Personajes de Salinger
Este miércoles murió J. D. Salinger a una edad avanzada, siendo seguramente un niño hasta última hora. Sólo hacía un año que me lo descubrió la pintora entregándome un ejemplar de El guardián entre el centeno, en una calle clandestina de Gràcia. Luego, la mujer de los mares del sur me regaló Franny y Zooey y Nueve cuentos en el Turó Parc, mientras abandonábamos las miradas en el estanque. Me adentré en el universo de ese autor que dejó de publicar a los cuarenta y pocos años, para encerrarse en su casa y cohabitar con sus personajes eternamente adolescentes que se negaban a crecer. Que se hallaban perdidos en este extraño mundo. Como algunos de nosotros.
Tiene un cuento precioso: "Para Esmé, con amor y sordidez". Un soldado norteamericano (quizá el propio Salinger que participó en el desembarco de Normandía) entra en una iglesia británica el día antes de partir al frente. Un coro canta. Se fija en una niña de trece años que destaca entre las demás. Luego coinciden en una cafetería. Ella va con su institutriz y su hermano pequeño, pero tiene el aplomo de plantarse frente al soldado que la escuchó en el templo. Charlan. La chica parece más madura que el militar. Inician una cierta amistad. Le pide que le escriba un cuento sórdido desde el frente. Ese relato condensa el universo Salinger: adultos con miedo a seguir creciendo (metidos en situaciones que los desbordan), y niños con la seguridad que les ofrece su ingenuidad, antes que las normas sociales rompan sus esquemas.
Este miércoles murió J. D. Salinger, mientras esperaba a Thaís en la boca norte de la parada de metro Joanic. Ella hizo la trampa de utilizar la salida del sur. Y cuando escuché la carrera de unos tacones en el asfalto, a mi espalda, apenas tuve tiempo de girarme para evitar caerme con el empuje de su abrazo. Danzamos agarrados como peonzas de madera mientras las ambulancian lloraban de pena, y los peatones nos ignoraban. No sabían que éramos amigos desde hacía seis años y que jamás nos habíamos visto hasta ese momento. Es una brasileña alegre, inteligente, demasiado joven y bonita que aguantaba un primer plano, un plano americano y un plano general recién llegada de Bauru, con ese cansancio en su rostro. Ignora si hacer investigación en biología o seguir un curso de azafata de vuelo. Busca su lugar en el mundo. Pero su seguridad en sí misma te deja sin habla, como diría Holden Caulfield en El guardián entre el centeno. Sentados en ese bar de la plaza de la Virreina era más adulta que yo. No me pidió un relato sórdido escrito desde el frente de guerra, pero sí que fuera más realista y que entrara en batalla.
Este miércoles, en que murió J. D. Salinger, Thaís vino al encuentro en la plaza Joanic con CuxiCu. Él se mantuvo a distancia en el primer minuto, con su gorra de lana calada hasta las cejas y las manos en los bolsillos (al estilo de un viejo boxeador). Luego me lo presentó. Él me alargó la palma a distancia porque es tímido. Es un músico de las tierras del norte que quiere abrirse camino. Un chico que busca su lugar en el mundo. Como Holden Caulfield en El guardián entre el centeno. O como yo. Vino a Barcelona, para hacerle compañía a Thaís en su primer día en la ciudad (es bonito que te regalen tu tiempo). Ella también le pide que sea más realista y que entre en batalla. Con ese descaro que le ofrecen sus veintidós años brasileños. En una novela de Salinger aparecería pintándose las uñas, mientras le cuenta por teléfono a su madre que se ha fugado con su novio transtornado por la guerra en "Un día perfecto para el pez plátano".
En una novela de Salinger, CuxiCu y yo seríamos los perdedores. Los que pasan el día en la playa con niños, alegremente, y llegan al hotel para buscar una pistola y acabar con todo. Pero sólo son personajes. Está Thaís para salvarnos de la quiebra. J. D. Salinger pasó de los noventa años. Jamás fue como el protagonista de "Un día perfecto para el pez plátano".
Este miércoles, en que murió J. D. Salinger, paseamos los tres de madrugada por el Eixample. Thaís, CuxiCu y yo. Ella nos tomaba a los dos del brazo con los guantes que le había prestado. Estaba contenta, por fin en Barcelona, con nosotros. Temblábamos de frío, caminando hacia el hotel del centro. Un viento salvaje nos obligaba a avanzar con las cabezas agachadas. Pero, éramos felices en ese encuentro. Creo que siempre recordaremos esa noche. Y yo siempre releeré el cuento "Para Esmé, con amor y sordidez", que me envió una eterna adolescente, segura de sí misma, por correo postal. Lo leí en un banco junto al Turó Parc, una noche del pasado verano.