Hanne Hukkelberg
Tenía la noche del domingo planificada en el sofá. Los chicos del Barça chutarían balones en mi transistor. Después habría un impasse de más de dos horas (que aprovecharía para fregar platos, regar las plantas del balcón o leer el dominical del periódico) hasta que comenzara la serie 24 en televisión, con Jack Bauer disfrazado de supermán. Era mi programa de actos en el apartamento, impreso en láser. En la calle había otro diferente por las fiestas de la ciudad. Papa Wenba tocaba en la avenida de la Catedral, en plaza Catalunya tenían un escenario preparado para Mónica Molina y Pastora, en las playas: pirotecnia balear, en el parque del Fòrum actuaban Nena Daconte y Tiziano Ferro, en...
Me pegué un azote en el culo, para despojarme de la camiseta de Deco. (Hay fútbol todo el año.) Me cepillé los dientes y, con la cara lavada y recién peinado, le pedí al señor Gris que se portara bien en mi ausencia para viajar al centro de la tierra en el ómnibus 39, donde me esperaba el fuego de los diablos y sus dragones, la danza de los gigantes, los altavoces retumbando con ritmos distintos.
Deambulé por los escenarios buscando una sensación parecida a la de un gol de Giuly, sin encontrarla. La música étnica tropezaba en el mismo surco del tocadiscos de mi memoria de tanto escucharla; el típico pop español me hizo pasar de largo; los cantadores folk de Catalunya o Francia me relajaron hasta la somnolencia, a pesar del tumulto de personas que aprovechaban las fiestas gratuitas -como hacía yo- para atropellarme a cada instante.
Acabé arrastrado por la marea humana en la placita desconocida para mí de Joan Coromines, angustiada entre los muros de autodefensa del MACBA (Museu d'Art Contemporani de Barcelona) y el CCCB (Centre de Cultura Contemporània de Barcelona), con arbolitos a medio desarrollar en los que descansé la espalda. Andaba fatigado a esas horas y necesitaba sentir la agradable sensación de un sofá vertical. Tenía frente a mí un escenario del BAM (Barcelona Acció Musical) a oscuras, mimetizado en la penumbra general del lugar. Aproveché para realizar una expedición por la zona. Descubrí una puerta de entrada bloqueada a la Facultat de Ciències de la Comunicació Blanquerna. Allí trabaja alguien de quien tengo buenas referencias, aunque desconocía hasta entonces el lugar de su despacho en la ciudad. Miré las ventanas donde su sombra debe caminar a deshoras como un fantasma pensando en si va a aprobar a alguno de sus alumnos, o los va a suspender a todos (como hace siempre). También me fijé en el restaurante donde seguro que analiza detenidamente -vuelta y vuelta- cada grano de arroz del plato antes de introducirlo en su boca. En las tareas del comer ejerce de caracol y funciona lentamente.
Estaba pensando en todo eso, cuando se encendieron los focos y saltaron sobre las tablas cinco noruegos (dos mujeres y tres hombres) con aspecto de bañarse habitualmente en fiordos congelados dándose ánimos con golpes en el pecho y gritando de forma desaforada. Tenía previsto abandonar el lugar a las once y media para hacerle compañía a Jack Bauer en mi apartamento, pero me hipnotizaron con sus baladas lentas casi sin instrumentalizar. Luego cabalgaron en mi ánimo con sus marchas guerreras y el estruendo de acordeones, guitarras eléctricas, teclados, cajas de música, percusiones salvajes, voces al borde de romper los cristales del edificio universitario... me obligó a quedarme allí, paralizado ante tantas sensaciones ocasionadas por su música ecléctica.
No entiendo mucho de bandas, pero es mi concierto del año. Claro que no he asistido a ninguno más (aparte de los de estas fiestas). Aunque hubiera acudido a mil citas musicales, Hanne Hukkelberg sería el mejor grupo de esta temporada, sin duda. Son escandinavos y cantan en inglés temas como Balloon, Conversion, Displaced, Kæft, Little girl, Searching, The successor after the professor, Words and a piece of paper... Los interpretaron uno tras otro con frialdad y energía esa noche de domingo en que el Barça empató a uno a cinco kilómetros de distancia, dirección oeste. Sólo llevan un par de años como formación y apenas han desfilado por placitas desconocidas de Gran Bretaña. Francia y Rusia. En su puesta en escena utilizan desde una bicicleta que colocan invertida para extraer sonidos de su rueda trasera -entre cuyos radios deslizan una especie de batuta-, hasta una sierra con la que le hacen cosquillas a una madera. Me parecieron geniales hasta el punto de desplazar un pie adelante y atrás; mover la cabeza a derecha y a izquierda -como hacía Hanne-; y, en un momento puntual, brincar entre el público moderno de gafas de pasta. Acabaron agradeciendo los doscientos aplausos, incluidos los míos. Y escapé zancando entre los árboles jóvenes de la plaza y las viejas calles del Raval, asustado por posibles atracos en esa parte tremenda de la ciudad. Llegué con el tiempo justo a casa para disfrutar de un Jack Bauer atrapado en la bodega repleta de equipajes de un avión diplomático.
Nunca me ha gustado asistir a conciertos multitudinarios de grupos populares, o leer un bestseller, o veranear en Benidorm. Prefiero descubrir rarezas. Ser de los pocos que tiene el tesoro. Decir que sólo yo estuve allí. Presumir de ello. Exclusivamente un par de centenares de personas vieron en directo a Hanne Hukkelberg, en el que -creo- es su primer concierto del sur de Europa. Estaba entre ellos. Nadie de mi entorno sabe de su existencia y la conocerán a través de mí. (Es una pena que el alcalde no me extendiera una entrada de recuerdo al tratarse de un concierto gratuito.)
Hoy me ha llamado una persona para contarme su fin de semana. Básicamente me ha enumerado sus múltiples cenas (¿por qué cenará tantas veces esa mujer?).
-¿Y has ido a algún concierto de la Mercè? -le he preguntado buscando la excusa para introducir mi "gran tema".
-Poca cosa. Después de cenar en el Pla dels Angels vimos a un grupo que tenía una bicicleta girada sobre el escenario, noruegos creo. No estaban mal, pero llegamos tarde y sólo escuchamos los últimos temas. ¿Y tú, qué has visto?
Me pegué un azote en el culo, para despojarme de la camiseta de Deco. (Hay fútbol todo el año.) Me cepillé los dientes y, con la cara lavada y recién peinado, le pedí al señor Gris que se portara bien en mi ausencia para viajar al centro de la tierra en el ómnibus 39, donde me esperaba el fuego de los diablos y sus dragones, la danza de los gigantes, los altavoces retumbando con ritmos distintos.
Deambulé por los escenarios buscando una sensación parecida a la de un gol de Giuly, sin encontrarla. La música étnica tropezaba en el mismo surco del tocadiscos de mi memoria de tanto escucharla; el típico pop español me hizo pasar de largo; los cantadores folk de Catalunya o Francia me relajaron hasta la somnolencia, a pesar del tumulto de personas que aprovechaban las fiestas gratuitas -como hacía yo- para atropellarme a cada instante.
Acabé arrastrado por la marea humana en la placita desconocida para mí de Joan Coromines, angustiada entre los muros de autodefensa del MACBA (Museu d'Art Contemporani de Barcelona) y el CCCB (Centre de Cultura Contemporània de Barcelona), con arbolitos a medio desarrollar en los que descansé la espalda. Andaba fatigado a esas horas y necesitaba sentir la agradable sensación de un sofá vertical. Tenía frente a mí un escenario del BAM (Barcelona Acció Musical) a oscuras, mimetizado en la penumbra general del lugar. Aproveché para realizar una expedición por la zona. Descubrí una puerta de entrada bloqueada a la Facultat de Ciències de la Comunicació Blanquerna. Allí trabaja alguien de quien tengo buenas referencias, aunque desconocía hasta entonces el lugar de su despacho en la ciudad. Miré las ventanas donde su sombra debe caminar a deshoras como un fantasma pensando en si va a aprobar a alguno de sus alumnos, o los va a suspender a todos (como hace siempre). También me fijé en el restaurante donde seguro que analiza detenidamente -vuelta y vuelta- cada grano de arroz del plato antes de introducirlo en su boca. En las tareas del comer ejerce de caracol y funciona lentamente.
Estaba pensando en todo eso, cuando se encendieron los focos y saltaron sobre las tablas cinco noruegos (dos mujeres y tres hombres) con aspecto de bañarse habitualmente en fiordos congelados dándose ánimos con golpes en el pecho y gritando de forma desaforada. Tenía previsto abandonar el lugar a las once y media para hacerle compañía a Jack Bauer en mi apartamento, pero me hipnotizaron con sus baladas lentas casi sin instrumentalizar. Luego cabalgaron en mi ánimo con sus marchas guerreras y el estruendo de acordeones, guitarras eléctricas, teclados, cajas de música, percusiones salvajes, voces al borde de romper los cristales del edificio universitario... me obligó a quedarme allí, paralizado ante tantas sensaciones ocasionadas por su música ecléctica.
No entiendo mucho de bandas, pero es mi concierto del año. Claro que no he asistido a ninguno más (aparte de los de estas fiestas). Aunque hubiera acudido a mil citas musicales, Hanne Hukkelberg sería el mejor grupo de esta temporada, sin duda. Son escandinavos y cantan en inglés temas como Balloon, Conversion, Displaced, Kæft, Little girl, Searching, The successor after the professor, Words and a piece of paper... Los interpretaron uno tras otro con frialdad y energía esa noche de domingo en que el Barça empató a uno a cinco kilómetros de distancia, dirección oeste. Sólo llevan un par de años como formación y apenas han desfilado por placitas desconocidas de Gran Bretaña. Francia y Rusia. En su puesta en escena utilizan desde una bicicleta que colocan invertida para extraer sonidos de su rueda trasera -entre cuyos radios deslizan una especie de batuta-, hasta una sierra con la que le hacen cosquillas a una madera. Me parecieron geniales hasta el punto de desplazar un pie adelante y atrás; mover la cabeza a derecha y a izquierda -como hacía Hanne-; y, en un momento puntual, brincar entre el público moderno de gafas de pasta. Acabaron agradeciendo los doscientos aplausos, incluidos los míos. Y escapé zancando entre los árboles jóvenes de la plaza y las viejas calles del Raval, asustado por posibles atracos en esa parte tremenda de la ciudad. Llegué con el tiempo justo a casa para disfrutar de un Jack Bauer atrapado en la bodega repleta de equipajes de un avión diplomático.
Nunca me ha gustado asistir a conciertos multitudinarios de grupos populares, o leer un bestseller, o veranear en Benidorm. Prefiero descubrir rarezas. Ser de los pocos que tiene el tesoro. Decir que sólo yo estuve allí. Presumir de ello. Exclusivamente un par de centenares de personas vieron en directo a Hanne Hukkelberg, en el que -creo- es su primer concierto del sur de Europa. Estaba entre ellos. Nadie de mi entorno sabe de su existencia y la conocerán a través de mí. (Es una pena que el alcalde no me extendiera una entrada de recuerdo al tratarse de un concierto gratuito.)
Hoy me ha llamado una persona para contarme su fin de semana. Básicamente me ha enumerado sus múltiples cenas (¿por qué cenará tantas veces esa mujer?).
-¿Y has ido a algún concierto de la Mercè? -le he preguntado buscando la excusa para introducir mi "gran tema".
-Poca cosa. Después de cenar en el Pla dels Angels vimos a un grupo que tenía una bicicleta girada sobre el escenario, noruegos creo. No estaban mal, pero llegamos tarde y sólo escuchamos los últimos temas. ¿Y tú, qué has visto?