Vicky
Hace diez años descubrí internet. Aprendí a enviar correos electrónicos, sin poder mandar ninguno porque no conocía a nadie que en aquella época estuviara conectado a la red. Por eso me dediqué a navegar. Lo primero que busqué fue shark attack, y me asusté con los resultados. Tuve curiosidad por las páginas que hablaban de Sterling Hayden o de las colonias textiles en Terrassa. Alguna vez apreté el botón equivocado y apareció en pantalla una señorita en paños menores que apagué inmediatamente.
Un día supe que se podía hablar con desconocidos on-line. Pasé un tiempo intercambiando recetas culinarias con una abuela de Costa Rica llamada María (me gustaría que leyeras esto, aunque será complicado). Después charlé con una estudiante de Hispánicas de la Universidad de Illinois que me envió por correo ordinario unas estauillas chinas en su viaje por ese país (todavía las conservo Norma).
La primera vez que afiancé una amistad fue con Vicky. Nos cruzamos muchos correos electrónicos. El primero se titulaba Cacaolat. Comenzaba: "Hola Joan. No sé cuándo leerás esto, pero es igual porque no es nada importante. Quería que supieras que lo pasé muy bien en La cueva...". (La cueva es el nombre de un chat de entonces.) Mucho más tarde, busqué su número de teléfono en la guía y la llamé sin decirle nada. Ella hizo lo mismo, días después, sin pronunciar palabra. Eran silencios extraños, quizás de amigos que querían serlo en la vida real. Nos escribimos durante un par de años, hasta que perdimos el contacto, seguramente por mi culpa, en mi mudanza a Barcelona. Ahora duermo a cinco minutos de su piso de entonces y ella vive a una hora de avión de mi apartamento actual, porque se trasladó a una isla. Me cuidó como un ángel durante ese tiempo depresivo. Quizás por eso jamás la he olvidado.
Este fin de semana jugaban a fútbol en el primer canal: España-Dinamarca. Preferí hacer zapping y encontré en BTV el inicio de emisión de Cielo sobre Berlín, de Win Wenders. Es una película que tenía pendiente desde que me aconsejó visionarla una alemana menuda en aquella cocina de Freiburg im Breisgau, con la excusa de que ella había trabajado en la biblioteca que aparece en el film. Fue antes de internet y de Vicky.
Los ángeles Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander) recorren la ciudad dando respaldo -con una mano en el hombro- a la trapecista francesa con alas de pollo ("nuestra historia es la historia de nuestros antepasados"), al historiador moribundo ("si el mundo pierde a su narrador, pierde su infancia"), a la prostituta sin chulo ("era bueno, demasiado bueno, por eso la palmó tan pronto"). Damiel se enamora de la trapecista y pierde sus poderes etéreos. Y no voy a contar más cosas del final de esa pelicula, aunque ya tenga veinte años de antigüedad.
Después de visionar la cinta, quise buscar información sobre mi viejo ángel llamado Vicky en internet. Sólo aparece una entrada en una web sobre crianza natural de bebés. Se ha convertido en terrestre, ha perdido sus alas y tiene una niña que cumplirá 4 años el 28 de marzo. Se llama Anna Caterina, y hace días que no borro la sonrisa de mi boca. La imagino cuidándola como hizo conmigo, adicta al cacaolat.
Un día supe que se podía hablar con desconocidos on-line. Pasé un tiempo intercambiando recetas culinarias con una abuela de Costa Rica llamada María (me gustaría que leyeras esto, aunque será complicado). Después charlé con una estudiante de Hispánicas de la Universidad de Illinois que me envió por correo ordinario unas estauillas chinas en su viaje por ese país (todavía las conservo Norma).
La primera vez que afiancé una amistad fue con Vicky. Nos cruzamos muchos correos electrónicos. El primero se titulaba Cacaolat. Comenzaba: "Hola Joan. No sé cuándo leerás esto, pero es igual porque no es nada importante. Quería que supieras que lo pasé muy bien en La cueva...". (La cueva es el nombre de un chat de entonces.) Mucho más tarde, busqué su número de teléfono en la guía y la llamé sin decirle nada. Ella hizo lo mismo, días después, sin pronunciar palabra. Eran silencios extraños, quizás de amigos que querían serlo en la vida real. Nos escribimos durante un par de años, hasta que perdimos el contacto, seguramente por mi culpa, en mi mudanza a Barcelona. Ahora duermo a cinco minutos de su piso de entonces y ella vive a una hora de avión de mi apartamento actual, porque se trasladó a una isla. Me cuidó como un ángel durante ese tiempo depresivo. Quizás por eso jamás la he olvidado.
Este fin de semana jugaban a fútbol en el primer canal: España-Dinamarca. Preferí hacer zapping y encontré en BTV el inicio de emisión de Cielo sobre Berlín, de Win Wenders. Es una película que tenía pendiente desde que me aconsejó visionarla una alemana menuda en aquella cocina de Freiburg im Breisgau, con la excusa de que ella había trabajado en la biblioteca que aparece en el film. Fue antes de internet y de Vicky.
Los ángeles Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander) recorren la ciudad dando respaldo -con una mano en el hombro- a la trapecista francesa con alas de pollo ("nuestra historia es la historia de nuestros antepasados"), al historiador moribundo ("si el mundo pierde a su narrador, pierde su infancia"), a la prostituta sin chulo ("era bueno, demasiado bueno, por eso la palmó tan pronto"). Damiel se enamora de la trapecista y pierde sus poderes etéreos. Y no voy a contar más cosas del final de esa pelicula, aunque ya tenga veinte años de antigüedad.
Después de visionar la cinta, quise buscar información sobre mi viejo ángel llamado Vicky en internet. Sólo aparece una entrada en una web sobre crianza natural de bebés. Se ha convertido en terrestre, ha perdido sus alas y tiene una niña que cumplirá 4 años el 28 de marzo. Se llama Anna Caterina, y hace días que no borro la sonrisa de mi boca. La imagino cuidándola como hizo conmigo, adicta al cacaolat.