Cuentos para mejorar el mal tiempo
Salí a pasear con el pequeño Hayden por la tierra de la niebla. Tenía la nariz roja bajo su gorrita de lana con borla, y le castañeteaban los dientes en su intento de sonrisa cuando le conté una historia con monstruos que invernan en las casetas para guardar los aperos de la labranza que encontrábamos en la ruta. Es rubio, flaco y tiene los ojos grises (como su madre). A medio camino, se nos acercó un gato manso junto al canal. Salió de la nada a esa temperatura bajo cero, en esa estepa siberiana plagada de manzanos desnudos de hojas. Nos acarició los pantalones con su lomo. El pequeño Hayden lo abrazó para llevarlo a casa. Le conté que ya tenía dueño porque lucía un collar. El gato se marchó hacia una masía, pero se giraba de vez en cuando y nos esperaba a que lo alcanzáramos. Hasta que desapareció bajo una verja. "Tío, ¿me cuentas la historia del gato que tenía dueño, pero que se marchó de casa?". Ese niño me hace pensar deprisa historias hechas a medida de su universo. Por suerte, pisaba mi sombra el ángel Melahel, y me las sopló al oído. De regreso a la granja de los caballos, llevé al pequeño Hayden a un lago tenebroso, de aguas oscuras y repleto de cañas silvestres. Le conté que allí hay cocodrilos, y que se comieron al alcalde que inauguró ese estanque hace años (él me pide siempre historias morbosas).
Hoy he ido a caminar con la princesita por la metrópoli. No tenía la nariz roja, ni llevaba una gorrita con borla. Tampoco le castañeteaban los dientes. Llovía a cántaros, mientras arrastrábamos su compra del Condis sorteando el tráfico agresivo. Paseábamos bajo mi paraguas averiado de una tienda de chinos mientras le contaba un cuento con animales que han perdido su color por culpa de un temporal, por si lo podíamos aprovechar para su proyecto empresarial. Me ha dicho que le valía, en esa sala de profesores de una universidad a la que hemos acudido -tras pasar mil controles de seguridad- para intentar secar nuestros zapatos junto a un radiador de calefacción. Luego me ha pedido que me inventara otro cuento. Por suerte, en el sofá estaba sentado Melahel, mesándose los cabellos blancos en busca de ideas. Me ha soplado un relato con cocodrilos que se comen a las profesoras universitarias que inauguran empresas para contar cuentos a gente de todas las edades (con su voz de locutora de radio). A ver si le sirve.