Harén Fútbol Club 5 (Tenemos cartel, y a una nueva jugadora).
Atikus es quien se ha calzado las botas más temprano en esta aventura futbolística. Hace semanas, la defensa central Rita y la pibote defensiva MK (las gamberras del equipo) inundaron el buzón de correo electrónico del pobre segundo entrenador con emails exigiendo que creara un cartel para nuestro equipo (algunos eran incluso amenazadores). Ese madrileño, además de tener paciencia, es creativo. No hizo un esbozo para salir del paso, creó dos. (Muchas gracias, amigo -una palabra que utilizo con cuentagotas.) ¿Cuál os gusta más?
Nos falta la equipación. Sé que ha habido propuestas para crearla, pero quiero que la haga la mejor diseñadora de ropa que conozco: Emily. No voy a dar ideas, pero tengo su dirección de gmail y no siempre soy discreto con esas cosas. Quizá la defensa central Rita y la pibote defensiva MK (las gamberras del equipo) tienen ganas de inundar su buzón de correo electrónico exigiendo que imagine un uniforme para nuestro equipo.
También he recibido comentarios, emails y llamadas telefónicas explicando que os estáis poniendo en forma en vuestras vacaciones. Me gusta. Falta poco para la concentración del cuatro de agosto, y parece que comenzaremos con buen tono físico.
Tengo una última noticia. Incorporaremos a una tercera portera al Harén Fútbol Club: Silenci. Es joven, pero espabilada. Una guardameta por descubrir. Espero que Xurri la ayude a adquirir experiencia en ese puesto tan exigente.
PD: La canción es cortesía de Alatrencada, que hace siglos que no actualiza su blog. No quiero dar ideas, pero tengo su dirección de hotmail y no siempre soy discreto con esas cosas. Quizá la defensa central Rita y la pibote defensiva MK (las gamberras del equipo) tienen ganas de inundar su buzón de correo electrónico con emails exigiendo que vuelva a narrar historias.
El cuatro de julio, al atardecer, unas niñas preciosas de parvulario me abordaron mientras esperaba a la pintora y a la gente del sur, apoyado en una pared de la plaza de la Revolució de Setembre de 1868. Llevaban un mensaje que alguien les escribió sobre un cartón: "Se regalan abrazos". Me agaché y se los ofrecí. Me dan vergüenza esas cosas, pero las apreté contra mí.
Era una cena entre nuevos amigos, que organizó la pintora antes de que llegaran las vacaciones (que ninguno de nosotros va a tener). Nos invitó a su taller, ese mundo en el que los artistas plásticos llenan el suelo con cuadros inacabados, con mezclas de pinturas, con trapos manchados de tintes. Es como entrar en un templo. Aunque no seas creyente, sabes que estás en un espacio cargado de energía. Sus obras azules te dejan sin habla, como diría Holden Caulfield.
La mujer de los mares del sur también es creativa. No conozco su lugar de trabajo, pero lo imagino lleno de bocetos, de patrones, de telas, de ideas. También de libros, y películas clásicas en DVD y óperas en su equipo de música que mecen entre sueños a su curioso perro. Se muere de vergüenza ante los desconocidos, pero se le escapa la risa cuando se cansa de esconderse tras su coraza, y entonces ves la expresividad de sus ojos y su boca. Entonces es ella de verdad. Creo que nos vamos a caer bien. Tendrá dos hijos, según pronosticó un péndulo improvisado sobre su mano a la salida del Bonobó. Un círculo significa una niña, un vaivén significa un chico. El mío se quedó parado. Eso significa la nada.
En realidad, la mujer de los mares del sur ya tiene una hija: la sirenita. La trajo a la cita de nuevos amigos (cuando era joven, las chicas querían presentarme a sus padres; ahora quieren presentarme a sus hijos). La sirenita escribe textos interesantes en las buhardillas de sus hogares improvisados. Es una chica francesa muy bonita que habla en un catalán bastante correcto, mientras te mira con esa mirada franca de veinte años. (Claro que a su edad también yo miraba así.) Es natural y fresca. Inconsciente de su belleza que aplaudía todo el mundo en los locales a los que entrábamos para pedir pomades menorquines.
Las tres artistas quisieron compartir esa noche conmigo, que sólo paseo.
2.
El veinte de julio, por la tarde, la estación de metro Fontana estaba cerrada por obras. Así que bajé en un ómnibus especial hasta la parada de metro Diagonal, para montarme en un vagón sin aire acondicionado y llegar a la plaza Catalunya. Luego salí corriendo hasta la plaza Universitat porque llegaba tarde y sudoroso a la cita con la mujer elegante. Lo que me gusta de ella es que siempre me ve aparecer desde lejos, y comienza a agitar los brazos, como si dirigiera el tráfico, para indicarme el semáforo por el que debo cruzar (le gusta mandar). Jamás entiendo sus indicaciones. Y ella sube y yo bajo. Y los dos retrocedemos y es un lío. Pero al final siempre acabamos lo suficientemente cerca como para darnos un par de besos.
Era una cita entre viejos amigos, que organizó ella antes de que llegaran las vacaciones (que ninguno de nosotros va a tener). Fuimos a ver una película: Caos calmo, de Antonello Grimaldi. Se pasó el día anterior viendo trailers por internet, buscando la mejor oportunidad. Hicimos una especie de cine-fórum a la salida, notando la brisa que nos refrescaba en ese tramo de la Gran Vía. Coincidimos en que la historia no estaba bien acabada, a pesar de que prometía ser interesante al inicio (claro que es fácil criticar el trabajo de otros). Y que la eterna escena de sexo era gratuita.
Luego la obligué a caminar hasta su barrio y, exhaustos, pedimos unas tapas y unas cervezas en un bar de la plaza d'Osca. Le gusta escribir. Me mostró orgullosa un libro editado por una amiga suya con textos de ambas, y de otros narradores. Se notaba en su rostro que estaba satisfecha del resultado. Creo que conmigo deja colgado en el perchero su chaqueta de mujer impenetrable, como yo dejo colgada la mía. Y podemos saber cómo estamos, qué pensamos, qué sentimos sólo con una mirada. Me hizo recorrer su barrio, me señaló el edificio donde vive. Me convidó a descubrir su espacio vital: su instituto, sus tiendas, sus paradas de ómnibus para ir al trabajo.
Esa artista quiso compartir esa noche conmigo, que sólo paseo.
3.
El veintidós de julio, por la noche, estaba en otra ciudad. La mujer checa llegó puntual. Estaba preciosa con su cabello corto y esas gafas que la hacen parecer más creativa (aunque ya lo sea cuando lleva lentes de contacto). Nos sentamos en una terraza y tomamos una cerveza, esperando a la irlandesa que jamás aparece con menos de un par de horas de retraso. Charlamos un buen rato. Creo que era la primera vez que estábamos a solas. Con ella siempre parezco tímido y torpe. Desconozco el por qué.
Cuando quedaban pocos temas de conversación, pasó la irlandesa conduciendo su estupenda bicing por la calzada. Despeinada como siempre. Salvaje como siempre.
Era una cita entre muy viejos amigos, que organizó esa ciclista antes de que llegaran las vacaciones (que ninguno de nosotros va a tener, excepto la mujer checa que hará el Giro de Italia con el pescador y los niños). La irlandesa va a escaparse a cantar a Madrid durante seis meses, a las órdenes de Mario Gas. Ahora siente nostalgia anticipada por todo lo que va a dejar atrás. Y después sentirá nostalgia anticipada por todo lo que habrá abandonado allí, cuando regrese al Mediterráneo. Es así de sentimental.
Queríamos cenar, pero a las doce de la noche en esa ciudad lejana estaba casi todo cerrado. Encontramos el último restaurante con las persianas levantadas. Tuvieron compasión. Unos camareros muy extraños nos sirvieron calamares, ensaladilla, esqueixada y patatas bravas.
Luego paseamos un rato por esa rambla. Les conté que la mujer de los mares del sur es una apasionada de la ópera La Bohème y que quería conocer la historia, ya que ella no había querido contármela. Me explicaron el argumento: Rodolfo vive con un pintor en un apartamento de París; su vecina es Mimí. Todos son igual de pobres y no tienen ni con qué calentarse. Narraron toda la obra. Y luego se pusieron a cantar trocitos de ópera en plena calle, en tono suave para no despertar a los vecinos (se la saben de memoria). Tienen unas voces que te dejan sin habla, como diría Holden Caulfield.
Esas artistas quisieron compartir esa noche conmigo, que sólo paseo.
Dejaron de cantar cuando llegamos a la parada del bus nocturno y apareció mi vehículo. Las vi desaparecer por la ventana trasera.
En esos encuentros siempre hay un ómnibus de noche de regreso a mi apartamento. Normalmente se montan en él asiáticos que crees que te van a reventar a disparos como en una película de Takeshi Kitano, camareros cansados con sus pantalones negros y sus camisas blancas, adolescentes tatuados con ojos desorbitados... Desde las ventanillas, los servicios municipales de limpieza siempre riegan una esquina de una calle. En las aceras ves sombras paseando a esas horas. Como la mía hace un tiempo, antes de que apareciera esa gente con el cartel: "Se regalan abrazos".
En la tierra de la niebla las denominamos cargolines. No he encontrado el equivalente en castellano, pero sí en latín. Pomatias elegans. Es un gasterópodo del tamaño de la punta del dedo meñique, de concha blanca, que se queda a dormir de noche y de día en los tallos de las matas de hinojo soñando con que llueva para salir a darse un chapuzón en las gotas de agua. Eso si la señora Sofía no las ha recogido antes de la tormenta para meterlas en la bolsa del Caprabo. Las prepara hervidas con brotes de hinojo, sal y patatas nuevas sin mondar. Y las acompaña con una salsa de tomate picado con abundante ajo y un chorro de aceite. Me encantan.
En la tierra de la niebla, este sábado pasado celebraba mi cumpleños con adelanto (no los cumplía hasta tres días después). Para cenar, mi madre sirvió platos de cargolines para todos (el tenista arrugó la nariz, porque no tiene paciencia para comer caracoles). Es un tipo de comida que una hora después de que te la sirvan todavía estás montando pinchitos de gasterópodos, con trocitos de tomate, fragmentos de patata y virutas de ajo.
A medio festival gastronómico, aparecieron los Hayden en escena, con prisas, preguntando si los abuelos podían hacerse cargo de los niños porque ellos estaban invitados a un concierto donde cantaba el hermano del sargento. El Homenot se ha casado hace poco, y me hacía ilusión felicitarle. Además, jamás le había escuchado cantar (tampoco a su esposa, que forma parte del coro). Así que levanté un dedo pidiendo permiso para acompañarles. "Sí, però vés depressa, perquè ja fem tard", me dijo mi hermana. "M'he de mudar?", le pregunté. "No cal, però ves depressa".
Dejé las cargolines y la salsa de ajo y tomate sobre la nevera. Y aparqué la tortilla de espinacas para más tarde. Volé a mi habitación para ponerme los jeans nuevos (de rebajas) intentando no caerme a la pata coja, y la camiseta que me regalaron los Hayden con un cangrejo estupendo de color rojo en el pecho (mi signo zodiacal). Luego los calcetines y unos zapatos de andar en verano. Me lavé los dientes a conciencia, porque notaba un fuerte sabor de ajo en mi boca. Pero a medio cepillado, la voz de mi hermana ascendió por el hueco de la escalera. "Baixes o què?".
Me monté en la parte trasera del Golf, de perfil, porque no cabía, entre las sillitas de los enanos. Antes de salir de la población, la señora Hayden se giró y me preguntó si había comido ajo. "Una mica". "Una micaaa?". Si queréis hacerme sentir un ser acomplejado, hacedme una pregunta así. Bajé un poco la ventanilla (sin que se dieran cuenta, porque me abroncan diciendo que se pierde el aire acondicionado). Me llené los carrillos con pastillas de Trident Tornado, y masqué como un hámster viendo pasar primero las sombras de los manzanos por la ventanilla, y luego las siluetas de los viñedos.
Pensé que asistiríamos a un concierto íntimo, un poco de andar por casa. Pero el castillo estaba estupendamente iluminado, y había cámaras de televisión. Las señoras cruzaban los jardines en traje de noche como pavos reales, y los tipos de los Mercedes las seguían con el rostro ensangrentado por culpa de las corbatas de seda que les ahorcaban. Aparcamos lejos, cerca del lago, y chapoteamos en los charcos de lluvia de puntillas como bailarinas. El sargento llevaba un pantalón corto y una camiseta vieja (también creía que el concierto era de andar por casa). Así que aparqué mi vergüenza, hasta que revisitó la bóveda de mi paladar el sabor a ajo. Introduje medio paquete de Trident Tornado en mi boca.
La actuación había comenzado, y entramos en la iglesia como fantasmas sigilosos. Nos sentamos en un rincón desierto, bajo la imagen de un santo de expresión severa. La primera parte del repertorio eran piezas catalanas. Música de Xavier Sans, Manuel S. Puigferrer, Josep Prenafeta, Baltasar Bibiloni... De vez en cuando me revenía el mal sabor. Entonces aguantaba la respiración, giraba el cuelo y espiraba el aire envenenado donde sólo podía protestar el santo de la pared.
Según el tríptico que me habían entregado en la entrada del templo, el tema Molt lluny d'aquí era el último de la primera parte del concierto. Los miembros del coro (luego me contaron que es uno de los mejores de Catalunya) saludaron con una inclinación reverencial al público. Los feligreses nos levantamos de los bancos en busca de una salida para fumar un pitillo. En mi caso, necesitaba aire libre donde inspirar y espirar con tranquilidad. Todo iba bien hasta que nos cruzamos con ellos.
En cada pueblo hay una familia noble. La que dispone de riqueza desde tiempos inmemorables. La que todo el mundo reconoce por la calle. En la tierra de la niebla ellos son los señores C. Son dueños de la iglesia donde transcurría el concierto, del castillo colindante, de las viñas, de las bodegas, del lago. Incluso de los patos que nadan en él. Conozco a la mayoría de miembros de esa familia que formaban en la puerta de salida, saludando uno por uno a los asistentes al concierto patrocinado por sus bodegas. Empujé al sargento para que saliera antes que yo al exterior. Sus pantalones cortos amortiguarían mi camiseta del cangrejo. Él superó rápidamente el protocolo porque le tienen más visto. Pero hacía siglos que no se cruzaban conmigo.
"Com estàs?". "Quant de temps". "No ens veiem des que va néixer l'Oriol". "Ja no fumo, com que em vaig quedar embarassada. I tu, encara fumes?". "T'has aprimat?". Yo inspiraba todo el aire que podía en mis pulmones, les daba un beso o les tendía la mano, retrocedía dos pasos, espiraba el olor a ajo a mi espalda y les respondía desde esa pequeña lejanía utlizando el menor número posible de palabras.
Supongo que atribuyeron ese comportamiento peculiar a mi eterna timidez. Tampoco se trata de gente arrogante. E. C. se alegró realmente de verme. Estaba guapa con su flequillo de chico gamberro, y me detalló sus maternidades. Y S. C. guardaba en su memoria que hacía quince años me prestó su casa, llena de libros y discos, junto a una playa, para que cuidara a su perra Reina (de la misma raza que el señor Gris) y le regara el cesped al atardecer.
El Homenot pasó como una centella a nuestro lado, saludando sin detenerse. Comenzaba la segunda parte del concierto. Entramos de nuevo al recinto y surgieron las notas imaginadas por Henry Purcell hace más de trescientos años: Música per als funerals de la reina Mary. Luego el coro interpretó Chichesters Psalms, de Leonard Bernstein. La mejor pieza de la velada.
Son unos cantantes magníficos. El Homenot conoció a su esposa en esa formación. Eso no debería contarlo porque todavía es un tema secreto. (Confío en vuestra discrecion.) Esperan un hijo o una hija cuando regrese el invierno. Les irá bien. Esa noche, antes de conocer la noticia, le dije al sargento que me parecía que se habían encontrado, que tenían aspecto de pareja de verdad, tras verles caminar frente a nosostros sudorosos después de su interpretación. Andaban abrazados.
Después del concierto, las bodegas nos convidaron a un magnífico vino tinto denominado 1780 en las mesas improvisadas en los alrededores del castillo. La noche era fresca y el ambiente era elegante. A pesar de que el sargento y yo íbamos vestidos para una fiesta en Lloret, no nos negaron una copa. Ni luego otras más. Bebimos más de la cuenta. Así que la señora Hayden nos sentó en las sillitas para niños de la parte trasera del coche y nos condujo de regreso a la granja.
La señora Sofía todavía estaba despierta. Dijo que alguien olía a vino. No me quedaban más chicles de Trident Tornado.
El guardián entre el centeno (cuatro pequeñas historias)
1. Domingo (rojos).
Hace unos días me regalaron El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, y desde entonces me acompaña en los paseos.
El domingo pasado bajé a la playa al caer la tarde con el ómnibus 39, para alejarme de la final de la Eurocopa de fútbol entre Alemania y España que se jugaba en el patio de luces de mi edificio con los transistores a toda potencia. Odio profundamente ese forofismo desatado alrededor de la roja. Parecen nuevos ricos. En el viaje vi muchas banderas españolas por la calle. Incluso en el autobús viajaban tres chicos que hablaban en catalán y vestían la camiseta de la selección estatal. Se entusiasmaron con una adolescente pelirroja que caminaba con sus amigas por la calle Pau Claris. Llevaba una prenda ajustada donde se leía Fernando Torres y un 9 enorme en la espalda. Gritaron como locos golpeando los cristales, hasta que ella les levantó el pulgar. La verdad es que la chica era bonita. Me entraron ganas de gritar como un loco y levantarle el pulgar. Pero en lugar de hacer eso comencé a leer mi novela:
Si realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y todas esas gilipolleces estilo David Copperfield, pero si quieren saber la verdad no tengo ganas de hablar de eso.
La arena de la playa estaba sucia de envoltorios de Pans & Company, latas de cerveza (Homer Simpson debe andar de vacaciones en la ciudad) y botellas sin mensajes escampadas por todas partes. Algunas flotaban en el mar. Incluso ondeaba una bandera española anclada en la arena, abandonada a su suerte. Me costó encontrar un espacio donde sentarme en ese vertedero prácticamente deshabitado. Los cochinos que dejaron ese paisaje tras sus chancletas ya estaban en sus casas con la camiseta roja, pendientes de la final de la Eurocopa. Sólo me hacían compañía las gaviotas, revolviendo los residuos con sus picos ganchudos, y un grupo de cuatro extranjeras.
Eran menudas de estatura. Tres parecían nórdicas y una era asiática. Jugaban a fútbol con sus mochilas simulando ser porterías. No tenían mucha habilidad con la pelota en los pies. Así que cambiaron de deporte y se pasaron al voleibol. Con las manos tampoco eran gran cosa, pero me quedé mirándolas hasta que se cansaron de jugar. Fue mi gran final de la Eurocopa, ajeno a los petardos de celebración por la victoria de España ante Alemania, que comenzaron a atronar en el cielo de la ciudad.
2. Miércoles (roces).
Antes me encantaban esos días en que era invisible, que era siempre. Me cruzaba con rostros desconocidos en el paseo y sabía que difícilmente detendrían su mirada en mí. Ahora conozco a más personas, entre otras cosas por culpa de escribir un blog. Este miércoles, sin ir más lejos, estaba mirando rebajas tranquilamente en H&M. Tenía entre las manos unos jeans que me iban bien de cintura, pero mal de longitud. Revolvía ese arsenal de prendas, intentando descifrar el significado de 33 W y 32 L, cuando comenzaron a empujarme por ambos flancos. Pensé que se trataba de dos maleducados intentando ocupar mi territorio. Pero eran la princesita y Buñuel bromeando conmigo. Ella estaba de un humor excelente, y me mostró su vestido nuevo con el que saldrá a cenar este verano con mil amigos y amigas. Hablamos un rato y quedamos para una cita formal en poco tiempo (los encuentros casuales no cuentan).
No compré nada, porque me hice un lío con las malditas etiquetas y porque no soporto estar más de treinta minutos en un centro comercial. Así que para disipar el mal humor me senté a leer un rato en un banco de la rambla Catalunya (lejos de las terrazas):
Soy el mentiroso más impresionante que han visto en su vida. Es horrible. Hasta cuando voy a comprar una revista, si alguien me pregunta que adónde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es terrible.
Al rato, recordé que debía responder un email de la pintora, y ella se acuesta temprano. Así que regresé a casa a paso de marcha militar. Llegué a mi barrio sudoroso pasadas las diez de la noche. Estaba impresentable. Una manita me saludó desde el interior de un vehículo. Levanté la mirada y vi su sonrisa en esa cara de eterna niña. Era ella, la destinataria del correo electrónico. Se despojó del cinturón de seguridad y salió del coche para abrazarme (espero que no notara mi humedad). Charlamos un instante sobre esa cena que tenemos pendiente con la gente del sur, y le conté que caminaba apresurado para escribirle. Ella siempre se ríe de todo, especialmente de las casualidades. Luego quiso presentarme a alguien. Convidó a salir del coche a un tipo parecido a Matthew McConaughey. Un tipo realmente atractivo, alto y elegante. Me tendió la mano y no pude esconder la mía sudorosa, ni mi camiseta fuera del pantalón que buscaba refrescar mi cuerpo con esas brisas puntuales que se obtienen en los cruces de algunas calles. Pero ella dijo: "M'encanten aquestes passejades nocturnes teves". Y me hizo sentir bien. Añadió: "Que ens haguem trobat no vol dir que et puguis estalviar aquest email. M'agradarà llegir-lo". A personas así no puedes negarles nada.
3. Jueves (serenata).
Normalmente el Turó Parc cierra sus verjas hacia las diez de la noche. Por eso me alegró (y me extrañó) encontrarlas abiertas este jueves cerca de las once. La gente seguía paseando a sus perros. Tres pequeños cachorros de Shar Pei vinieron a buscar mis caricias, uno tras otro. Su propietario, con pantalones pirata beige, camisa azul celeste y mocasines de piel, ni me miró.
A pesar del tránsito de paseantes, no quise quedarme encerrado de nuevo en el parque como me sucedió hace un tiempo. Me senté en el banco más cercano a una de las puertas laterales y extraje El guardián entre el centeno de mi mochila:
Lo primero que hice cuando me bajé en Pennsylvania Station fue meterme en una cabina telefónica. Tenía ganas de llamar a alguien. Dejé las maletas a la puerta de la cabina para poder vigilarlas, pero tan pronto como estuve dentro no se me ocurrió nadie a quien llamar. Mi hermano D.B. estaba en Hollywood. Mi hermana pequeña, Phoebe, se acuesta alrededor de las nueve, así que no podía llamarla.
Entonces escuché a mi espalda unos aplausos lejanos. Parecían provenir del corazón de las tinieblas del Turó Parc. No me atreví a adentrarme en ellas por temor a quedarme encarcelado de nuevo. Pero las sombras de la gente que caminaba tranquilamente por los senderos de tierra me hizo aventurar. Una música muy suave venía con la brisa, y cada vez era más distinguible el sonido de una flauta y una guitarra. En la glorieta central, medio centenar de personas asistían a un concierto minúsculo de dos intérpretes. Me quedé de pie, cerca de la última fila de sillas plegables. Una funcionaria de Parcs i Jardins me observó un rato antes de acercarse a mí (cuando intuyó que me quedaría, que no era un curioso). Me entregó una hoja en la que pude leer que Agata Podsiadly y Carlos Delgado interpretaban piezas de Egberto Gismonti, de Antonio Vivaldi, de Piazzola..., dentro del ciclo "Música als Parcs". De fondo croaban las ranas. Corría el aire fresco. La música era casi tímida. El público permanecía silencioso. Me senté y me olvidé de todo.
4. Sábado (Yi)
Hacía siglos que no detenía mi taxi vital entre las torres de la avenida de la Reina María Cristina. Miles de personas contemplaban el espectáculo de la fuente mágica. Apretados, acalorados. Este sábado por la noche todos los museos de Montjuïc eran gratuitos. Así que evité el tumulto y desvié mis pasos hacia la avenida del Marquès de Comillas hasta llegar al CaixaForum. Hace poco estuvo allí la mujer de los mares del sur y me habló con entusiasmo de la exposición temporal "L'escola Yi, trenta anys d'art abstracte xinès".
Un público escaso deambulaba por los pasillos de ladrillo rojo de la antigua fábrica Casaramona, buscando una de las cinco muestras artísticas de este verano. Me costó encontrar la mía, pero mereció la pena. La mayoría de las ochenta obras (pintura, escultura e instalaciones) me contaron alguna pequeña historia, con esa sutileza tan oriental. Según el folleto que me entregaron en la entrada: "Yi es una palabra que representa el estado de contemplación y meditación de los creadores. La manera en que los artistas o los poetas piensan sobre su entorno, o lo observan, es el punto de partida de esta muestra". La última obra era la más llamativa para la gente agreste como yo que no entendemos de arte: un rectángulo con decenas de abanicos de algodón y bambú colgados del techo mediante alambres, y girando levemente con las corrientes de aire.
Cometí el error de abandonar la tranquilidad del CaixaForum para adentrarme en el infierno de la montaña. Una cosa llamada The block party (dos escenarios con distintos dj's armando jarana) me taladró los tímpanos durante la ascensión. Las escaleras mecánicas eran un embudo donde quedaba atrapada la marea de visitantes, así que subí a pie hasta coronar la explanada frente al Palau Nacional. Era fácil acceder al interior del edificio, pero la cola de gente abanicándose mientras aguardaba para entrar en la muestra "Duchamp, Man Ray, Picabia" daba demasiadas vueltas alrededor de mi paciencia. Me dediqué a contemplar la arquitectura del edificio. Pura grandeza vacía. La inmensa sala central estaba poco transitada. Subí en ascensor al mirador del segundo piso y me senté en una grada. Estaba solo. Los visitantes parecían poca cosa allá abajo, como yo debía parecerles insignificante allá arriba. Estaba cansado (llevaba cuatro horas caminando) y pensé en quedarme un buen rato sentado, sintiendo el hormigueo en mis piernas. Abrí el libro:
Volví al hotel andando todo el camino. Cuarenta y una manzanas estupendas. No lo hice porque me apeteciera andar ni nada de eso. Fue porque no quería entrar y salir de otro taxi. A veces se cansa uno de ir en taxi tanto como de ir en ascensor. De pronto tienes que andar, no importa hasta dónde o hasta qué altura.