Mi madre siempre se ponía las gafas cuando pasaban una pelicula suya. Yo me apretaba las mías contra las orejas, para descubrir qué la hacía suspirar. Era Paul Newman. Le recuerdo en muchas películas, tumbado en el sofa de la tierra de la niebla.
Hoy, después de comer, en mi sobremesa de café con leche y pitillo, en el sofá de mi piso actual, han dicho en la radio que había muerto ese actor. Cuentan que se marchó del hospital para pasar sus úlltimos días en su casa. Siempre me gustaron sus filmes, su carácter guasón, su majestuosa belleza, su respeto por su eterna pareja, su humildad, su capacidad para envejecer. Su dignidad. A gente así dan ganas de guardarlas en la memoria.
Más que a James Dean, que se hastió antes de todo.
PD: quiero pensar que ese par de tipos que se ríen en el càsting, remenoran esa escena en el más allá. Tan felices.
A veces me acerco en bicicleta a mis colegios de cuando era niño, para recordar. Siguen allí, en las afueras de la tierra de la niebla, entre campos de cultivo, edificados como moles perennes, para recoger a los niños traviesos a los que los maestros deben curar sus rasguños. En mis piernas hay heridas externas de mil caídas de entonces, de cuando iba en pantalón corto y era feliz. Las cicatrices son el mejor diario personal. Jamás se borran de la piel, jamás se olvidan. Los daños internos -los que nos parecen más terribles- curiosamente no dejan rastro visible. Con el tiempo, se recuerda más un manillar de bici clavado en la rodilla, que esa novia que nos dijo adiós porque se enamoró de otro.
En esa época de cicatrices externas, antes de que la vida se complicara y las heridas se convirtieran en internas e invisibles, recuerdo que nunca fui bueno en matemáticas. Iba al cole con ganas de aprender, en busca de abrir mis libros de la editorial Bruño en el pupitre verde-manzana con entusiasmo. Pero los profesores de esa asignatura siempre andaban con las manos en los bolsillos, contando azulejos del suelo con sus miradas ensimismadas. Aburridos. En EGB el profesor gallego Costa me mortificaba con los deberes de recuperación para el fin de semana. Yo no entendía esos signos matemáticos extraños que no narraban ninguna historia comprensible.
Después, en el instituto, el profesor gallego Jurjo siempre me mandaba a recuperar para septiembre la asignatura de matemáticas a la lejana finca de tía Patricia. Allí abría los libros llenos de señales raras en la mesa de cámping, a la sombra de esa casa de barro antiguo, mientras los adultos recolectaban manzanas y la señora Hayden (entonces era pequeña y llevaba -coqueta- las coletas de Pippi Langstrum) correteaba a mi alrededor intentando atrapar mariposas. A menudo me obligaba a levantar las lentes del libro de texto y los apuntes, cuando me venía con sus cuentos de niña.
En cambio, siempre fui bueno en lengua. Claro que los profesores iban despeinados y eran altos, y sonreían sobre esos jerséis de cuello elevado, y andaban con libros románticos bajo el brazo. Y te ayudaban a preparar el examen. Y siempre se entendía eso del sintagma, el predicado y el verbo que me servía para abrazar con expresiones originales a las niñas en el recreo. Mi madre me enseñó las primeras palabras, y ellos me ayudaron a enlazarlas.
Gracias a sus clases -y a las posteriores en la universidad-, cuando escribo parto de una norma básica: quiero que la gente comprenda lo que cuento y que lleguen al final del texto. Tengo mis trucos: frases cortas, cambios de ritmo, que la historia tenga su propia música interna, usar backgrounds, utilizar la estructura piramidal (que empleo tan pocas veces). No me sirvo de palabras rebuscadas que esconderían lo poco culto que soy en realidad. Y después recortar, y recortar, y volver a recortar, porque la gente no tiene tiempo de leer.
Hace unos días escuchaba la radio con el café con leche fresco entre mis manos, y el humo del primer pitillo en el cenicero ascendiendo para dibujarme extraños contornos femeninos.
Era el programa El món a Rac1. Un colaborador explicaba cómo calcular el índice de niebla (lo que sobra) en un texto (creo que se trataba de Lluís Pastor). Contaba que existen fórmulas matemáticas para saber si un escrito es fácil de leer o es un jeroglífico indescifrable. Ofreció la fórmula en directo, pero no la anoté, así que la he copiado de la web de la emisora:
Escoge el fragmento de un texto qualquiera.
1. Calcula la media de palabras por frase. Para hacerlo divide el número de palabras del fragmento por el número de frases del fragmento.
Obtienes el resultado A.
2. Cuenta las palabras que tienen 3 o más sílabas. Excluye los nombres propios y los verbos conjugados, pero incluye los infinitivos, los participios y los gerundios.
Obtienes el resultado B.
3. Suma A y B y obtienes el resultado C
4. Multiplica C por 0,4, y el resultado es el índice de niebla.
- Será un buen texto si obtienes un número inferior a 15. - El texto será regular si obtienes un número de 15 a 20. - El texto será complicado si el número es superior a 20.
He aplicado el índice para calcular el nivel de niebla a dos fragmentos de mi blog, y el resultado es de 16. Por los pelos no obtengo el certificado de "buen texto". "Casonlolla", que diría MK. Si tenéis un ratito, veréis que es divertido aplicar esa fórmula a vuestras páginas.
He buscado en internet otros métodos para calcular el nivel de nuestros textos. Existen muchos más, creados por lingüistas y pedagogos y matemáticos: Robert Gunning, Rudolph Flesch, Flesch-Kincaid, Szigriszt-Pazos. El índice Huerta Reading Ease es especial para textos en castellano. Incluso me he descargado un pequeño programa para analizar textos. Me dice que mis posts pueden leerlos niños de primaria, y eso me gusta. Todas esas ecuaciones son complicadas, y se basan en aplicar fórmulas matemáticas a nuestras palabras, sílabas, frases, sintagmas, oraciones. A nuestras emociones. Y eso es difícilmente cuantificable.
Es extraño que tantos años después se hayan unido los viejos profesores cabizbajos de matemáticas con los de cuello de cisne de literatura, en ese viejo instituto, en esa vieja escuela de primaria que visito en bicicleta. Me detendré el próximo día que vaya allí, y les leeré un fragmento de algo que haya escrito. Espero que los matemáticos lo analicen. Si no lo consiguen, les mandaré a recuperar para septiembre, como hacían ellos conmigo. Y a los de letras, les daré las gracias por todo, aunque algunos ya han muerto.
Este viernes salí a caminar al anochecer, cuando los novios de las dependientas del paseo de Gràcia esperan fumando en la acera a que sus prometidas se cambien de ropa y sean sólo para ellos. Me gusta escuchar el sonido metálico de las persianas estrellándose contra el precipicio de la acera, el de los omnibuses roncos que devuelven a los paseantes a los barrios del norte, el de los artefactos fotográficos japoneses que retratan eternamente la casa Milà con sus clics nerviosos, el de las bicicletas del bicing que suenan a cacharro cuando la cadena roza contra el guardabarros.
Un hombre joven se acercaba a mí, de frente, en una de ellas, iluminado en rojo por los neones de Vinçon. Circulaba a escasa velocidad, con su mirada distraída en el infinito. Me fijé levemente en él porque no mostraba piercings, ni tatuajes piratas, ni vestía extravagantemente. Incluso su peinado habría recibido la aprobación de mi madre. Quizá los dos estábamos abstraídos pensando en qué nos prepararíamos para cenar, en que la cisterna del inodoro gotea, en que el lunes iríamos al banco para protestar por una comisión injusta, en que los padres ya no son jóvenes, en que -aunque la gente nos reclame de vez en cuando- no tenemos prisa por regresar a casa porque nadie nos espera, en que tenemos un email por escribir, en que debemos aprender a ser más alegres. Entonces se le cayó la mochila al suelo, en ese lugar deshabitado, y siguió dando pedales en la bicing blanca y roja de manera despistada, sin darse cuenta de su pérdida.
Era una bandolera de color gris claro, de tamaño considerable. La miré abandonada sobre las baldosas diseñadas hace tiempo por Gaudí. Parecía nueva. Pero lo que más me apasionaba era lo que no podía ver: su interior. Pasó un segundo.
Quizás estaba repleta de chicles Trident Tornado, que podría colocar sin problemas a la salida de los colegios de mi zona. O contenía las fotografías de este verano, que ya se quiere acabar para siempre, de una gente desconocida para mí, pero que podrían irme de perlas para completar mi álbum personal (tan desprovisto de imágenes) con unos cromos ajenos. O guardaba emails de amor recibidos de una novia exótica. O una obra de teatro inédita en busca de productor. Pasaron dos segundos.
El chico estaba a punto de cruzarse con mi sombra, y la mochila sólo era un bulto alejado y huérfano. En cuatro pasos podría ser mía. Me sentaría en un banco solitario para violar sus secretos. Me asombraría con sus mapas del tesoro, con esos CD's de música que no había escuchado en mi vida, con esas llaves que abrían un domicilio del que no tendría jamás la dirección. Entonces el ciclista me miró sin querer. Sólo fue un cruce de miradas como los millones que se producen en la metrópolis a lo largo de la jornada. Tenía unos ojos grandes, bovinos, serenos. Acaso como los míos. Quizá los dos estábamos abstraídos pensando en qué nos prepararíamos para cenar, en que la cisterna del inodoro gotea, en que el lunes iríamos al banco para protestar por una comisión injusta, en que los padres ya no son jóvenes, en que -aunque la gente nos reclame de vez en cuando- no tenemos prisa por regresar a casa porque nadie nos espera, en que tenemos un email por escribir, en que debemos aprender a ser más alegres. Y entonces mi mano izquierda se levantó por su cuenta, como si perteneciera a un guardia urbano de paisano que no era yo, para darle el alto. Él frenó ese cachivache ruidoso (y la cadena dejó de armar escándalo contra el guardabarros) para girarse a mirar lo que le señalaba con el dedo. Hacía tiempo que no me regalaban una sonrisa tan sincera. Habían pasado tres segundos.
Me ofreció repetidamente las gracias, y se alejó con mi mochila cargada para siempre de secretos. En su espalda.
PD: Para ella, que toma un té mientras lee distintos textos de buena mañana en la pantalla y desvía, a veces, su mirada a ese cochino jabalí que confunde con un perro.
Le ha costado, pero Khalina ya tiene su blog. Espero que no le moleste que lo haga público sin pedirle permiso. Somos amigos, así que abuso de su confianza. Hace tiempo que quería leer lo que le pasaba, lo que pensaba, lo que sentía. Y no me ha defraudado su primer texto. Al contrario, me ha gustado. Creo que va a continuar acariciándonos con sus historias. Benvinguda Khalina a aquest petit món. I no deixis d'escriure.