Basuritas
En el anochecer de los martes, y por una reciente ordenanza municipal, los vecinos del barrio expulsan a la calle aquello que, a su entender, no les sirve.
Lo hacen -o lo deberían hacer- entre las ocho y las diez, y me gusta pasear a esa hora en ese día concreto de la semana. Curioseo, con las manos en los bolsillos, en los montículos de objetos desamparados en cada esquina. Siento una cierta nostalgia al sortear las viejas maletas que bostezan en un rincón de la acera recordando sus viajes, las pantallas de lámparas sin ninguna futura cena que alumbrar, las estanterías carcomidas en las que hasta hace poco sus propietarios depositaban llaves o libros o marcos con fotografías queridas. En el paseo, invento una historia para cada objeto perdido con la inútil intención de prorrogar su vida que finaliza de repente una noche de martes en ese rincón mal iluminado.
Las personas aseguran que se trata de un problema de espacio a la hora de expatriar aquel lecho en el que concibieron a su primer hijo. En la tierra de la niebla no sucede nada parecido porque las casas son amplias y hay desván. Mi preciosa cama de allí tiene mi edad multipicada por cinco, y me atrae pensar en las personas que se habrán amado en ella o que han robado, sobre sus muelles, una última bocanada de aire en esta vida extraña para expirar después.
Hace cinco años había una fecha al mes para airear los muebles viejos en el espacio público. Era sobre el veinte y pico -no la recuerdo con exactitud-. Ana le llamaba el día de las "basuritas" y lo tenía anotado en su fascinante memoria de veterinaria. Nos encantaba andar tomando medidas a las mesas para ver si cabían en nuestro hogar temporal. Los mejores muebles estaban en Sarrià (la amiga arquitecta de la señora Hayden amuebló su vivienda con objetos de esa zona), en el Eixample, en Sant Gervasi; pero quedaban demasiado apartados para arrastrarlos. Encontrábamos tantas pegas en los cercanos de nuestro barrio que acabamos adquiriendo muebles suecos a bajo precio en la superficie comercial del polígono.
Añoro aquella época. Conservo las cajas de cartón con los gatos impresos, sin tenerlas escondidas, aunque pensaras que me avergonzaba de ellas por parecer infantiles. Allí se refugian tus recuerdos: las cartas, las fotografías, el rato de esta vida que compartimos.
¿Dónde estás? ¿Sigues despelucada, señorita americana?
Lo hacen -o lo deberían hacer- entre las ocho y las diez, y me gusta pasear a esa hora en ese día concreto de la semana. Curioseo, con las manos en los bolsillos, en los montículos de objetos desamparados en cada esquina. Siento una cierta nostalgia al sortear las viejas maletas que bostezan en un rincón de la acera recordando sus viajes, las pantallas de lámparas sin ninguna futura cena que alumbrar, las estanterías carcomidas en las que hasta hace poco sus propietarios depositaban llaves o libros o marcos con fotografías queridas. En el paseo, invento una historia para cada objeto perdido con la inútil intención de prorrogar su vida que finaliza de repente una noche de martes en ese rincón mal iluminado.
Las personas aseguran que se trata de un problema de espacio a la hora de expatriar aquel lecho en el que concibieron a su primer hijo. En la tierra de la niebla no sucede nada parecido porque las casas son amplias y hay desván. Mi preciosa cama de allí tiene mi edad multipicada por cinco, y me atrae pensar en las personas que se habrán amado en ella o que han robado, sobre sus muelles, una última bocanada de aire en esta vida extraña para expirar después.
Hace cinco años había una fecha al mes para airear los muebles viejos en el espacio público. Era sobre el veinte y pico -no la recuerdo con exactitud-. Ana le llamaba el día de las "basuritas" y lo tenía anotado en su fascinante memoria de veterinaria. Nos encantaba andar tomando medidas a las mesas para ver si cabían en nuestro hogar temporal. Los mejores muebles estaban en Sarrià (la amiga arquitecta de la señora Hayden amuebló su vivienda con objetos de esa zona), en el Eixample, en Sant Gervasi; pero quedaban demasiado apartados para arrastrarlos. Encontrábamos tantas pegas en los cercanos de nuestro barrio que acabamos adquiriendo muebles suecos a bajo precio en la superficie comercial del polígono.
Añoro aquella época. Conservo las cajas de cartón con los gatos impresos, sin tenerlas escondidas, aunque pensaras que me avergonzaba de ellas por parecer infantiles. Allí se refugian tus recuerdos: las cartas, las fotografías, el rato de esta vida que compartimos.
¿Dónde estás? ¿Sigues despelucada, señorita americana?
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