Abierto en domingo
Los domingos siempre me han parecido tristes; ideales para saltarlos de una zancada -o con pértiga-, y alcanzar el territorio firme en la orilla de un lunes cualquiera. Pero eso no es posible y duran veinticuatro horas, como el resto de jornadas.
Cuando he tenido mala semana -como es el caso-, todavía me siento peor en día festivo. Paseo con las manos en los bolsillos recordando los conflictos, a pesar de la música a alto volumen en los auriculares. Entonces busco rincones en la ciudad donde se respire un cierto aire cotidiano, que me evadan del tiempo libre.
Sólo conozco uno: la pequeña oficina de Correos que cierra a las diez de la noche, incluso en domingo, en la parte vieja de la ciudad (calle del Sots-tinent Navarro). Antes abrían al público el magnífico edificio de aire clasicista que acoge la sede central de Correos (plaza Antonio López), donde el tiempo no transcurre mientras contemplas las pinturas de Canyelles, Labarta, Obiols o Galí en el vestíbulo. Pero el verano pasado encontré sus verjas cerradas por sorpresa. Una sudamericana atractiva, con gorrita de béisbol y labios ensangrentados, me pidió si podía leerle el cartelito lejano, ya que había olvidado sus gafas en el hotel. Le expliqué que la atención al cliente se había trasladado a una callejuela cercana, y me tomó del brazo para no tropezar -por su miopía- con los adoquines y los socavones de la vieja Barcelona hacia el lugar, charlando de su Venezuela que descubrí hace pocos años.
Le conté que aprendí a montar a caballo en una explotación ganadera de Yaracuy. (Ana pidió que ensillaran a Mansito, y el capataz apareció con una bestia de tres o cuatro metros de altura, de mirada penetrante y agreste. Entre todos los trabajadores de la finca consiguieron elevarme con sus manos en mis posaderas hasta alcanzar la silla y tomar los mandos del animal. Cuando me instruí en dirigirle a derecha e izquierda y a dominar el sooo y el arreee, a trote pausado, ella dirigió su montura hacia una zona pantanosa. La seguí confiado. Estaba repleta de caimanes, cuya máxima envergadura no sobrepasaría los dos metros. Pegó un azote en las nalgas de Mansito que arrancó a correr desbocado a escasa distancia de los reptiles, mientras escuchaba su voz que se alejaba entre risas: "Si te caes se te comen gallego". Me esmeré en no descabalgarme en esa primera clase de equitación de método novedoso. Además -y por precaución-, Ana tenía su rifle desenfundado por si no era tan buen alumno como ella creía.)
La muchacha miope de Venezuela desconfió de mi historia, porque era natural de Caracas y allí no abundan los caballos. Ni los caimanes. Le cedí el primer turno en la oficina de Correos y aguardé a que realizara su envío transoceánico, antes de despedirnos hasta el día del juicio final.
En mis domingos actuales, le compro 10 estampillas de 29 céntimos al funcionario cordial que debe rondar cercano a la jubilación (forma parte de mi panorama vital desde hace diez años, porque antes él trabajaba en la oficina de envíos masivos y yo me dedico al márketing directo). Tiene una cara cercana a la de James Stewart: canea en las sienes y sonríe con su mirada gris en los anocheceres de domingo. En ocasiones le doy un paquete contra reembolso o facturas certificadas. Su aspecto amable nunca varía, sea cual sea el producto entregado en mano. Me sostiene alegre que ambos trabajemos en día festivo y que no mostremos mala cara por hacerlo. Al fin y al cabo, estar ocupado es el mejor antídoto contra la tristeza.
En el crepúsculo, he regresado a la zona norte en un autobús desconocido que me ha descargado cerca del Turó Parc, mientras recordaba la sonrisa del funcionario. Es la única buena cara de esta semana. Supongo que es mi castigo por haberme portado francamente mal con alguien que me cuidaba mucho y a quien he perdido porque no la he sabido cuidar. En mi apartamento suena Better Man de Pearl Jam, esperando el nuevo día (otra vez jodidamente festivo por la Diada de Catalunya). No sé qué voy a mandar por correo.
Cuando he tenido mala semana -como es el caso-, todavía me siento peor en día festivo. Paseo con las manos en los bolsillos recordando los conflictos, a pesar de la música a alto volumen en los auriculares. Entonces busco rincones en la ciudad donde se respire un cierto aire cotidiano, que me evadan del tiempo libre.
Sólo conozco uno: la pequeña oficina de Correos que cierra a las diez de la noche, incluso en domingo, en la parte vieja de la ciudad (calle del Sots-tinent Navarro). Antes abrían al público el magnífico edificio de aire clasicista que acoge la sede central de Correos (plaza Antonio López), donde el tiempo no transcurre mientras contemplas las pinturas de Canyelles, Labarta, Obiols o Galí en el vestíbulo. Pero el verano pasado encontré sus verjas cerradas por sorpresa. Una sudamericana atractiva, con gorrita de béisbol y labios ensangrentados, me pidió si podía leerle el cartelito lejano, ya que había olvidado sus gafas en el hotel. Le expliqué que la atención al cliente se había trasladado a una callejuela cercana, y me tomó del brazo para no tropezar -por su miopía- con los adoquines y los socavones de la vieja Barcelona hacia el lugar, charlando de su Venezuela que descubrí hace pocos años.
Le conté que aprendí a montar a caballo en una explotación ganadera de Yaracuy. (Ana pidió que ensillaran a Mansito, y el capataz apareció con una bestia de tres o cuatro metros de altura, de mirada penetrante y agreste. Entre todos los trabajadores de la finca consiguieron elevarme con sus manos en mis posaderas hasta alcanzar la silla y tomar los mandos del animal. Cuando me instruí en dirigirle a derecha e izquierda y a dominar el sooo y el arreee, a trote pausado, ella dirigió su montura hacia una zona pantanosa. La seguí confiado. Estaba repleta de caimanes, cuya máxima envergadura no sobrepasaría los dos metros. Pegó un azote en las nalgas de Mansito que arrancó a correr desbocado a escasa distancia de los reptiles, mientras escuchaba su voz que se alejaba entre risas: "Si te caes se te comen gallego". Me esmeré en no descabalgarme en esa primera clase de equitación de método novedoso. Además -y por precaución-, Ana tenía su rifle desenfundado por si no era tan buen alumno como ella creía.)
La muchacha miope de Venezuela desconfió de mi historia, porque era natural de Caracas y allí no abundan los caballos. Ni los caimanes. Le cedí el primer turno en la oficina de Correos y aguardé a que realizara su envío transoceánico, antes de despedirnos hasta el día del juicio final.
En mis domingos actuales, le compro 10 estampillas de 29 céntimos al funcionario cordial que debe rondar cercano a la jubilación (forma parte de mi panorama vital desde hace diez años, porque antes él trabajaba en la oficina de envíos masivos y yo me dedico al márketing directo). Tiene una cara cercana a la de James Stewart: canea en las sienes y sonríe con su mirada gris en los anocheceres de domingo. En ocasiones le doy un paquete contra reembolso o facturas certificadas. Su aspecto amable nunca varía, sea cual sea el producto entregado en mano. Me sostiene alegre que ambos trabajemos en día festivo y que no mostremos mala cara por hacerlo. Al fin y al cabo, estar ocupado es el mejor antídoto contra la tristeza.
En el crepúsculo, he regresado a la zona norte en un autobús desconocido que me ha descargado cerca del Turó Parc, mientras recordaba la sonrisa del funcionario. Es la única buena cara de esta semana. Supongo que es mi castigo por haberme portado francamente mal con alguien que me cuidaba mucho y a quien he perdido porque no la he sabido cuidar. En mi apartamento suena Better Man de Pearl Jam, esperando el nuevo día (otra vez jodidamente festivo por la Diada de Catalunya). No sé qué voy a mandar por correo.
3 Comments:
Better Man es de las más brillantes de Vitalogy. Sí señor, buen gusto. Tuve el inmenso placer de verlos en Badalona hace dos viernes y fue estratosférico. La verdad es que ahora no recuerdo si tocaron Better Man.
Es admirable tu soltura para moverte por aguas pantanosas con caimanes. Es una metáfora de la vida urbana?
Hola Colomet, lo siento pero no tengo oído musical. Better Man es un tema que me recomendaron y que me gustó.
Y lo de los caimanes no es una metáfora. Fue una broma que me gastó una persona, y el único peligro real era que me descabalgara y me rompiera algo. Los caimanes prefieren tragar peces que personas.
Gracias por el comentario.
Pues vaya bromitas. Sin duda hay más gente que personas.
Bueno, ahora prueba con Corduroy, del mismo álbum. Por cierto, ya me ha llegado la grabación pirata del concierto de Badalona y sí, tocaron Better Man.
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