Fondo de armario
Según el calendario permanecemos en verano, y me comporto consecuentemente. Me extrañó que no estuviera el cobrador en la puerta de las piscinas municipales de la tierra del sol (que pronto volverá a ser la tierra de la niebla), que hubieran quitado el tapón del desagüe de las balsas, que en la grama sólo permaneciera extendida mi toalla, que dispusiera de una hectárea completa de instalaciones recreativas sólo para mí.
Al menos, las duchas funcionaban y apenas había moscas. Abrí la novela Middlesex por el punto de libro que es un billete de tren. Entonces, Cal Stephanides me contó: "Invité a Julie Kikuchi a pasar el fin de semana fuera. En Pomerania. La idea era ir en coche a Usedom, una isla del Báltico, y alojarnos en un antiguo centro turístico que gozó de la estima de Guillermo II. Insistí en poner de relieve que tendríamos habitaciones separadas. Como era fin de semana, traté de vestirme con ropa informal. Para mí no es fácil. Me puse un jersey de pelo de camello. de cuello vuelto, chaqueta de tweed y pantalones vaqueros. Con zapatos de Edward Green, de color burdeos y hechos a mano. Este modelo en concreto, llamado Dundee, parece muy de vestir hasta que se ve la suela de goma moldeada. El cuero tiene doble espesor. El Dundee es un zapato concebido para recorrer la finca, para pisotear el barro con corbata y los spaniels detrás. Tuve que esperar meses a que me los entregaran. En la caja decía: Edward Green, maestro zapatero para gente poco común. Eso soy yo, exactamente. Poco común".
No revoloteaban moscas, las duchas funcionaban y nadie me molestaba. Pero, para que la escena fuera ciertamente idílica, me faltaba el jersey de pelo de camello del protagonista de la novela de Jeffrey Eugenides, porque el cielo andaba oscurecido y el viento de poniente me obligó a sacar la toalla de debajo de mi cuerpo, para cubrirme con ella; aunque apenas estábamos en el ecuador de septiembre.
Antes los veranos duraban todo el verano. Ahora se diluyen como la arena de Cayo Sal entre mis dedos, en un visto y no visto.
Las recientes lluvias dejaron embarrados los caminos de la tierra del sol (que pronto volverá a ser la tierra de la niebla); con huellas de tractores de los propietarios de las fincas, huellas de todoterrenos de los encargados, huellas de motos de los capataces, huellas de bicicletas de los peones de piel más oscura que la nuestra. Todos se apuraban para acabar de recolectar las frutas que maduraban en los árboles en este verano efímero.
En cualquier esquina aparecía un hombre negro pedaleando apremiado; en cualquier cruce de caminos había un grupo de magrebís marchando a paso militar junto a los tallos secos de las matas de hinojo; bajo un cielo ensangrentado, con nubes de algodón que pretendían sanarlo. El viento azotaba sus pieles para preguntarles por qué habían salido a campo abierto en camiseta promocional si ya estábamos en septiembre. (Quizás porque no tenían nada más que ponerse.) Sólo descubrieron que el verano era cosa del pasado cuando sus jefes dieron las órdenes del día ataviados con botas de suela de goma, pantalones gruesos de algodón y chaquetas acolchadas. Los manzanos estaban húmedos de rocío y lluvia, las ramas salpicaban los cuerpos estivales al paso del tractor, el suelo metálico era resbaladizo bajo el fango acumulado en unas frágiles alpargatas rebozadas con fango.
La señora Sofía preparó una montaña con mi ropa vieja para entregarla a los africanos que están empleados en la finca de sus amigos, y sólo pude pactar el rescate de una camisa y dos t-shirts aduciendo que eran antiguos obsequios y que no se podían regalar. Ambos somos absolutamente contrarios a la presencia de inmigrantes masivos en nuestras vidas; pero ella tiene ese instinto maternal innato que le impide comportarse mal con un ser humano. Y yo no he sido nunca madre (aunque, este fin de semana contemplé algo que llevaba años sin ver: unos caracoles -sin orden geométrico- depositaban su legado en agujeros bajo la bóveda gris. Los huevos transparentes -algo tan delicado- quedaron a media intemperie, con vida dentro, y los fui esquivando con mis botas como en un juego acrobático.)
Regresé a la metrópolis en el tren del sur. Su paso transcurre primero entre llanos de fruta dulce y viñas; después junto a montes de escasa envergadura y, finalmente, se precipita en un camino paralelo al mar. Buscaba un último guiño de este verano fugaz. No lo encontré en las persianas clausuradas de los apartamentos de temporada, ni en las calles solitarias de sus municipios. En las playas (entre páramos agrestes con tallos azotados por el viento) quedaban únicamente viejos pescadores de caña y nostálgicos paseantes con gorrita, pantalón corto sobre la rodilla, jersey de manga larga y mochila. Los chiringuitos cerrados en las ensenadas lucharían contra el salitre hasta el verano siguiente.
Sólo en un golf de nueve hoyos descubrí algo parecido a la felicidad estival eterna. Los deportistas medían la distancia del put ataviados de verano: polo Lacoste, pantaloncito claro, calzado Footjoy en blanco y negro y paraguas Callaway por si llovía en ese día hermafrodita. Les seguían los caddies abrigados de otoño. Todo lo contrario que en la tierra del sol: los ricos con vestimenta ligera y los humildes bien tapados. No se lo contaré a la señora Sofía, no vaya a ser que les envíe lo poco que queda de mi ropa otoñal a esos deportistas domingueros que extravían pelotas compactas en el Mediterráneo.
El mar se alejaba, y el tren acometía la entrada en la gran Barcelona. Entre mis dedos se diluía mi verano y sus recuerdos: alegres y amargos: la doble "a". Con el frío deberé buscar acomodo en lugares a cubierto, en lugar de pasear, ejercer de foca en una piscina municipal o vagabundear por una playa. Quizás vuelva a asistir al cine. Espero que sigan permitiendo fumar en las salas, como sucedía antaño.
Al menos, las duchas funcionaban y apenas había moscas. Abrí la novela Middlesex por el punto de libro que es un billete de tren. Entonces, Cal Stephanides me contó: "Invité a Julie Kikuchi a pasar el fin de semana fuera. En Pomerania. La idea era ir en coche a Usedom, una isla del Báltico, y alojarnos en un antiguo centro turístico que gozó de la estima de Guillermo II. Insistí en poner de relieve que tendríamos habitaciones separadas. Como era fin de semana, traté de vestirme con ropa informal. Para mí no es fácil. Me puse un jersey de pelo de camello. de cuello vuelto, chaqueta de tweed y pantalones vaqueros. Con zapatos de Edward Green, de color burdeos y hechos a mano. Este modelo en concreto, llamado Dundee, parece muy de vestir hasta que se ve la suela de goma moldeada. El cuero tiene doble espesor. El Dundee es un zapato concebido para recorrer la finca, para pisotear el barro con corbata y los spaniels detrás. Tuve que esperar meses a que me los entregaran. En la caja decía: Edward Green, maestro zapatero para gente poco común. Eso soy yo, exactamente. Poco común".
No revoloteaban moscas, las duchas funcionaban y nadie me molestaba. Pero, para que la escena fuera ciertamente idílica, me faltaba el jersey de pelo de camello del protagonista de la novela de Jeffrey Eugenides, porque el cielo andaba oscurecido y el viento de poniente me obligó a sacar la toalla de debajo de mi cuerpo, para cubrirme con ella; aunque apenas estábamos en el ecuador de septiembre.
Antes los veranos duraban todo el verano. Ahora se diluyen como la arena de Cayo Sal entre mis dedos, en un visto y no visto.
Las recientes lluvias dejaron embarrados los caminos de la tierra del sol (que pronto volverá a ser la tierra de la niebla); con huellas de tractores de los propietarios de las fincas, huellas de todoterrenos de los encargados, huellas de motos de los capataces, huellas de bicicletas de los peones de piel más oscura que la nuestra. Todos se apuraban para acabar de recolectar las frutas que maduraban en los árboles en este verano efímero.
En cualquier esquina aparecía un hombre negro pedaleando apremiado; en cualquier cruce de caminos había un grupo de magrebís marchando a paso militar junto a los tallos secos de las matas de hinojo; bajo un cielo ensangrentado, con nubes de algodón que pretendían sanarlo. El viento azotaba sus pieles para preguntarles por qué habían salido a campo abierto en camiseta promocional si ya estábamos en septiembre. (Quizás porque no tenían nada más que ponerse.) Sólo descubrieron que el verano era cosa del pasado cuando sus jefes dieron las órdenes del día ataviados con botas de suela de goma, pantalones gruesos de algodón y chaquetas acolchadas. Los manzanos estaban húmedos de rocío y lluvia, las ramas salpicaban los cuerpos estivales al paso del tractor, el suelo metálico era resbaladizo bajo el fango acumulado en unas frágiles alpargatas rebozadas con fango.
La señora Sofía preparó una montaña con mi ropa vieja para entregarla a los africanos que están empleados en la finca de sus amigos, y sólo pude pactar el rescate de una camisa y dos t-shirts aduciendo que eran antiguos obsequios y que no se podían regalar. Ambos somos absolutamente contrarios a la presencia de inmigrantes masivos en nuestras vidas; pero ella tiene ese instinto maternal innato que le impide comportarse mal con un ser humano. Y yo no he sido nunca madre (aunque, este fin de semana contemplé algo que llevaba años sin ver: unos caracoles -sin orden geométrico- depositaban su legado en agujeros bajo la bóveda gris. Los huevos transparentes -algo tan delicado- quedaron a media intemperie, con vida dentro, y los fui esquivando con mis botas como en un juego acrobático.)
Regresé a la metrópolis en el tren del sur. Su paso transcurre primero entre llanos de fruta dulce y viñas; después junto a montes de escasa envergadura y, finalmente, se precipita en un camino paralelo al mar. Buscaba un último guiño de este verano fugaz. No lo encontré en las persianas clausuradas de los apartamentos de temporada, ni en las calles solitarias de sus municipios. En las playas (entre páramos agrestes con tallos azotados por el viento) quedaban únicamente viejos pescadores de caña y nostálgicos paseantes con gorrita, pantalón corto sobre la rodilla, jersey de manga larga y mochila. Los chiringuitos cerrados en las ensenadas lucharían contra el salitre hasta el verano siguiente.
Sólo en un golf de nueve hoyos descubrí algo parecido a la felicidad estival eterna. Los deportistas medían la distancia del put ataviados de verano: polo Lacoste, pantaloncito claro, calzado Footjoy en blanco y negro y paraguas Callaway por si llovía en ese día hermafrodita. Les seguían los caddies abrigados de otoño. Todo lo contrario que en la tierra del sol: los ricos con vestimenta ligera y los humildes bien tapados. No se lo contaré a la señora Sofía, no vaya a ser que les envíe lo poco que queda de mi ropa otoñal a esos deportistas domingueros que extravían pelotas compactas en el Mediterráneo.
El mar se alejaba, y el tren acometía la entrada en la gran Barcelona. Entre mis dedos se diluía mi verano y sus recuerdos: alegres y amargos: la doble "a". Con el frío deberé buscar acomodo en lugares a cubierto, en lugar de pasear, ejercer de foca en una piscina municipal o vagabundear por una playa. Quizás vuelva a asistir al cine. Espero que sigan permitiendo fumar en las salas, como sucedía antaño.
5 Comments:
Perdona però... quan temps fa que no vas al cine??
Al Bosque es mengen palomitas, begudes en vasos grans de cartró i mil llaminadures infectes amb gran suroll i poca consideració. Al Verdi també... però dissimuladament.
Fumar? A quin cine has fumat?
Després de la guerra es podia fumar al cinema. I fins fa poc temps també en hospitals, trens, aeroports...
Aviat no es podrà fer ni en restaurants o pel carrer.
I en el futur potser escriuré: "Quizás vuelva a asistir a un restaurante. Espero que sigan permitiendo fumar en las salas como sucedía antaño", i algú em preguntarà: "Fumar? A quin restaurant has fumat?
Me encanta el ritual de sacar la ropa de temporada. Si es cara al verano, gusta contemplar las camisetas escotadas, los pantalones de lino, los tejidos finos... y si es para recibir el invierno, sacar los jerseys con el suave tacto de la lana y el olor a los saquitos de hierba. Oye, tienes que acabar ya Middlesex, ¿no te parece?
Me gustaría que Middlesex nunca se acabara, porque escuchar la voz de Cal un ratito cada noche mejora mi vida. En cualquier caso, lo tengo avanzado.
Yo pongo pastillas de jabón de lavanda entre la ropa.
Gracias por el comentario niña, (mañana igual asisto al pregón de la Lindo).
Espero que vayas, que estoy muy enfadada con Portabella. ¡Con el morbazo que tiene y se mete con la de mi barrio! Ese pavo no sabe cómo las gastamos en Moratalaz!!
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