Hoy hace seis meses que acaricio de nuevo mis libros con ganas de abrirlos.
Que comparto almohada con Mark Twain y su cigarro habano.
Que busco perros enanos que me observen con mirada introspectiva en el Turó Parc, para imaginar cómo sería la vida con uno de ellos. Los dos tan serios, y esquivándonos los ojos.
Seis meses en que la primavera, el verano y el otoño me han visto desfilar medio desnudo, desnudo y abrigado frente a esta pantalla. Afeitado y sin afeitar, rapado o con melenita de Aznar. Enfadado, alegre, resacoso, fresco, pálido, moreno, hambriento, saciado, ocupado, parado.
Hoy hace seis meses que busco en las basuras una flor abandonada para intentar hacer que reviva en un jarrón de Ikea, y regalársela.
La mujer de los mares del sur vino de visita a la ciudad hace once días, cargada de proyectos. Tuvo un momento para acompañarme a mostrarle mis rincones secretos en el Turó Parc. Estaba más guapa que nunca (como les sucede a todos los tímidos cuando se dan cuenta de que son mejores que la mayoría de nosotros). Nos sentamos a tomar un refresco en esa glorieta, con un panzudo en la mesa contigua que hurgaba restos de croquetas en su boca con un mondadientes. Le causó malestar, mientras escondía la horrible visión con su umbrela blanca.
Ella cronometraba el tiempo que le quedaba para la partida a los mares del sur. La acompañé a buscar su autocar a esa estación fantasma rodeada de solares demolidos (lugares con secretos), donde crecen arbustos silvestres y árboles salvajes que me hicieron recordar muchos años atrás, cuando la pequeña señora Hayden y yo corríamos por esa calle de la tierra de la niebla sin peligros de atropellos. Enloquecidos de alegría.
Había una casa, la de enfrente, en la que vivía una mujer solitaria. Se llamaba Pepeta, y estaba eternamente pendiente del aparato de radio por si el Barça marcaba un gol. Se había separado de su marido efímero en la época de la República, y seguía trabajando en la fábrica de papel La Forestal. Nos deteníamos frecuentemente frente a su puerta. Cuando estaba de mal humor, nos decía que nos marcháramos a hacer los deberes. Cuando se sentía alegre, nos convidaba a pasar y veíamos con ojos bien abiertos Pippi Calzaslargas en su televisor en color (de los pocos que existían en la población). Recuerdo que, al comenzar cada verano, llenaba nuestras pequeñas cestas con albaricoques del árbol de su jardín. Y nos decía que los entregáramos a nuestros padres. Después les ponía comida a los gatos abandonados que acudían a llenar de vida su patio desnudo, como hacíamos la pequeña señora Hayden y yo.
Ya hace tiempo que Pepeta ha muerto. Y la pequeña señora Hayden y yo hemos crecido. Pero seguimos mirando esa puerta que nos acogió. Ahora, su casa (un lugar con secretos), esa casa de cuento infantil (frente a la granja de los caballos), sirve de garaje para el coche de su sobrino. Los balcones y las ventanas están sellados con cemento (como sucede en otros edificios de esa calle en decadencia -algunos están derruidos, y crecen plantas espontáneas entre los escombros). Pero quiero imaginar que el viejo árbol de los albaricoques sigue con las raíces en el suelo. Vivo.
Como están vivos los árboles en los solares junto a esa estación de autobuses secreta a la que pienso acompañar más veces a la mujer de los mares del sur que también vive sola, pero acompañada de esos animales a los que cuida tanto.
Hace unas semanas, la señora Sofía me obligó a ordenar mi habitación en la granja de los caballos. Cuando me quejé de que no tenía edad para recibir ese tipo de órdenes, se quitó una alpargata y subí como si me persiguiera el demonio por esas escaleras de caracol.
Saqué conchas de playa del armario, viejos cassettes de Alaska y los Pegamoides, unos prismáticos con los que había bajado el ángulo de ver las estrellas para observar a la vecina de enfrente, unos cuadros de elefantes con los que participé en un certamen de pintura local.
Le quité el polvo a un viejo cuaderno mecanografiado en 1978. Se tilutalaba "Colònies a Cambrils". Me senté en las baldosas chispeadas y leí para regresar a aquel verano entre esas páginas caducadas en mi memoria.
En 1978, me eligieron para ser el cronista de esos viajeros a Cambrils, extraordinariamente mocosos, separados en tres grupos: "los arpones del agua", "patim-patam" y "alfa-beta". Teníamos catorce años, y procedíamos de la tierra de la niebla, y no sabíamos nada de la vida y todo era una aventura. Estaba Joan S. (con el que sigo riéndome cuando le encuentro en una terraza con su nueva novia brasileña cerca de la granja de los caballos). Estaba Miquel C. (que se dedica al teatro aficionado en la tierra de la niebla -es un tipo super serio que te deja sin habla). Estaba Xavier M. (que cría ganado en nuestro pequeño país). Entonces ni tenían amores sudamericanos, ni sabían de teatro, ni poseían cuadras. Eran niños como yo.
En 1978, me eligieron para ser el cronista de esas colonias. Escribí ese día a día con frases del estilo: "Hoy nos han despertado más temprano de lo corriente, todos tenemos sueño. Nos reunimos en el comedor para tomar el desayuno; más de uno se duerme sobre el tazón de leche. Nos espera una gran aventura: visitar Peñíscola! Medio aturdidos, salimos al patio y la lluvia acaba de despertar a los somnolientos. La lluvia cae fina".
Es lo menos naïf que he podido rescatar de esas crónicas. El resto es muy azucarado. Pero leyendo ese blog de 1978, me he acordado de lo que la censura colegial no permitía narrar en ese momento de recién inaugurada democracia. Que las tetas de las monitoras Campistrou y Casals nos llevaban de cabeza -ellas eran mayores que nosotros. Que en la piscina buscábamos que nos salvaran de ahogarnos y nos agarrábamos a sus cuerpos. Que el puñetero hermano de La Salle me venía cada noche para ver si había escrito ese blog de 1978, y yo sólo pensaba en ellas.
Pero era un chico cumplidor: "Tenga hermano". Y él leía: "De regreso a Cambrils hacemos un alto en el camino: Sant Carles de la Ràpita. Navés nos muestra su maestría en la pesca. Más adelante hacemos otro alto en el camino: Ametlla de Mar. Están de fiestas ".
En la granja de los caballos leí ese blog de 1978, treinta años después. Me acordé más de lo que no escribí, que de lo que redacté. Pensé que igual guardaban esas páginas grapadas las guapas Campistrou y Casals (si un día mandan a sus hijos a vaciar la buhardilla, igual encuentran esas "Colònies a Cambrils"). Me acordé de mi mismo en 1978. Y de Joan S. que tenía miedo de poner los pies en el agua por temor a los tiburones cuando íbamos en esa embarcación de pedales (con el que sigo riéndome cuando le encuentro en una terraza con su nueva novia brasileña). Y de Miquel C. que era tan serio ya de chico (y se dedica al teatro aficionado en la tierra de la niebla). O de Xavier M. (que cría ganado).
"Después de una reconfortable cena fuimos a la verbena de los pescadores. Luces, colorido, música... Aquello era un mundo asombroso y divertido. Cuando estuvimos mareados por aquella fiesta fuimos al mar. Las aguas parecían tranquilas. solemnes, calladas bajo la luz de la luna. Sobre ellas se mecían. como si bailaran un interminable vals, las embarcaciones".
Era 1978. Y éramos niños. Y no existían los blogs. Sólo las máquinas de escribir recuerdos que ahora cuento.
Hoy, justo hoy, mi padre cumple setenta y cinco años. Sus ojos grises lo celebrarán esperando que su mujer, con la que lleva casado casi medio siglo, le sirva un canelón extra en el plato. Será feliz otra vez rebañando lo que queda con un poco de pan. El resto de familia vivimos lejos, y sólo nos puede soñar o recordar o añorar a pesar de las llamadas telefónicas. Después hará la digestión en el sofá, y saldrá a jugar al frontón con su raqueta gastada, porque no tendrá a un tenista al que enfrentarse, mientras una cigüeña elegante sobrevolará seguramente la cancha. Y él detendrá el saque para mirarla con sus ojos grises. Y pensará en lo hermosa que es. Se sentirá vivo mirándola.
Ayer, justo ayer, hacía una semana que estaba en el concierto del sesenta aniversario de Jaume Sisa, en plaça Catalunya, con la pintora, intentando tomar esos granizados de cerveza que les compramos a unos paquistanís. Y riendo porque ni las llamas del mechero conseguían derretir tanta frialdad. Ella tenía la piel oscura de muchas vacaciones -o por genética-, que contrastaba con su ropa blanca y su risa blanca y su alma blanca. Conocía todos los temas que interpretaban Sisa y sus amigos. Los cantaba a grito pelado, como una niña. Yo despistaba, como si no conociera a esa mujer enloquecida de alegría.
Ayer, justo ayer, hacía nueve días que estaba con la mujer elegante corriendo entre ruedas de carruajes gigantes del espectáculo Pi-leau, del grupo holandés Close-Act, mirando cómo un pescador intentaba atrapar un precioso pez de trapo y ojos iluminados en rojo sobre nuestras cabezas, procurando que el tiburón articulado no nos comiera, intentando que no nos mojaran con sus mangueras. Reíamos. Estábamos junto al mar y amenazaba lluvia. Pero no llovió. Y fuimos a comer ese frankfurt triste a la plaza triste para hablar de cosas tristes. Para procurar apagar esos temas tristes con nuestras mangueras de bomberos aprendices, y transformarlos en un día feliz.
Ayer, justo ayer, hacía once jornadas que asistí a los conciertos de Facto Delafe y Las Flores Azules (plaça Reial) y de Giullia y los Tellarini (avinguda de la Catedral), en las fiestas de la Mercè. Diluviaba, y miraba el escenario bajo los paraguas de los demás. Estaba solo, en esa esquina, desplazando los pies para no parecer una estatua de sal. Intentando bailar. Nadie se acordará de esos momentos que disfruté.
Ayer, justo ayer, hacía cinco meses exactos que hablo con esa chica que es tan especial para mí. Siempre se le escapan las protecciones de sus dientes cuando escucha mis tonterías y yo oigo las suyas. A veces peleamos duro. De broma. Y de broma sacamos esas marionetas chulas al teatrillo irreal. Las movemos para pedirnos perdón, para hacer las paces. Y las discusiones se convierten en leves. Y seguimos siendo especiales el uno para el otro.
Hoy, justo hoy, hace casi un año que murió el señor Gris. Cuando paseo por los sitios de la tierra de la niebla a los que íbamos entonces, miro el azul del cielo, y a menudo nos sobrevuela una cigüeña elegante. Pensamos en lo hermosa que es. En su majestuosidad. Y luego nos vamos juntos, el perro y yo (aunque él haya muerto) a revolcarnos en aquella hierba entre los manzanos. Como hace un año. Pensando que el tenista se dispone a sacar en esa cancha de frontón, lejos de nosotros, mirando esa misma cigüeña que vemos nosotros. Él lo hace con su mirada gris, a sus setenta y cinco años que cumple hoy.
PD: si le ponéis comentarios chulos a mi padre, se los regalaré por su 75 aniversario. Él no conoce la existencia de este rincón, desconoce que le conocéis.