Jour de fête
El lunes, día del trabajador, estaba convocada una manifestación conmemorativa en el centro de la ciudad, cuyas banderas entreví a bordo del ómnibus 39 camino de la playa.
En los cuerpos sobre la arena faltaba una cierta puesta a punto. La blancura de nuestras carnes, la combinación de calcetines con pantalón corto, los resultados todavía nulos de las diversas dietas que habíamos iniciado los bañistas congregados allí pintaban un cuadro alejado de la líbido.
Me tumbé junto a un matrimonio de avanzada edad, para semejar más joven en la mirada de las paseantes. Parecían unidos de manera eterna; pero cuando la mujer se adormeció en la hamaca, él se levantó y caminó unos pasos para contemplar más de cerca cómo emergían de su baño mediterráneo dos luminosas vikingas con el torso desnudo al sol del 1 de mayo. Eran verdaderamente interesantes como pude deducir en la mandíbula desencajada del anciano, tras cerrar la mía.
Las extranjeras permanecieron jugando con sus pies entre las olas rompientes contra la orilla el rato suficiente como para almacenarse su recuerdo en la memoria del desconocido y en la mía para siempre, al tiempo que la esposa grababa la escena del observador observado con una cámara digital, tras despertar de su ensoñación.
Seguramente serán unas imágenes celebradas por los hijos y los nietos de los turistas cuando regresen a su Argentina natal, país que se adivinaba con facilidad en el acento del hombre alto y distinguido mientras intentaba excusarse ante la cineasta. Sus palabras se acompañaban de exagerados gestos con manos de linotipista. Sin duda lo había sido.
A finales de los ochenta permanecí, por motivos que no vienen al caso, en una amplia sala blanca adjunta a la redacción de un periódico del centro de la ciudad durante meses. Compartía el espacio con decenas de antiguos tipógrafos que habían perdido su trabajo por culpa de la informática e intentaban reciclar su habilidad manual con la linotipia pulsando las teclas de los ordenadores, maldiciendo el progreso. Su oficio se extinguió, como tantos otros en tan poco tiempo.
Recuerdo en la infancia la llegada puntual de aquel hombre que en el mes de mayo sacaba todos los colchones de la granja de los caballos a la galería. Descosía su cubierta y con dos varas de madera provocaba una nevada de copos de algodón ante la mirada atenta de los niños que fuimos la señora Hayden y yo mismo.
Nos faltan muchos oficios artesanos. Se ha substituido la meticulosidad pausada en la labor diaria por la prisa, la agresividad y el ruido de los nuevos trabajos que sólo sirven para fabricar productos que en pocos años aumentarán el tamaño del vertedero. Antes todo duraba o era reparado por gente sabia en su ocupación. Ahora los product managers, los técnicos en telefonía móvil y los repartidores de pizza nos espían desde las esquinas para atropellar nuestras vidas en los pasos de cebra.
Otros oficios tienen sentencia de muerte.
En las vacaciones de mi juventud trabajaba en una finca de la tierra de la niebla. Las manzanas se recogían de manera suave y lenta, sin dañar los rabos de la fruta, ni dejar huellas oscuras en su piel, lo que es imprescindible para su correcta conservación. No sulfataban los frutales con pesticidas, y los recolectores éramos estudiantes en etapa veraniega.
Retorné al lugar el pasado mes de agosto. El trabajo se realizaba a destajo sobre una moderna plataforma hidráulica; las manzanas eran arrancadas sin el menor cuidado; la química reinaba en la plantación. Los trabajadores eran ahora inmigrantes de colores que habían venido para empeorar sus vidas y las nuestras. A pesar del progreso, los beneficios no habían aumentado, y el producto que enviaban a los mercados centrales de las metrópolis era de peor calidad. El hijo del dueño se escapó pocos meses después contratado en una gasolinera (otros campesinos, como el Koala, se dedican hoy al rock rústico). Su padre aguarda el inmediato retiro para marcharse a observar suecas ociosas en las playas del 1 de mayo. Cuando eso suceda, su oficio habrá dado otro paso en el corredor la muerte y la mala hierba invadirá las fincas.
Todavía no estoy tan viejo como para asegurar que lo de antes era mejor, pero hago equilibrios en la frontera. Me alejo de los argentinos para tumbarme en las rocas del espigón y asistir al final del día de los trabajadores. El cielo muestra el rojo de una bandera comunista. Paloma, que tiene un oficio que vivirá por siempre porque es la música, viene algunas veces a este lugar presumida con su bicicleta nueva. Envidio los mares y los cielos que habrá aplaudido desde aquí.
En los cuerpos sobre la arena faltaba una cierta puesta a punto. La blancura de nuestras carnes, la combinación de calcetines con pantalón corto, los resultados todavía nulos de las diversas dietas que habíamos iniciado los bañistas congregados allí pintaban un cuadro alejado de la líbido.
Me tumbé junto a un matrimonio de avanzada edad, para semejar más joven en la mirada de las paseantes. Parecían unidos de manera eterna; pero cuando la mujer se adormeció en la hamaca, él se levantó y caminó unos pasos para contemplar más de cerca cómo emergían de su baño mediterráneo dos luminosas vikingas con el torso desnudo al sol del 1 de mayo. Eran verdaderamente interesantes como pude deducir en la mandíbula desencajada del anciano, tras cerrar la mía.
Las extranjeras permanecieron jugando con sus pies entre las olas rompientes contra la orilla el rato suficiente como para almacenarse su recuerdo en la memoria del desconocido y en la mía para siempre, al tiempo que la esposa grababa la escena del observador observado con una cámara digital, tras despertar de su ensoñación.
Seguramente serán unas imágenes celebradas por los hijos y los nietos de los turistas cuando regresen a su Argentina natal, país que se adivinaba con facilidad en el acento del hombre alto y distinguido mientras intentaba excusarse ante la cineasta. Sus palabras se acompañaban de exagerados gestos con manos de linotipista. Sin duda lo había sido.
A finales de los ochenta permanecí, por motivos que no vienen al caso, en una amplia sala blanca adjunta a la redacción de un periódico del centro de la ciudad durante meses. Compartía el espacio con decenas de antiguos tipógrafos que habían perdido su trabajo por culpa de la informática e intentaban reciclar su habilidad manual con la linotipia pulsando las teclas de los ordenadores, maldiciendo el progreso. Su oficio se extinguió, como tantos otros en tan poco tiempo.
Recuerdo en la infancia la llegada puntual de aquel hombre que en el mes de mayo sacaba todos los colchones de la granja de los caballos a la galería. Descosía su cubierta y con dos varas de madera provocaba una nevada de copos de algodón ante la mirada atenta de los niños que fuimos la señora Hayden y yo mismo.
Nos faltan muchos oficios artesanos. Se ha substituido la meticulosidad pausada en la labor diaria por la prisa, la agresividad y el ruido de los nuevos trabajos que sólo sirven para fabricar productos que en pocos años aumentarán el tamaño del vertedero. Antes todo duraba o era reparado por gente sabia en su ocupación. Ahora los product managers, los técnicos en telefonía móvil y los repartidores de pizza nos espían desde las esquinas para atropellar nuestras vidas en los pasos de cebra.
Otros oficios tienen sentencia de muerte.
En las vacaciones de mi juventud trabajaba en una finca de la tierra de la niebla. Las manzanas se recogían de manera suave y lenta, sin dañar los rabos de la fruta, ni dejar huellas oscuras en su piel, lo que es imprescindible para su correcta conservación. No sulfataban los frutales con pesticidas, y los recolectores éramos estudiantes en etapa veraniega.
Retorné al lugar el pasado mes de agosto. El trabajo se realizaba a destajo sobre una moderna plataforma hidráulica; las manzanas eran arrancadas sin el menor cuidado; la química reinaba en la plantación. Los trabajadores eran ahora inmigrantes de colores que habían venido para empeorar sus vidas y las nuestras. A pesar del progreso, los beneficios no habían aumentado, y el producto que enviaban a los mercados centrales de las metrópolis era de peor calidad. El hijo del dueño se escapó pocos meses después contratado en una gasolinera (otros campesinos, como el Koala, se dedican hoy al rock rústico). Su padre aguarda el inmediato retiro para marcharse a observar suecas ociosas en las playas del 1 de mayo. Cuando eso suceda, su oficio habrá dado otro paso en el corredor la muerte y la mala hierba invadirá las fincas.
Todavía no estoy tan viejo como para asegurar que lo de antes era mejor, pero hago equilibrios en la frontera. Me alejo de los argentinos para tumbarme en las rocas del espigón y asistir al final del día de los trabajadores. El cielo muestra el rojo de una bandera comunista. Paloma, que tiene un oficio que vivirá por siempre porque es la música, viene algunas veces a este lugar presumida con su bicicleta nueva. Envidio los mares y los cielos que habrá aplaudido desde aquí.
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