Chez moi
La mañana del domingo fue frenética en nuestro abandono del domicilio Hayden, después de las vacaciones clandestinas disfrutadas allí.
Descolgué los bañadores -estilo retro- del tendedero, recorrí las habitaciones con la aspiradora (cuyo depósito se llenó con pelos del señor Gris), fregué el suelo con detergente olor a Marsella, extendí las sábanas del pequeño Hayden en su cama, lavé los cacharros del desayuno, bajé las persianas a media asta, recogí las bolsas de basura, y cerré con llave mientras el perro lanzaba un ladrido cariñoso de despedida al hotel donde lo habíamos pasado verdaderamente bien.
Estábamos en la acera de la calle cuando mi mente olvidadiza recordó un detalle pasado por alto, sin duda el más importante. Desandamos deprisa el camino, entramos en la vivienda, me dirigí al armario donde había localizado la botella de brandy del señor Hayden -escondida tras unos manteles de mesa de comedor-, la tomé entre mis manos enfundadas en guantes de plástico de la frutería del Caprabo y la froté a fondo con un trapo húmedo. El sargento es experto en huellas dactilares, y mirando la ampolla a contraluz seguramente leería las mías (que me hizo estampar -tintando mis dedos en un cartoncito- la primera vez que me entregaron copia de sus llaves).
Todo estaba finalmente en orden. Al alcanzar la esquina, escuchamos un automóvil que se acercaba a toda velocidad, para frenar bruscamente y marcar los neumáticos en el asfalto frente al que fue nuestro hogar durante diez días. La señora Hayden descendió del vehículo, perseguida por su somnoliento hijo, para descargar las maletas y regalos que formaban un puzzle en el portaequipaje. Entre tanto, él arreglaba su peinado cobrizo con sus manos enfundadas en elegantes guantes de rejilla especiales para participar en carreras de autos locos. El señor Gris y yo levantamos una patita en señal de bienvenida, escondidos en el chaflán.
La mañana era húmeda y el perro aireó la lengua en nuestro camino en dirección a la Sagrada Família. Compré algunas postales de recuerdo y otras para enviar a la gente que merece la pena. Las escribí con diferentes textos desde el sofá de nuestro pisito (que ahora nos parece todavía más pequeño). Pasé los sellos por la lengua del señor Gris y las deposité en el buzón frente al estanco del tipo desagradable.
Mientras volaban en diferentes direcciones, aproveché para reencontrarme con el barrio: la pescadería del mercado, el quiosco de la calle Verdi, la oficina de correos, la librería de la muchacha triste. Paseé al Turó Parc después de tantos días de ausencia. En el crepúsculo del día, me senté en un banco y contemplé las carreras de galgos de la gente rica sobre la grama de la zona norte. Me sentí, por fin, en casa.
A los dos días me llamaron los Hayden. Me habían traído recuerdos de Bretaña (el más bonito es un calendario 2007 con vacas de esa región francesa en blanco y negro). El sobrino se acercó con libros infantiles comprados allí, y quiso que le leyera uno. Comencé a convertir las "au" en "o", e intenté traducirle cada frase al catalán. Protestó: sólo quería escucharme en francés porque le gustaba el acento galo, y le hacía reír que pusiera morritos. Entre los cuentos, el sargento apareció disgustado en el comedor con su botella de brandy en la mano. La había pesado antes de partir y le faltaban unos cincuenta gramos según sus cálculos. Agaché la mirada hacia el libro de relatos -sin evitar un cierto sofoco-, mientras escuchaba a mi hermana decir que las botellas sudan en verano y se evapora su contenido.
El señor Gris salió cojeando de debajo de la mesa para mirar la botella y mirarme a mí.
Descolgué los bañadores -estilo retro- del tendedero, recorrí las habitaciones con la aspiradora (cuyo depósito se llenó con pelos del señor Gris), fregué el suelo con detergente olor a Marsella, extendí las sábanas del pequeño Hayden en su cama, lavé los cacharros del desayuno, bajé las persianas a media asta, recogí las bolsas de basura, y cerré con llave mientras el perro lanzaba un ladrido cariñoso de despedida al hotel donde lo habíamos pasado verdaderamente bien.
Estábamos en la acera de la calle cuando mi mente olvidadiza recordó un detalle pasado por alto, sin duda el más importante. Desandamos deprisa el camino, entramos en la vivienda, me dirigí al armario donde había localizado la botella de brandy del señor Hayden -escondida tras unos manteles de mesa de comedor-, la tomé entre mis manos enfundadas en guantes de plástico de la frutería del Caprabo y la froté a fondo con un trapo húmedo. El sargento es experto en huellas dactilares, y mirando la ampolla a contraluz seguramente leería las mías (que me hizo estampar -tintando mis dedos en un cartoncito- la primera vez que me entregaron copia de sus llaves).
Todo estaba finalmente en orden. Al alcanzar la esquina, escuchamos un automóvil que se acercaba a toda velocidad, para frenar bruscamente y marcar los neumáticos en el asfalto frente al que fue nuestro hogar durante diez días. La señora Hayden descendió del vehículo, perseguida por su somnoliento hijo, para descargar las maletas y regalos que formaban un puzzle en el portaequipaje. Entre tanto, él arreglaba su peinado cobrizo con sus manos enfundadas en elegantes guantes de rejilla especiales para participar en carreras de autos locos. El señor Gris y yo levantamos una patita en señal de bienvenida, escondidos en el chaflán.
La mañana era húmeda y el perro aireó la lengua en nuestro camino en dirección a la Sagrada Família. Compré algunas postales de recuerdo y otras para enviar a la gente que merece la pena. Las escribí con diferentes textos desde el sofá de nuestro pisito (que ahora nos parece todavía más pequeño). Pasé los sellos por la lengua del señor Gris y las deposité en el buzón frente al estanco del tipo desagradable.
Mientras volaban en diferentes direcciones, aproveché para reencontrarme con el barrio: la pescadería del mercado, el quiosco de la calle Verdi, la oficina de correos, la librería de la muchacha triste. Paseé al Turó Parc después de tantos días de ausencia. En el crepúsculo del día, me senté en un banco y contemplé las carreras de galgos de la gente rica sobre la grama de la zona norte. Me sentí, por fin, en casa.
A los dos días me llamaron los Hayden. Me habían traído recuerdos de Bretaña (el más bonito es un calendario 2007 con vacas de esa región francesa en blanco y negro). El sobrino se acercó con libros infantiles comprados allí, y quiso que le leyera uno. Comencé a convertir las "au" en "o", e intenté traducirle cada frase al catalán. Protestó: sólo quería escucharme en francés porque le gustaba el acento galo, y le hacía reír que pusiera morritos. Entre los cuentos, el sargento apareció disgustado en el comedor con su botella de brandy en la mano. La había pesado antes de partir y le faltaban unos cincuenta gramos según sus cálculos. Agaché la mirada hacia el libro de relatos -sin evitar un cierto sofoco-, mientras escuchaba a mi hermana decir que las botellas sudan en verano y se evapora su contenido.
El señor Gris salió cojeando de debajo de la mesa para mirar la botella y mirarme a mí.
2 Comments:
La llibreria de la "muchacha triste" és la de "El Cisne"??
Gràcies per la teva reposta electrònica. De tant en tant la meva vida es torna caòtica i em falta temps per tot. En quant tingui un moment de calma et contestaré.
Una abraçada!
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