Agua para revivir
La temperatura se ha elevado para disipar las nieblas de mi tierra, como cada año por estas fechas. De ahora hasta octubre será la patria del calor, un territorio árido como el alma de los canallas que sólo el agua de riego convertirá en hospitalario. Allí he pasado el fin de semana.
El viernes salí de fiesta con el hombre que salva vidas animales. Hacía tiempo que no hablábamos. Por esa falta de entrenamiento vivimos la noche en silencio, consagrando con la mirada a las jóvenes que bailaban en la pista de la discoteca desde nuestro altar en la barra. La camarera nos sirvió un combinado de ginebra con tónica -gin tónic creo que lo llaman ahora los adolescentes y la gente moderna-, y más tarde otro.
Pagamos por rondas, como hacíamos en la discoteca de aquella ciudad alejada del campus universitario cuando teníamos cosas que decirnos, planes futuros que desplegar ante la mirada del otro. Íbamos allí caminando para ahorrarnos el taxi, recorriendo los suburbios peligrosos, cruzando el puente elevado sobre la carretera a toda prisa para que el frío de enero no se instalara en nuestros cuerpos mal abrigados de estudiantes pobres. Antes nos gustaba rememorar esa buena época, pero el viernes nos limitamos a pedir un tercer combinado que mi cuerpo asimiló mal.
El sábado amanecí con la sensación de morir por culpa de la resaca. Deposité un último esfuerzo para escribir la palabra aigua en un papel que enganché al collar del señor Gris. Escuché el sonido característico de sus pezuñas descendiendo ligeras los tres pisos que separan mi dormitorio de la cocina, en la granja de los caballos. Al minuto apareció el pequeño Hayden arrastrando una botella de salvación para el náufrago. Engullí el líquido sin educación, emitiendo sonidos guturales. A cada sorbo se rellenaban las fisuras de mi cuerpo árido y brotaban tallos verdes en mi alma. Pronto estuve en disposición de salir a pasear con el perro.
En mi último trayecto por la zona, las tierras estaban resecas y estériles de vida. Pero el campo comenzaba a despertar tras la resaca del invierno en esa mañana de sábado. Algunas fincas recibían el agua del canal y los agricultores la distribuían por los bancales con sus azadas. Las matas de maíz ya tenían la altura de un conejo con las orejas tiesas, y los embriones de pera se agarraban a los árboles con el tamaño de una rana joven. El señor Gris se arrojó al canal sin pedir permiso, para convertirse en el señor Marrón por culpa del lodo.
La comida se retrasó porque la señora Sofía está acostumbrada a cocinar para ella y su marido, y ese día éramos algunos más. En la espera, el pequeño Hayden jugaba a abrir y cerrar el cesto de los caracoles. Extrajo uno y vino a dispesar mi lectura del periódico en una sombra del patio. Aseguraba que estaba muerto, aunque yo dijera que simplemente descansaba. Para demostrárselo, le conduje al lavadero y deposité el animal boca arriba en la palma de su mano. Abrí el grifo y dibujé una fina lluvia sobre el caracol con mis dedos. Pronto emergieron sus antenas, investigó la región, inició un tímido desplazamiento por el brazo del crío que corrió hacia las faldas de la señora Sofía para mostrarle el milagro de la resurrección, lo que retrasó un poco más el almuerzo.
El comedor era caluroso, a pesar de las ventanas abiertas, y permanecía en silencio mientras degustábamos los platos. El pequeño Hayden despertó nuestro interés, con su filosofía infantil, para preguntarnos: "Per què ens mengem els caragols si són tan bonics?". Lanzó el interrogante después de haber vaciado la última cáscara de su plato, por si acaso la respuesta era frustrante para su afición a comer caracoles a la brasa. A su espalda, mientras rumiábamos la respuesta, permanecía enmarcada una fotografía de él y su abuela frente a una buganvilia con una hemorragia de flores rojas. Los dos sonríen en esa instantánea y es difícil discernir quién tiene más cara de pillo.
El viernes salí de fiesta con el hombre que salva vidas animales. Hacía tiempo que no hablábamos. Por esa falta de entrenamiento vivimos la noche en silencio, consagrando con la mirada a las jóvenes que bailaban en la pista de la discoteca desde nuestro altar en la barra. La camarera nos sirvió un combinado de ginebra con tónica -gin tónic creo que lo llaman ahora los adolescentes y la gente moderna-, y más tarde otro.
Pagamos por rondas, como hacíamos en la discoteca de aquella ciudad alejada del campus universitario cuando teníamos cosas que decirnos, planes futuros que desplegar ante la mirada del otro. Íbamos allí caminando para ahorrarnos el taxi, recorriendo los suburbios peligrosos, cruzando el puente elevado sobre la carretera a toda prisa para que el frío de enero no se instalara en nuestros cuerpos mal abrigados de estudiantes pobres. Antes nos gustaba rememorar esa buena época, pero el viernes nos limitamos a pedir un tercer combinado que mi cuerpo asimiló mal.
El sábado amanecí con la sensación de morir por culpa de la resaca. Deposité un último esfuerzo para escribir la palabra aigua en un papel que enganché al collar del señor Gris. Escuché el sonido característico de sus pezuñas descendiendo ligeras los tres pisos que separan mi dormitorio de la cocina, en la granja de los caballos. Al minuto apareció el pequeño Hayden arrastrando una botella de salvación para el náufrago. Engullí el líquido sin educación, emitiendo sonidos guturales. A cada sorbo se rellenaban las fisuras de mi cuerpo árido y brotaban tallos verdes en mi alma. Pronto estuve en disposición de salir a pasear con el perro.
En mi último trayecto por la zona, las tierras estaban resecas y estériles de vida. Pero el campo comenzaba a despertar tras la resaca del invierno en esa mañana de sábado. Algunas fincas recibían el agua del canal y los agricultores la distribuían por los bancales con sus azadas. Las matas de maíz ya tenían la altura de un conejo con las orejas tiesas, y los embriones de pera se agarraban a los árboles con el tamaño de una rana joven. El señor Gris se arrojó al canal sin pedir permiso, para convertirse en el señor Marrón por culpa del lodo.
La comida se retrasó porque la señora Sofía está acostumbrada a cocinar para ella y su marido, y ese día éramos algunos más. En la espera, el pequeño Hayden jugaba a abrir y cerrar el cesto de los caracoles. Extrajo uno y vino a dispesar mi lectura del periódico en una sombra del patio. Aseguraba que estaba muerto, aunque yo dijera que simplemente descansaba. Para demostrárselo, le conduje al lavadero y deposité el animal boca arriba en la palma de su mano. Abrí el grifo y dibujé una fina lluvia sobre el caracol con mis dedos. Pronto emergieron sus antenas, investigó la región, inició un tímido desplazamiento por el brazo del crío que corrió hacia las faldas de la señora Sofía para mostrarle el milagro de la resurrección, lo que retrasó un poco más el almuerzo.
El comedor era caluroso, a pesar de las ventanas abiertas, y permanecía en silencio mientras degustábamos los platos. El pequeño Hayden despertó nuestro interés, con su filosofía infantil, para preguntarnos: "Per què ens mengem els caragols si són tan bonics?". Lanzó el interrogante después de haber vaciado la última cáscara de su plato, por si acaso la respuesta era frustrante para su afición a comer caracoles a la brasa. A su espalda, mientras rumiábamos la respuesta, permanecía enmarcada una fotografía de él y su abuela frente a una buganvilia con una hemorragia de flores rojas. Los dos sonríen en esa instantánea y es difícil discernir quién tiene más cara de pillo.