Escribimos y nos comentamos sin conocermos. Nos intuimos el carácter, hasta el punto de declarar que el Veí de Dalt es un canalla desvergonzado que vive de rentas y se pasa el día caminando por su ático-dúplex de Sarrià vestido con un albornoz de boxeador.
También hay gente seria en el mundo de los blogs. Jamás se me ocurriría ponerle un comentario chistoso a Joana, a Anna o a Menta Fresca. Me infunden respeto (no sé por qué). Escriben de manera sincera, y notas que sus textos no son forzados. Al contrario del Veí de Dalt, que pretende camelarnos con sus palabras susurradas al oído.
Hay escritoras de blogs a las que leen pocos. Viven al margen de nuestros circuitos. Como Be. Me gustó su comentario diciendo que intentaba entrar en el chat, sin conseguirlo. Pretendía incorporarse a nuestro universo esa tarde en que estábamos convocados por el Veí de Dalt. Días antes, él se detuvo con su albornoz de boxeador frente al ordenador, y tuvo la brillante idea de proponer a los habitantes de Blogville un encuentro en internet.
Fue una reunión original. Apenas caté los canapés del Veí (por si estaban caducados). Estuve serio. Sobrio. Comedido. En mi línea. La antítesis de ese canalla desvergonzado que se pasa el día caminando por su ático-dúplex de Sarrià, y que no paró de pavonearse ante las chicas. También me vi obligado a soportar que Emily fuera una trepa y quisiera casarse con él, como Violette o Rita. Unas chicas oportunistas. Al menos coincidí con Khalina. Nos retiramos a una esquina para rememorar viejos tiempos.
Planté mis botas apresuradas en los barrizales de la tierra de la niebla. Se hacía de noche, y con el cambio de horario calculé mal la puesta de sol, aunque hacía rato que veía el astro escondiéndose tras las nubes ensangrentadas. En las copas de los árboles y en los tendidos eléctricos, mil aves cantaban para reunirse y emprender el largo camino en busca de un lugar menos frío. Se preparaban para escapar del invierno y de nosotros en esa noche incipiente; para abandonarnos hasta el buen tiempo. Me hubiera gustado acompañarlas en su migración. Pero carecía de alas.
Emigro a escala reducida: de la tierra de la niebla a Barcelona. De regreso a la metrópolis, en una estación se montaron dos negros altivos en el vagón, cargados de equipaje: un hombre con americana y camisa blanca, y una mujer con vestido y turbante multicolor. Perfectos para asistir a una misa de no sé qué religión. Otro se quedó en el andén. Era menudo, frágil. Con chaqueta deportiva adquirida en un mercadillo y pantalones económicos. Pensé que sonreía, pero tenía lágrimas en las mejillas. Mostraba sus dientes por el dolor en el despido. Una mujer, con el cabello rizado y la piel pálida, le observaba a distancia. También en el andén. Se distanció de su grupo humano para acercarse al africano y preguntarle qué le sucedía. Le pasó una mano por la espalda, en la pasarela, tras descubrir su duelo interno. Él la apartó para correr tras el convoy, con las manos amagando sus torrentes tristes, mientras sus mocasines de trapo saltaban sobre las baldosas buscando una última mirada de los negros del tren -sin duda, sus familiares más cercanos- en la ventanilla. Huíamos de él por el empuje de nuestra locomotora. En la curva, dejamos de verle. Éramos aves migratorias, y él no tenía alas. Los pájaros van y vienen. La gente vamos y venimos. Volveré a ver a mi familia pronto, mucho antes que el africano. Él se limitará a añorar a la suya.
Ayer murió un ser vivo, en un pasillo triste de una clínica veterinaria. Emigró a las nubes. Previamente corrió doce años tras las huellas de alguien (visitadle si tenéis un momento) que la rescató en una protectora de animales. Quizá habría fallecido mucho antes sin él (siempre me han admirado los malnacidos que pierden su tiempo en esas cosas, en lugar de dedicarse a especular en la bolsa, como ese hombre canoso, atontado y sensible. Un fotógrafo excelente, en cualquier caso). Era una preciosa setter, hija de perra, de ojos oscuros y tranquilos. Se ha largado al cielo, escapándose de su familia en esa noche incipiente. Les ha abandonado ladrando a duras penas. Era lo mejor para ella (su enfermedad corría por la pista de los cien metros lisos, con aspecto de atleta. Buscando batir el macabro récord de velocidad). Quizá ella regrese -como las aves migratorias- con el buen tiempo, cuando todos nos volvamos a reunir en el más allá. Sin migraciones. Sin tendidos eléctricos. Sin trenes que se alejan. Sin pasillos tristes en las clínicas veterinarias.
Hace tiempo que preparo la táctica del fuera de juego con el asistente Atikus. Dibujo esquemitas en mi libreta de hojas cuadriculadas. Cuando sube una de las jugadoras laterales (trazo una línea ascendente), dos de las delanteras deben procurar arrastrar a las defensas contrarias hacia abajo (trazo una línea descendente), mientras la tercera atacante se incorpora evitando el fuera de juego (trazo una nueva línea ascendente). Es fácil, pero cuesta explicarlo aquí.
Hace tiempo que andamos pensando en convocaros por internet con el asistente Átikus. Estamos lejos unos de otros, y de momento nos ha sido imposible encontrarnos para entrenar. El próximo veinticinco de noviembre -fecha elegida al azar- podríamos quedar en un chat de Vilaweb. En la sala Atletisme jamás hay nadie. Si os parece bien, allí os espero a las ocho de la tarde. Dejad a vuestras parejas e hijos al amparo de canguros marsupiales. Pedid que os anulen las citas con el dentista. Olvidad que esa novela en la mesita de noche era interesante. No saquéis a pasear al perro. También podéis obviar otras citas para esas horas, como reuniones de vecinos en el rellano del edificio (acostumbran a acabar en peleas del tipo: el ascensor no lo usamos los residentes del entresuelo). Son tremendamente aburridas. A cambio, os prometo una distendida charla sobre la táctica del fuera de juego, de tres o cuatro horas en el chat. Si hay clamor popular, la alargaré un rato más. Después haremos unas cuantas flexiones y abdominales -no más de cien-, cada una en el suelo frío de su piso para acabar el encuentro con una cierta puesta a punto corporal. Será una noche tremenda.
El veinticinco de noviembre -fecha elegida al azar- estoy seguro que formaréis allí, con vuestras libretas de hojas cuadriculadas, para trazar líneas que suben o bajan. Como sucede en la vida.
Las convocadas son: M y Xurri, en la portería. Be, Gemma, Nimue y Rita en la defensa central. Alatrencada, Silenci, Somiant la lluna y Violette en las defensas laterales. Joana y MK, en el pivote defensivo. Katrin, Khalina, Mirielle y País Secret en los medios centros ofensivos. Anna, Thaís, Arare, Cris, Emily e Ilse en la delantera. Mi antiguo equipo, con algún cambio que he anotado en la libreta cuadriculada de viejo entrenador.
Pasaré lista el veinticinco de noviembre -fecha elegida al azar-, a las ocho de la tarde.
En el pasillo central de Lidl tenían trompetas por ciento diecinueve euros, un bajo con amplificador por doscientos cuarenta y pico y un juego de dos congas por ciento veintinueve. Parecía una tienda para músicos, cuando sólo había entrado a comprar mejillones en escabeche y papel de cocina. Pero me gusta revisar con las gafas en la punta de la nariz esas ofertas estrambóticas en el pasillo central de Lidl.
Noté una mano en mi hombro. Me giré y era mi ángel de la guarda, Melahel, después de tanto tiempo, con su mirada clara y su barbita canosa. Nos estudiamos como en un duelo en el Far West. Cuesta recuperar de pronto la afinidad con alguien, cuando han pasado tantos meses. "Me hiciste falta, ¿dónde te habías escondido?", le pregunté por fin. Sonrió y levantó los hombros. Le devolví la sonrisa con mis labios en un contorno necesitado de un buen afeitado, y elevé mis espaldas. Tampoco yo sabía dónde me había extraviado todo ese tiempo. Me señaló -porque él no habla- un cajón con latas que parecían de bebida isotónica. Estaban etiquetadas con títulos de películas antiguas: El hombre lobo, El doctor Mabuse, El conde Drácula, El hombre invisible... Pasó la palma de su mano abierta sobre esos productos, para que eligiera uno, como si fuera un vendedor en un mercado turco. Me decanté por El hombre invisible. Me pidió que lo tomara. Leí previamente la composición del artículo y no encontré la palabra matarratas entre esas líneas de letra menuda, pero sí hacía referencia a los carbohidratos y las sales. Estaba garantizado con el sello de la UE, y mi ángel de la guarda insistía en que lo tragara. Así que hice presión con mi pulgar en la anilla y salió un escape de gas. Melahel articuló el gesto del porrón, acercando la mano a su boca. Confié en él. Lo engullí. En el pasillo central de Lidl estaba mi carrito de la compra, abandonado. Pero no estaba yo, ni Melahel (aunque a él nadie le podía contemplar antes). Imagino que desaparecimos de las pantallas de televisión de control en el supermercado.
No veía mis pantalones enfundando mis piernas, ni esa chaqueta protegiendo mi torso con el frío recién llegado. Extrañamente, era invisible. ¿Quién no ha soñado con ser eso alguna vez? Cuando lo imaginas, piensas en espiar a la muchacha triste de la librería mientras se ducha, antes que en entrar en el despacho de un estafador para revisar sus cuentas y aportar pruebas al juez. En robar ese bolso de Loewe que le gusta tanto a ella, y regalárselo como si hubieras sudado trabajando mil y una horas para adquirirlo. En borrar tus antecedentes penales en los juzgados. En montarte en un avión a isla Margarita, sin pasar controles, ni facturar tu equipaje
Pero cuando eres invisible de verdad no sabes qué hacer. Estás desconcertado. Puse tímidamente una lata de mejillones y un paquete de papel de cocina en la mochila. Y salí sin que sonaran las alarmas del Lidl. Cené un plato de potaje castellano en el Bar Restaurante Los Salmantinos sin pasar por caja (sólo costaba cuatro euros, pero me apetecía; aunque tuviera mesa reservada en los mejores restaurantes de la ciudad al ser invisible). Tuve ganas de hacerle la zancadilla al camarero cargado con una bandeja de sopas, pero el ángel frenó mi pie.
Ese fue todo mi robo. Luego Melahel y yo paseamos por la Rambla sin que nos atracaran (simplemente porque no nos veían). Pintamos en la cazadora de un motero parado frente a un semáforo en rojo que aceleraba con el tubo de escape trucado: "Soy gilipollas". Le tomamos gusto al spray, y nos dedicamos a grafitear la fachada del Ayuntamiento y de la Generalitat, sin que nos vieran los agentes uniformados en la entrada de los edificios gubernamentales, la frase: "Exigimos explicaciones". Escribimos pintadas en las puertas de mil pendencieros que se creían impunes a la ley levantando mil edificios innecesarios a base de sobornos. Melahel y yo éramos invisibles a sus cámaras de vigilancia y pudimos aplicarnos en redactar con letra redonda y pausada esos insultos en sus paredes, irreproducibles aquí. Entramos en la casa de un maltratador que comía cacahuetes mirando una película violenta. Apagamos su aparato y se levantó para aporrear el televisor. Luego cerramos el foco de su lámpara de pie. Después le cayó una colleja en la nuca, y le susurramos al oído que jamás lo volviera a hacer, porque le vigilaríamos de cerca (ser invisible no significa ser mudo). Abrió la puerta y salió gritando espantado de su piso.
Jugamos un rato más a ser invisibles, con ganas de acabar. Antes, nos quedaba un tema pendiente.
Cuando eres invisible de verdad, te olvidas de espiar a la vecina en la bañera. Pero no del vecino. Visitamos al Veí de Dalt, sin que nos viera. Estaba en el comedor. Llevaba una camiseta promocional de una empresa de mudanzas, calzoncillos desgastados y zapatillas de cuadritos. Tenía un aspecto desalentado, pero era lo más parecido a un uniforme de fútbol que pudo conseguir. Intentaba pegarle patadas a un balón de Nivea, para colarlo en la portería que había formado con dos pilas de novelas. Sobre la mesa permanecía abierto un libro: Introducción a las tácticas del fútbol. Puse el pulgar en el interruptor de su lamparita para apagarla y pegarle una colleja, pero Melahel me frenó. Con la mirada dijo que no estaba bien, y con un gesto de su mano me invitó a regresar a casa.
A medianoche, llegué a mi piso y puse la llave en el cerrojo. Me giré para convidar al ángel a que pasara. Ya no estaba. En el espejo de la entrada volvía a ser real mi rostro pendenciero. Pero me había gustado la experiencia de ser invisible. Mañana regresaré al pasillo central del Lidl para adquirir una nueva lata de esa bebida isotónica. Quizá cuando leáis este texto estaré a vuestra espalda, observandoos. Si escucháis una respiración profunda en vuestras nucas y no hay nadie, no tengáis miedo. Soy yo. Es que ando algo resfriado.