mil páginas de negocios que no entendía, porque él era un hombre de empresa de los de toda la vida en ese tardofranquismo. Una tarde encontré una revista con mujeres desnudas debajo de una biblia por estrenar. Arranqué un par de páginas para analizar, con calma, esa novedad de pechos y pubis sin depilar en la habitación del segundo piso en la que dormía, sobre las jaulas de los conejos que acababan tristemente igual que las perdices cazadas por el tío. Muertos y a punto de cocinar.

Al día siguiente, tía Patricia encontró las hojas pornográficas que había escondido bajo mi colchón. Yo desconocía entonces que las camas se hacen cada día, y enrojecí de vergüenza. No le conté de dónde las había arrancado, quizá para retrasar su divorcio.

Una vez fui preadolescente. En esa época en que los preadolescentes todavía éramos críos en pantalón corto, y ni siquiera nos afeitábamos, pasaba los veranos en la granja de tía Patricia, en un lugar remoto de la tierra de la niebla.

Tenía trece años, y la vecina de la granja de al lado ya había cumplido los dieciocho. Su novio hacía el servicio militar a dos mil kilómetros de distancia. En África. Comenzó a contarme que le echaba de menos, que yo tenía el cabello bonito, de color castaño claro, tras los efectos del champú. Se ponía a correr entre los frutales para que la persiguiera, mientras yo me detenía a recoger caracoles, como un tonto.

Ese verano enfermé. Y la contrararon para cuidarme, porque estudiaba enfermería. Me hacía friegas en el pecho con no recuerdo qué potingue. Y bajaba sus manos rozando mi piel hacia mis calzoncillos. Se detenía en la goma, y me preguntaba si quería que siguiera descendiendo por la montaña. Yo era preadolescente, y apenas había podido analizar las dos páginas de las revistas pornográficas de mi tío. Era la etapa de la transición, y no sabía nada.

A. no insistió. Era guapa, rubia, de ojos azules. No es un tópico, era así. Todos los albañiles de la ciudad la silbaban cuando la acompañaba a comprar a la carnicería. Me dijo que era alto como un pino y tonto como un pepino, tras rechazar eso que me ofrecía y que yo desconocía. Acabé aplicándome el potingue yo mismo sobre mi pecho, ya que ella dimitió del proceso de mi sanación.

Una vez fui preadolescente. En esa época en que los preadolescentes todavía éramos críos en pantalón corto, y ni siquiera nos afeitábamos, pasaba los veranos en la granja de tía Patricia, en un lugar remoto de la tierra de la niebla.

Tenía trece años, y ellos habían contratado a un chico universitario para trabajar en el campo esa campaña. Era un veinteañero. Llevaba gafas redondas, de carey, y tenía el cabello rizado. E. ganó mi confianza contándome todos los libros que había leído, mientras le ayudaba a arrastrar los cubos repletos de manzanas a la carreta. Le tomé cariño, porque por primera vez un adulto me hablaba de un mundo que desconocía hasta entonces.

Él echaba una siesta rápida en el almacén de los tractores, al igual que el abuelo de la familia, antes de reemprender el trabajo duro en esas tardes sofocantes de agosto. Yo descansaba en la casa principal. Pero una tarde me pidió que me acostara a su lado, porque quería hablarme de algo importante. Comenzó a contarme viajes que me fascinaban. Pero rápidamente cambió de tema. Me preguntó si me tocaba, si quería bajarme los pantalones, si quería masturbarme con él. Se volvió agresivo. Y yo no sabía nada en 1977.

El abuelo, se hacía el dormido, pero escuchaba la escena a unos metros de distancia, en el almacén polvoriento y en penumbras que olía a fruta podrida. Era un viejo excombatiente de la División Azul. Un conservador de cuidado, que había enseñado a su hijo a matar perdices y, probablemente, a maltratar a su nuera. Se levantó de los sacos que le servían de lecho. Buscando sus pocas fuerzas, elevó al mozo por el cuello de su camisa y lo mandó de un puñetazo a casa, sin pagarle indemnización.

Fue en el verano de 1977. Esa tarde me permitieron sacar de paseo a Chispa. Por primera vez, corrimos entre los manzanos. Yo era un crío en pantalón corto, y sólo era consciente que quería jugar con la setter chispeada.

PD: Por suerte, soy hijo de la señora Sofía y del tenista.

PD2: Este post era para media semana. Pero lo cuelgo para que lo leas ahora. Tenías curiosidad, e igual te suaviza ese dolor físico.

PD3: Sigo absolutamente enamorado de Hanne Hukkelberg. De sus ojos chiquitos y su nariz grande. De su música. De su voz. De su aspecto. De que sea una tímida segura de sí misma. Probablemente, ni me conoce.

domingo, mayo 16, 2010

Cambio de planes

Lo siento chicas, esta noche no podré estar por vosotras.








Me esperan mis chicos en Canaletes.



Y si ellos me fallan, dormiré con mi Bruquet del Barça.


















La primera fotografía es propiedad de H&M.
La segunda es de Eulàlia. Y el teckel es una creación de Emily. Gracias a las dos.

miércoles, mayo 05, 2010

Arco iris


Ana siempre afirmaba que en casa me notaba habitualmente triste, y que cuando salía a caminar cambiaba mi humor y parecía una persona distinta. Según ella, paseando por la ciudad daba el perfil aproximado de una persona feliz.

Esta tarde de sábado, el camino de Duran estaba cubierto de nubes. Eran estremecedoras en el cielo: cúmulos negros contra un fondo azul, como verlas en el cuadro de un museo de la mano de un pintor que las hubiera descrito con sus pinceles mejor que yo con mis palabras. Andaba con el forro polar verde colgado de un hombro. En un bolsillo reposaba el teléfono móvil. En el otro la cajetilla con veinte cigarrillos liados a mano la noche anterior. En la tierra de la niebla los fabrico sentado como un Buda sobre la colcha blanca de la cama de mi habitación, en el tercer piso, bajo la buhardilla, mientras escucho en la radio la repetición de programas emitidos ese día que ya se ha tachado en mi calendario vital.

Esta tarde de sábado sabía por experiencia que el primer kilómetro del camino estaría trufado de perros guardianes que ladrarían a cada uno de mis pasos. Siempre me acerco a las verjas de sus masías, y los tranquilizo susurrando suave en sus orejas. Les digo que deben ser como los chuchos suizos. Silenciosos. Pero vuelven a ladrar cuando me alejo. No tengo una gran influencia sobre su carácter latino.

Esta tarde de sábado, llevaba en la mochila un limón cortado en ocho partes, que siempre me refresca más que una botella de agua. Lo descuartizo en la cocina blanca de la granja de los caballos, con un cuchillo afilado, cuando mis padres miran la televisión en el comedor. Lo hago a escondidas, para que no crean que he enloquecido mientras envuelvo esos trozos de cítrico con film elástico transparente.

Esta tarde de sábado, llevaba en la mochila una novela de Dashiell Hammett: Collita roja. Leí un capítulo en esas escaleras rotas de piedra que bajan al canal, donde le gustaba bañarse al señor Gris. Devoré esa obra hace años y ahora quiero recuperarla (como me gusta recuperar el recuerdo del viejo perro fiel que ya murió). Prefiero esa relectura de la novela, más que cuando la leí por primera vez.

Esta tarde de sábado, llevaba una bolsa de plástico en la mochila. Recogí un par de kilos de caracoles, después de escarbar la tierra, de que me cogieran agujetas en las partes anteriores de mis muslos y de que me picara un bicho en el antebrazo. Cuatro días después, me sigue escociendo esa zona de mi piel, y continuo con las piernas doloridas. Pero el pequeño Hayden tendrá su comida favorita cuando le lleven de viaje a la tierra de la niebla dentro de poco.

Este sábado por la tarde me senté a fumar con las piernas colgando sobre el canal. La vegetación era exuberante tras las últimas lluvias, y entre las gramíneas estallaban brotes de amapolas. Llegaba la corriente negra del agua a algunos campos, a través de los ojos esporádicos de los pozos, para regarlos. Rugía allí, como queriendo afirmar que conducía la vida. Sentado, con las piernas colgando sobre el canal, oía pájaros. Miraba la naturaleza. Allí me sentía a gusto. Quizá Ana tenía razón y sólo sé sentirme feliz al aire libre.

Este sábado por la tarde, cuando escuché las campanadas que tocaban las ocho menos diez de la tarde, puntuales, en el campanario lejano, pensé en regresar a casa. Despegué el trasero del bordillo sobre el flujo de agua, y a mi espalda descubrí un arco iris inesperado y pefecto. Me asombró que estuviera allí, sin avisar. Ni siquiera había llovido en los tres kilómetros por los que transité. Nacía en una iglesia y moría en la sierra del sur. Lo observé un largo rato, tan perfecto, con su curva de colores, mientras marchaba por el camino de Duran.

Saqué el teléfono móvil del bolsillo de mi viejo forro polar verde, y llamé para contárselo. Pero Adi no estaba en casa. Seguramente ella también es más feliz al aire libre. Caminando.