domingo, abril 25, 2010

Sospechosos habituales



Tengo de nuevo al miserable resfriado instalado en mi sistema respiratorio. Es la cuarta vez (quizá la quinta -ya he perdido la cuenta) que este invierno y primavera se llena la cesta con papel de cocina lleno de mocos. El jodido virus me ha tomado cariño.

No me sentía tan enfermizo desde que era pequeño y llevaba un sombrero de paja que me venía grande. Entonces me cuidaban los mayores. Ahora me tomo un ibuprofeno y me agarro a la almohada esperando despertar mañana. Quizá mis defensas estén derrotadas. O quizá -lo más probable- alguien me contamina a conciencia con su spray de las bromas pesadas.

Tengo a varios sospechosos de contagiarme el resfriado.

1. La pintora y el jardinero fiel.

Hace unos días acudí al taller de la pintora, descendiendo los torrentes de Gràcia en canoa. Está de reformas, y necesitaba que le echara una mano para retirar diversos obstáculos del camino de los albañiles. Me prometió que un amigo común me ayudaría a subir el sofá-cama al altillo. Pesaba lo suyo. Pero el jardinero fiel se limitó a dirigir mis movimientos, con sus tics de director de orquesta, mientras mis piernas temblaban avanzando penosamente peldaño a peldaño, con el mueble abrazado como una bailarina algo rígida, por las escaleras hacia ese Everest del altillo. Luego subí la nevera de dos puertas, el lavaplatos, el tresillo (procurando que la vajilla no se hiciera añicos). Trasladé a las alturas los ciento un dálmatas de porcelana de la pintora (tamaño natural), y las cajas con mil discos de Bruce Springsteen, mientras ella se largaba a tomar una cerveza al bar de la esquina con el jardinero fiel. Me halagó que confiara ciegamente en mí: habría podido robarle uno de los chuchos de pega en su ausencia. Así que continué con la mudanza interna, pegándome invariablemente un coscorrón en la viga cada vez que llegaba al final de las escaleras. En ese techo bajo. Antes de marcharse dando un portazo, quizá uno de ellos aprovechó para fumigar la vivienda con el virus del resfriado.

2. La mujer elegante y el pequeño faraón Nil.

El sábado pasado, quedé con la mujer elegante en un lugar especial y poco concurrido: la puerta principal del FNAC. A las cinco, que para ella siempre son las cinco y media (me parece de muy mala educación la gente que piensa que tu tiempo tiene menos valor que el suyo. En la cuestión de la puntualidad, soy tremendamente británico). Caminamos a la secreta plaza de Joan Coromines, donde había una feria de libros para niños. Nos sentamos sobre unas colchonetas, entre enanos de parvulario, para que una chica disfrazada de Alicia en el país de las maravillas nos contara un cuento. También encontramos una muestra escondida de dibujos preciosos. Eran delicados, y nos abrían los ojos como si fuéramos de nuevo pequeños. A la salida, por casualidad, coincidimos con los Hayden. Llevaban de la mano al pequeño faraón Nil para que disfrutara de ese entorno. Él y la mujer elegante se miraron con complicidad, identificándose rápidamente el uno con el otro. Los dos son tremendos, perfectamente capaces de llevar en su mochila una pistola de agua cargada con virus invisibles, y disparártela a la cara mientras estás distraído.

3. La maîtresse.

El domingo por la tarde, después de comer, no había nadie en las calles de la Barceloneta, salvo esa guiri de ojos transparentes que abandonó junto a un árbol la bicicleta del bicing que había robado en otro barrio. Como ciudadano ejemplar, le llamé la atención. Aseguró sentirse avergonzada y, para reconciliarse con los nativos de la ciudad que visitaba en vacaciones, me permitió acompañarla a pasear por la playa, mientras me hablaba de haute cuisine y también de cómo cocinar la vida. Era francesa, aunque se comportara como una yanqui (comía patatas chips y bebía Coca-cola). Dejamos huellas en la arena deshabitada, para acabar despeinados en el rompeolas, tras pasar ante la fachada del Hotel Vela sin coincidir en si nos gustaba o no. Teníamos la enorme bañera del mediterráneo ante nuestros ojos, sin barquitos de papel entre las olas, esa tarde en que Barcelona era solitaria, en que sólo estábamos ella y yo en el mundo. De regreso al centro de la ciudad, me contó una historia bonita que sucedía en Cuba. Sólo por eso valió la pena conocer a esa mujer de ojos transparentes. Me pidió ayuda para forzar el cierre de otra bicicleta. No tuve valor para reprenderla de nuevo, así que hice palanca con el destornillador. Sacó un vaporizador del bolso, asegurando que le encantaba esa agua de colonia, y me roció en el cuello para que la esnifara. Me introduje en el metro, como un topo, oliendo a turista francesa de vacaciones en Barcelona, mientras la veía desaparecer pedaleando tras ese edificio feo de la plaza Urquinaona.

4. La mujer de los mares del sur, la sirenita y la pintora.

Por Sant Jordi las calles estaban repletas de gente y de vida. La mujer de los mares del sur y yo esquivamos las marabuntas desde buena mañana, caminando por senderos alejados del tumulto, en busca de productos y proyectos en tela para ella. Me gusta seguirla como un perrito. Sabes que no te abandonará, aunque ella camine a su aire, sin mirar atrás, mientras castañetea su lengua contra la bóveda de su garganta para que no te entretengas oliendo en las baldosas el rastro de otros paseantes. Hay que ser ligeramente espabilado para no perder su paso. A mediodía quedamos con la pintora y la sirenita, para comer en un local ruidoso. Alguien pidió un plato de macarrones con una aromática capa de queso encima. Me mareé un poco. Así que la pintora me prestó unos algodones húmedos para tapar mis fosas nasales. Parecía una morsa mientras devoraba mi merluza. Hablamos de sus novios. La misma persona que se atrevió a comer queso en mi presencia hizo la bromita simpática de que el mío está haciendo la mili en Colmenar Viejo. Charlamos de relatos en revistas, de reformas vitales. A la hora del café, comencé a notar la nariz cargada. Extraje los algodones y dejé de ser morsa, para volver a sentirme persona. Pero continuaba notando los conductos nasales asfixiados. Di el primer estornudo. Cuando íbamos a pagar, entró en el local un niño que también estornudaba. En su mano llevaba un sombrero de paja que le venía grande. Salimos a la calle, y vimos a escritores firmando. Programas de radio al aire libre (en una tarima estaba la princesita con su voz que enamora). Autocares llevando y trayendo gente. La ciudad era tumultuosa. Llegué a casa sonándome en el ascensor y me metí en la cama. Me sentía frágil.

Ahora tengo de nuevo al miserable resfriado instalado en mi sistema respiratorio. Es la cuarta vez (quizá la quinta -ya he perdido la cuenta) que este invierno y primavera se llena la cesta con papel de cocina lleno de mocos. El jodido virus me ha tomado cariño.

Estoy convencido de que alguien me ha contagiado adrede. Creo que conozco a la persona culpable. No puedo dar muchas pistas para que no me acuse por difamación. Aparece dos veces en este post. Seguramente es mujer. Probablemente está de reformas. Acaso pinta.

PD: Gràcies per la música, Hayden.

miércoles, abril 14, 2010

A (de Albert o de Atikus)


Para Atikus.

Este sábado fumaba junto al canal de riego de la tierra de la niebla, sentado en una tarima sembrada de hierba con los pies cruzados sobre el caudal de agua. Hacía sol y los manzanos estaban cubiertos de flores blancas que olían discretamente.

Los colores estaban dibujados por niños: el azul del cielo parecía trazado con tizas escolares de cera de la marca Dacs, así como los frutales de un verde neutro. Incluso los pájaros y el sol y la tierra del camino de Duran tenían ese aspecto infantil. Permanecía tranquilo allí, dejando que mi piel se coloreara por primera vez este año en mi rostro y en la parte de mi cuello que dejaba tostar la boca en forma de sonrisa de mi camiseta negra. Me la remangué hasta los hombros mientras leía La soledad de los números primos, de Paolo Giordano, bajo los plataneros. Hacía tiempo que no tenía un texto tan bueno entre las manos:

"Y Alice sonrió pensando que quizá aquélla sería la primera media verdad de los esposos, la primera de las pequeñas grietas que se crean entre dos personas, por las que tarde o temprano la vida introduce su ganzúa y hace palanca".

Normalmente recorro esos parajes en soledad. A veces me acompaña el recuerdo del señor Gris, o aparece el ángel Melahel de repente para quejarse de que el polvo se mete entre las plumas de sus alas y luego tiene trabajo para cepillarlas (es urbanita). Y cuando escucho las campanas festivas en la iglesia del lejano pueblo, poco antes de las ocho de la tarde, regreso a la granja de los caballos.

Cuando soy más feliz en ese lugar, que es el centro de mi mundo, es cuando viene el pequeño Hayden con sus tizas escolares de cera de la marca Dacs para dibujarme cocodrilos en el canal, o dinosaurios en las casetas de los campesinos o tesoros a medio enterrar en los campos labrados antes de que allí crezcan las matas de maíz. Me cuesta reír, pero con él lo hago siempre. Es un pillo que añoraría Mark Twain para sus textos. Con él es imposible llevar una novela en la mochila, porque el niño es un libro en sí mismo, con mil páginas por escribir que te entretienen intentando poner caligrafía en ellas.

Nunca he tenido grandes amigos masculinos, quizá por eso me gusta tanto el pequeño Hayden. Una vez tuve uno. Espero que se siga llamando Albert, porque hace siglos que no sé nada de él. Era el guapo de la clase, pero él no se lo creía. Era amable, discreto, natural, jamás entraba en discusiones con nadie, aceptaba las bromas y no las devolvía. Era bueno haciendo deporte, pero te dejaba ganarle en la carrera para aumentar tu autoestima. Le gustaba el cine, y te prestaba On the road porque le había apasionado la novela. Una mañana la profesora de Biología en el instituto nos propuso que nos uniéramos en grupos de dos personas para recopilar un herbario. Las chicas se pusieron en fila india para pedir que Albert las prefiriera. Pero me eligió a mí, que era el tontito de la clase.

Este sábado, fumaba junto al canal de riego de la tierra de la niebla, sentado en una tarima sembrada de hierba con los pies cruzados sobre el caudal de agua. Hacía sol y leía esa novela fabulosa llamada La soledad de los números primos:

"Los nuevos compañeros que iban tomando asiento le lanzaban miradas aprensivas, sin sonreírle. Algunos cuchicheaban y Mattia estaba seguro de que hablaban de él. Se fijaba en los sitios que quedaban libres, y cuando el que había junto a una chica con las uñas pintadas de rojo fue ocupado, sintió alivio. Al fin la porfesora entró en el aula y Mattia se escurrió hasta el único que había quedado sin ocupar, al lado de la ventana.
-¿Eres tú el nuevo? -le preguntó el compañero, que parecía tan solo como él.

Hace casi treinta años, con Albert recogimos decenas de plantas desconocidas, analizándolas, buscándolas en los libros pesados de la biblioteca municipal, prensándolas entre hojas de periódico, contándonos proyectos de futuro, paseando por el camino de Duran que mucho tiempo después se trazaría con colores Dacs mientras este sábado fumaba junto al canal de riego de la tierra de la niebla recordando todo eso y pensando qué habría sido de él. En soledad. Con el libro que descansaba sobre mis rodillas, a punto de precipitarse al caudal de agua.

La última noticia que tuve de Albert es que vive en una montaña con su hermana y una amiga. Anarquista, como siempre. Le imagino allí. Feliz. Seguramente deja que le ganen en las carreras campo a través.

También imaginaré feliz a Atikus en el futuro, se marche adonde se marche. Siempre pensé que se parecía a Albert: amable, discreto, natural, alguien que jamás entra en discusiones con nadie, que acepta las bromas y no las devuelve. Que es bueno haciendo cualquier cosa, pero te deja ganarle para aumentar tu autoestima. Te echaré de menos, segundo entrenador.

jueves, abril 08, 2010

En espera


Para Emily.

Caen cuatro gotas, que me hacen añorar mi gorra de lana gris. Aunque sea inútil, levanto el cuello de mi chaqueta que ha quedado a dos dedos de los auriculares blancos en los que escucho las últimas novedades de la trama Gürtel y del caso Matas. Son unos espabilados.

Me refugio en una librería en Via Augusta. Me permiten acceder a pesar de mi aspecto. Rasco mis zapatos de Charlot en la alfombrilla de la entrada, en señal de agradecimiento. Compruebo que los bestsellers del escaparate eran sólo una tapadera. En el interior venden títulos picantes. Hay un montón de volúmenes con el Papa en la portada, y títulos del estilo Evangelio para los pobres.

Al menos, tienen sección de literatura infantil. Me dirijo a ella. Aunque hay un apartado para catequistas, también venden simples relatos para todos los públicos. Una niña vestida de colegio de pago asegura a su madre vestida de Gucci que no posee ese título de Gerónimo Stilton. Relame las primeras páginas con su pequeña mirada tras sus gafas de miope antes de que se lo compren, a pesar de que no sea su cumpleaños, mientras se dirigen a la caja de pago. Me quedo solo. Extraigo mi bolígrafo gastado de la mochila y anoto títulos de editoriales con mi pequeña mirada tras mis gafas de miope.

Hace tiempo que busco un editor porque tengo historias escritas para niños. Las he enviado a algunas empresas. Me regalan educadamente esperanzas y silencios (saben repartirlos a partes iguales, por algo son profesionales). Si formara parte de alguna trama Gürtel, si tuviera contactos, quizá no debería ni escribir un texto, porque me los comprarían igualmente.

Salgo de la librería sin que el arco detector me humille. Caen cuatro gotas. Por la calle pasea una anciana con un teckel vestido con un jersey del mismo color que mi gorra añorada. Me observan un momento, y cambian de acera. Ninguno de los dos parece preocupado por la trama Gürtel o porque les publiquen un relato para niños. Tengo ganas de ser viejo. O de convertirme en perro.

En Gal.la Placídia suena mi teléfono móvil que nunca llevo encima, salvo que intuya que ella me va a llamar. Me cuenta que tiene el proyecto de cuidar a una niña con rizos después del verano. Sus padres le regalan esperanzas y silencios (saben repartirlos a partes iguales, por algo son profesionales en eso de contratar a niñeras), pero le duele que su futuro esté en manos de otros. Si formara parte de alguna trama, si tuviera contactos, seguramente podría hacerse cargo de la pequeña mientras se pinta las uñas de los pies. Pero ella es una profesional y siempre cumple bien con su trabajo.

Pulso la tecla de colgar cuando acabamos de hablar. Siguen cayendo cuatro gotas. Estoy junto a un poste del bus urbano. Descubro un ómnibus que primero te remonta a la montaña y luego te baja a la playa. Un largo viaje por un simple clic de la T-10. Tarda en aparecer, mientras la niña con uniforme de colegio de pago pasea frente a la parada leyendo tras sus gafas su libro nuevo de Gerónimo Stilton. Espero el ómnibus. Tengo tiempo. La vida es larga, como esa playa a la que voy a llegar en una horita. Y en la que me voy a descalzar las botas de Charlot para hundir mis pies en esa vida de la que ningún poderoso va a disfrutar jamás. Como hará ella en su playa lejana.

jueves, abril 01, 2010

Príncipe canguro


Una vez fui un príncipe acorazado. Los mejores herreros me fabricaban las armaduras a medida.

Ahora compro zapatos en Don Blandito y camisetas en el mercadillo. O arrastro la cesta de la compra, como si fuera un perro de plástico, por los pasillos del Mercadona, adquiriendo productos de gama blanca, como los doscientos gramos de café clásico natural Hacendado que tomo para escribir a deshoras.

Una vez fui un príncipe viajero. No había velero en el mundo mejor que el que tenía a mi disposición, fuera de noche o de día.

Ahora viajo en el tren de la bruja. Hace una semana, en la estación de Calaf había demasiados rostros de gente que esperaban ese enlace en autocar (porque las vías están levantadas por obras). Eran personas de todas las edades y razas, prendiendo cigarrillos o, simplemente, perdiendo la mirada en el suelo, mientras no aparecía el vehículo que todavía era invisible tras la curva. Nos cargamos de nuestra eterna paciencia.

Una vez fui un príncipe desprendido. No había fiestas más esplendorosas que las mías, con extrañas criaturas llegadas de África con cuernos imposibles en la punta de su hocico, y danzarines espigados y antorchas humanas.

Ahora eran las fiestas en la tierra de la niebla, y el pequeño Hayden y el pequeño faraón Nil corrían como locos de los autos de choque a la súper rampa gravitatoria, esperando que les invitara a montarse en ellos. Les dije que eso era para niños pequeños. Y les pagué cinco disparos en una barraca cutre. Nil no podía con el peso de la escopeta de aire comprimido.

Una vez fui un príncipe sin sobrinos.

Ahora los tengo. Este lunes los cuidé, mientras sus padres acudían a una sesión de cine. El faraón se durmió con el primer cuento del dinosaurio enano que vivía en un libro, mientras sonaba el teléfono. Le pedí al pequeño Hayden que contestara porque no podía sacar mi mano de debajo de la cabecita de su hermano. "Dígame". Lo dijo cuatro veces, sin que nadie contestara.

-Tío, se escuchaba una respiración, pero no respondían.
-Seguramente eran monstruos, que querían saber si estáis solos en casa -le conté tras comprobar que la llamada era de una amiga de su madre. Se llama Elena.
-Tío, ¿de verdad eran monstruos?
-Sí, con toda seguridad.

El pequeño Hayden temblaba de miedo. Así que salimos al rellano. Nos asomamos a la barandilla. Gritamos: "hay alguien" (en catalán). Y regresamos al interior tras cerrar la puerta blindada y comprobar que no había ningún peligro a la vista. Lo acosté en la cama de sus padres, y le pedí que se durmiera porque ya era muy tarde y mañana tenía clase de circo a primera hora.

Me acerqué a la mesa del comedor para cenar, y al minuto él regresó para sentarse a mi lado, con su cabello rubio alborotado. Me observaba fijamente. Le pregunté si tenía hambre, y le serví una tapita de macarrones tras decirme que sí. Comió en silencio. Después dijo con su vocecita: "Tío, contigo me siento seguro. ¿De verdad eran monstruos?".

Volví a sentirme un príncipe con armadura, viajero y espléndido en las fiestas, mientras regresaba a casa remontando el paseo de Sant Joan, tras hacer de canguro. Aunque mi hermana me pegara la bronca, a su regreso del cine, por contarle cuentos de miedo al niño. A deshoras.