Gran Premio
El alcalde ha depositado un tríptico en el buzón de los vecinos del bloque. Me pregunto si ha venido personalmente o ha enviado a su alguacil, mientras arrastro al balcón la silla de tomar el sol.
El título del folleto no invita a desplegarlo: "Comienza el plan de movilidad en la super manzana C2". Pero no he comprado el periódico y es lo mejor que tengo a mano. Hay estupendas fotografías y un mapa muestra coloreadas en rojo las calles del barrio que han pasado a ser exclusivamente peatonales.
Es una medida agradable para un paseante como yo, aunque escasa. Si fuera alcalde, la extendería a todo el término municipal transformando en verdadera ciudad lo que ahora no es más que un circuito. Barcelona está diseñada para la comodidad de los conductores y la desgracia de aquellos que nos desplazamos a pie. A modo de ejemplo: los semáforos permanecen abiertos tres minutos para que circule fluido el tráfico, mientras que nosotros apenas disponemos de treinta segundos para cruzar la calzada. Nos angustia pensar que nuestro tiempo no tiene valor, nuestra escasa importancia frente a las personas que se mueven al volante.
Odio los ruidos gratuitos, los que no tiene razón de ser; el de los motores de los cuatro por cuatro imprescindibles para remontar el uno por ciento de desnivel que presenta la calle Aribau; el de las motos de pequeña cilindrada, con su matriculita amarilla con números negros de jodida avispa y el tubo de escape trucado, conducidas por mezquinos valentinos rossis; el de las sirenas innecesarias de las ambulancias que los sanitarios ponen en marcha para descargar su adrenalina y recargar mi tristeza. Las piernas fuertes de los jóvenes aceleran con alegría sus juguetes intentando ganar el Gran Premio de la idiotez, mientras los ancianos erramos sufridamente por las orillas de este circuito extraño.
Detesto todo aquello relacionado con la gasolina. Por eso carezco de coche desde hace años.
No me hace falta porque realizo pocos desplazamientos al mes: quinientos kilómetros en transporte público y un centenar largo a pie. El traductor se mueve poco más que yo, y su Fiat se cubre de polvo bajo los chopos del paseo. El año pasado, tras nacer su segunda hija y reconocer que el utilitario se había quedado pequeño, me propuso comprarnos uno de esos cacharros a medias ya que los dos sólo precisamos de ellos en ocasiones puntuales. Pero me he acostumbrado a que el chófer del ómnibus 39 me lleve y es difícil renunciar a esa comodidad.
Ignoro si el alcalde la ha tomado por su cuenta o ha sido idea del alguacil, pero la decisión aplicada a la super manzana C2 me encanta. Las calles de Gràcia son angostas para circular en todo terreno, aunque ideales para dar un paseo en sábado antes de cenar. Cuando he tenido un buen día disfruto remontando la calle Torrijos mientras la iglesia de la plaza de la Virreina se agranda a medida que me acerco a ella. Si el día ha sido maravilloso incluso me detengo en la terraza del Salambó para entregarme a una cerveza helada y fumar un cigarrillo. Ayer así fue. Un cartel en la pared anunciaba un concierto de Martha Wainwright en la Sala Sidecar para esa misma noche. La pobre se perdió en la tele un festival de Eurovisión que jamás ganará.
El título del folleto no invita a desplegarlo: "Comienza el plan de movilidad en la super manzana C2". Pero no he comprado el periódico y es lo mejor que tengo a mano. Hay estupendas fotografías y un mapa muestra coloreadas en rojo las calles del barrio que han pasado a ser exclusivamente peatonales.
Es una medida agradable para un paseante como yo, aunque escasa. Si fuera alcalde, la extendería a todo el término municipal transformando en verdadera ciudad lo que ahora no es más que un circuito. Barcelona está diseñada para la comodidad de los conductores y la desgracia de aquellos que nos desplazamos a pie. A modo de ejemplo: los semáforos permanecen abiertos tres minutos para que circule fluido el tráfico, mientras que nosotros apenas disponemos de treinta segundos para cruzar la calzada. Nos angustia pensar que nuestro tiempo no tiene valor, nuestra escasa importancia frente a las personas que se mueven al volante.
Odio los ruidos gratuitos, los que no tiene razón de ser; el de los motores de los cuatro por cuatro imprescindibles para remontar el uno por ciento de desnivel que presenta la calle Aribau; el de las motos de pequeña cilindrada, con su matriculita amarilla con números negros de jodida avispa y el tubo de escape trucado, conducidas por mezquinos valentinos rossis; el de las sirenas innecesarias de las ambulancias que los sanitarios ponen en marcha para descargar su adrenalina y recargar mi tristeza. Las piernas fuertes de los jóvenes aceleran con alegría sus juguetes intentando ganar el Gran Premio de la idiotez, mientras los ancianos erramos sufridamente por las orillas de este circuito extraño.
Detesto todo aquello relacionado con la gasolina. Por eso carezco de coche desde hace años.
No me hace falta porque realizo pocos desplazamientos al mes: quinientos kilómetros en transporte público y un centenar largo a pie. El traductor se mueve poco más que yo, y su Fiat se cubre de polvo bajo los chopos del paseo. El año pasado, tras nacer su segunda hija y reconocer que el utilitario se había quedado pequeño, me propuso comprarnos uno de esos cacharros a medias ya que los dos sólo precisamos de ellos en ocasiones puntuales. Pero me he acostumbrado a que el chófer del ómnibus 39 me lleve y es difícil renunciar a esa comodidad.
Ignoro si el alcalde la ha tomado por su cuenta o ha sido idea del alguacil, pero la decisión aplicada a la super manzana C2 me encanta. Las calles de Gràcia son angostas para circular en todo terreno, aunque ideales para dar un paseo en sábado antes de cenar. Cuando he tenido un buen día disfruto remontando la calle Torrijos mientras la iglesia de la plaza de la Virreina se agranda a medida que me acerco a ella. Si el día ha sido maravilloso incluso me detengo en la terraza del Salambó para entregarme a una cerveza helada y fumar un cigarrillo. Ayer así fue. Un cartel en la pared anunciaba un concierto de Martha Wainwright en la Sala Sidecar para esa misma noche. La pobre se perdió en la tele un festival de Eurovisión que jamás ganará.
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