Viendo la derrota del Barça contra el Manchester United en semifinales de la Champions League, esta noche me he acordado del nombre de un grupo de punk-rock que me gustaba a mediados de los 80: Derribos Arias. Tenía grabados en una cinta varios de sus temas, y los escuchaba tan a menudo que seguían sonando en mi cerebro durante las clases de Estructura de la información periodística de Pia Barenys. Mi canción preferida era "Aprenda alemán en siete días".
Derribos Arias tuvo una vida efímera (1981-1987) a pesar de las excelentes críticas musicales. Fueron buenos, pero un día se largaron de la sala de grabación y el último apagó la luz. Nunca más de supo de ellos, hasta que Poch (Ignacio Gasca), su líder, murió prematuramente en 1998 por la enfermedad de Huntington, y recibió homenajes de los viejos roqueros de la movida.
Viendo la derrota del Barça esta noche me he acordado de Derribos Arias. Este equipo ha tenido una vida efímera (2003-2008) a pesar de disponer de la mejor plantilla del mundo. Ganaron títulos importantes. Fueron un excelente grupo de futbolistas. Pero hoy se han largado de la sala de grabación y el último ha apagado la luz. Era Frank Rijkaard, su entrenador. Un hombre negro de origen caribeño (y pasaporte holandés) que parece sueco. Echaré de menos su elegancia, su calma, su discreción y su humildad.
Las excavadoras han comenzado a derribar esos muros que, hace tiempo, parecían sólidos.
El día de Sant Jordi, Buñuel -Guardia de Corps de la princesita- me comentó que había leído en este blog un relato que publiqué en enero y me animó a repetir el experimento. En un primer momento lo descarté porque no me gusta entrecruzar realidad y ficción, y utilizo este espacio en internet sólo a modo de diario personal. Luego recapacité; si en mi vida soy una persona caótica, un poco de desorden no le vendrá mal a este blog. De vez en cuando le haré caso a Buñuel.
Ballenas varadas
Desde pequeño, Markus tendía una red metálica de orilla a orilla en el pequeño arroyo que discurría junto a su casa. En ella encallaban los más diversos objetos, procedentes de corriente arriba. Su afición era sacarlos a tierra, al término de la jornada, y examinarlos. Principalmente encontraba ramas de árbol, pájaros ahogados, manzanas flotando como boyas rojas...
El día en que cumplió diecisiete años, descubrió el cuello de una botella que danzaba, atrapada, con los embites del agua. Al rescatarla, comprobó que guardaba en su interior un papel enrollado. Entró en la casa. A la luz del hogar, leyó una carta anónima: "Hoy he cumplido diecisiete años. Me encantaría que alguien leyera esto, que me felicitase y pensara que soy la chica más hermosa del mundo, la más sensible, la más amable. Me gustaría sentirme menos sola cuando tú, persona misteriosa y desconocida, leas esto, cuando me imagines". La carta era más extensa. Hablaba de una persona que veía pasar la vida corriente abajo, una mujer dulce y confiada que soñaba sueños que coincidían con los de Markus.
Markus releyó muchas veces el mensaje. Aquella noche, dormido en su lecho, soñó con la muchacha que tenía su misma edad y que vivía cerca de su arroyo. Como él, era un ser hermoso, sensible y amable. Guardó la carta como un tesoro. Pasaron muchos días en que, al atardecer, Markus buscaba desesperadamente nuevas botellas varadas en la red, como ballenas en una playa. No tuvo éxito.
Había transcurrido exactamente un año desde aquel hallazgo. Casi había olvidado a la chica del mensaje cuando volvió a ser el cumpleaños de Markus. Por la noche, como regalo por su mayoría de edad alcanzada, sus padres le dejaron viajar solo, por primera vez, hasta el cercano pueblo de Tiengen.
Eran las fiestas de la vendimia. Los ciudadanos vestían sus mejores trajes. Markus aparcó su bicicleta cerca de la plaza donde una orquesta interpretaba una música alegre. Se acercó a la muchedumbre con las manos en los bolsillos de su pantalón nuevo y se sintió, por primera vez, un hombre. Durante un rato, observó que las mujeres más lindas, las que tenían mejor figura, bailaban y se reían con los varones locales. Se acercó al bar cercano. Pidió una bebida alcohólica. Después otra. Bebió hasta que las mujeres bellas lo parecían menos y las que estaban sentadas, sin pareja, eran más deseables. Se fijó en una de ellas que tenía, más o menos, su misma edad.
La invitó a bailar. Le provocó muchas risas. Ella sonreía feliz mirándole a sus ojos enrojecidos por el alcohol. Markus le parecía el príncipe soñado desde hacía tiempo, su salvación de la soledad, el hombre que la introduciría en los secretos del amor, que la arrastraría corriente abajo. Le siguió hasta las afueras del pueblo mientras la música alegre seguía sonando en su interior. A la vera del arroyo se sintió más mujer que nunca, más hermosa, más deseada.
Les despertó el amanecer. Las primeras luces del día incidieron sobre el rostro suave, enamorado, de la muchacha. Hasta que sus ojos descubrieron la sensación del desprecio en la mirada del amante, en el rostro hinchado de un desconocido que se vestía deprisa para montarse en su bicicleta. Le miró alejarse por el camino junto al riachuelo, corriente abajo, su silueta recortada contra el alba. Se sintió más sola que nunca.
Regresó a casa. Nadie se había despertado todavía. Buscó una botella vacía y la llevó a su habitación. Tomó un papel en blanco y un lápiz. Escribió: "Hoy he cumplido dieciocho años. Me gustaría que alguien leyera esto, me felicitase y pensara que soy la mujer más hermosa del mundo, la más sensible, la más amable. Me gustaría sentirme menos sola cuando tú, persona misteriosa y desconocida, leas esto y me imagines". Escribió más cosas. Dobló cariñosamente la carta y la introdujo en la botella. La taponó. La lanzó al arroyo desde la ventana. La vio caer, ingrávida, hacia las aguas. La vio marcharse hacia el sur, mientras el aroma suave del nuevo día secaba su mirada.
Creo que fue en 1981 (no importa si un año antes o después). Había un concurso de narrativa en el instituto de la tierra de la niebla. Por Sant Jordi. Quería participar, pero tenía que prepararme para un examen de esa química que tanto odiaba. El profesor era mayor y le costaba andar. Se apoyaba en el bastón dando pasos que angustiaban. También se aguantaba en las paredes y por eso le llamábamos Spiderman, con crueldad. Pero era un tipo ecuánime y me aprobó.
Sólo me quedaba un día para presentar el texto. Me tumbé en la cama del tercer piso de la granja de los caballos, sobre esa colcha roja, e imaginé una historia con fórmulas químicas y un perro extraviado. Me gustó cómo había quedado. La entregué justo a tiempo y gané el premio. Recuerdo la vergüenza que pasé leyendo el relato en voz alta para ese auditorio. Pero, por la tarde, fui a la librería dando zancadas con mi ticket para comprar por valor de no recuerdo cuantas pesetas. Me llevé muchos libros de John Steinbeck, de William Faulkner, de John Dos Passos, de Hemingway... Es el primer Sant Jordi del que tengo conciencia.
Ella (Victoria) cree que fue en 1981 (no importa si un año antes o después). Estaba triste en la biblioteca de su antepasado Enric Granados, el compositor. Recorría con la punta de los dedos los lomos de los libros, como queriendo sacarles el polvo por Sant Jordi. Se paró en uno al azar y lo abrió por una página. Leyó tranquilamente sentada en un sofá de cuero ese fragmento, que alguien escribió para ella hacía mucho tiempo. Arrancó la página y la guardó en su bolsillo. Le gustaba.
Nos conocimos mucho tiempo después. Le entregué una copia de mi viejo cuento con el que gané el concurso, y ella me ofreció una copia de esa página. Y nos alejamos con esa sonrisa que no se ha vuelto a repetir.
Reproduzco aquí esa hoja arrancada:
"Fórmula del equilibrio.
Marcha plácido al paso, entre el ruido y la prisa. Recuerda cuánta paz puede haber en el silencio. Esfuérzate al máximo por vivir en buenos términos con toda clase de personas: pero sin sumisión. Dí tu verdad pacífica y claramente y escucha a los otros, incluso al pesado e ignorante: ellos tienen también su propia historia. Evita a las personas ruidosas y agresivas, porque ellas son vejaciones para el espíritu.
Si a tí mismo te comparas con los demás, puede que te vuelvas vano o amargo, pues siempre habrá personas mejores o peores que tú. Aléjate de tus logros, lo mismo que de tus planes. Mantente interesado en tu propio devenir, por humilde que éste sea; es una posesión real frente a la fortuna inconsciente del tiempo.
Ejerce con precaución tus asuntos diarios, pues el mundo está lleno de malicia. Pero cuida que ésto no te ciegue e impida ver dónde se encuentra la virtud, muchas personas luchan por ideales elevados y por doquier la vida está llena de heroísmos.
Sé tú mismo. Sobretodo no finjas afecto. Ni te muestres cínico respecto al amor, porque frente a toda aridez y desencanto, el amor es perenne como la hierba.
Toma consejo de los años y rinde con elegancia las cosas propias de la juventud.
Alimenta la fuerza de tu espíritu para protegerte de la desgracia súbita. Pero no te atormentes con imaginaciones. Muchos temores nacen de la fatiga y de la soledad.
Más que una disciplina a ultranza, importa que seas gentil contigo mismo. Tú eres una criatura del universo, lo mismo que los árboles y las estrellas; es tu derecho hallarte aquí. Y aunque te parezca claro o no, no dudes de que el universo nos ampara celosamente. Por lo tanto vive en paz con Dios, como tú lo concibas y mantente en paz con tu alma, cualesquiera que sean tus trabajos y aspiraciones, en el ajetreo de la vida.
El mundo sigue siendo hermoso a pesar de su falsedad, dureza y sueños rotos.
Vive alerta, lucha por ser feliz "
Texto anónimo encontrado en la vieja Iglesia de San Pablo de Baltimore. 1.692.
Desde que la señora Hayden me comentó que le recordaba al personaje de Ghost Dog (1999) de Jim Jarmusch, le tengo apego a esa película. La he vuelto a ver hace poco. A veces me reconozco en ella, y otras no. Es verdad que soy solitario, que vivo en una especie de palomar, que parezco frío y distante. Pero de vez en cuando me gusta notar el calor humano.
Trabajo en soledad. Estos días han llegado más encargos de los habituales, de sitios tan dispares como Vacarisses y Londres. Una montaña de palabras por traducir, corregir, escribir.
Tengo un socio. También es de la tierra de la niebla. Cuando le conocí parecía otro Ghost Dog. En esos viajes en tren de la etapa de estudiantes, era un punky vestido de negro. Apenas hablaba con nadie. El primer contacto serio fue pedirle que me ayudara con un trabajo del instituto para mi hermana, centrado en movimientos sociales alternativos. Me echó una mano. Después le veía apoyado en la máquina de marcianitos del Setè Cel, en la ciudad universitaria, fumando y lanzando comentarios envenenados contra la gente que entraba en el local. Cruzábamos algunas frases y nos alejábamos porque no éramos sentimentalmente compatibles.
Se enamoró de una mujer que cambió su vida; y un día, en que estábamos los dos borrachos, me contó una idea para un negocio, con su jersey de lana (alejado de la estética punky) y un peinado más convencional. Lo pusimos en marcha. Llevamos trece años siendo socios. No siempre nos hemos entendido. Ha habido cuelgues de teléfonos, gritos, amenazas... Pero estos días en que hemos tenido una avalancha de encargos, de sitios tan dispares como Vacarisses o Londres, me ha echado una mano asumiendo parte de mi labor porque veía que yo no podía acabarlo a tiempo, robando el tiempo destinado a sus dos hijas pequeñas. Me ha hecho sentir que no trabajaba en soledad, y también me ha transmitido que habíamos recuperado algo de nuestra complicidad cuando me ha mandado enlaces a los vídeos de su pequeña haciendo skate en Youtube.
Ha sido una sorpresa agradable para mí.
También vivo en soledad, pero intento abrirme al mundo afectivo. Hace un par de semanas, quedé con la mujer elegante para visitar una exposición en la boca de metro de plaza Universitat. Los paneles tenían escasos metros cuadrados, así que la vimos en poco tiempo. Al acabar, me propuso ir a Vilassar de Mar. Quiere escapar de Barcelona, y sueña con un nuevo paisaje vital para ella, en una población donde se escuchen los pájaros. Me pareció una locura viajar al norte (eran las siete de la tarde), pero me monté en el convoy de su mano. En las ventanillas del tren surgían siempre primeros planos de un mar que parecía que nos iba a engullir y, de vez en cuando, una población. Llegamos al destino, y comprendí la obsesión de esa persona por vivir allí. Vilassar es una ciudad deshabitada, sin más ruidos que los de los aves. Encontramos una calle preciosa de viejas casas de pescadores, con una casita de tonalidades terrosas que sobresalía del resto de viviendas. Tenía una terraza desde la que se podía ver el mar. Sus ojos inteligentes brillaron por primera vez desde que la conozco.
-Qui hi deu viure? -me preguntó. -Potser és un tipus de seixanta anys. T'hi podries casar i et quedes amb la casa. -De cinquanta encara, però de seixanta no.
La mujer elegante es orgullosa. Fumamos los dos en la estación de trenes, esperando el convoy de regreso, con la brisa en la cara. Ese par de horas paseando por las calles del pueblo fantasma con ella han sido las mejores de este año para mí. (Y me entraron ganas de mudarme allí.) También estas noches frenéticas de trabajo en que intercambiaba emails con el antiguo punky.
Hay frases que no se olvidan. Una vez no quería invitar a un chico y a su novia a cenar en mi casa. Pero ellos insistieron hasta hacerse pesados. No recuerdo qué cociné aquella noche, pero, al acabar, el tipo me dijo: "No ho sembla, però a tu t'agrada la gent".
La cama es ese mueble que diseñaron para que te narren un cuento y te duermas. No sirve para nada más. Hace siglos que nadie me arropa allí y me explica una historia. Desde que era niño y lo hacía la señora Sofía.
Me los han contado en otros lugares.
En el instituto había un día al año en que se celebraba una acampada en la sierra cercana. Los chicos acudían con sus motos ruidosas, o les acompañaban sus familiares en coche. Yo no tenía moto, y mi padre andaba ocupado. Pero esa vez no quería dejar de asistir a la fiesta. Así que me quedé en la cuneta en medio del silencio, sentado en el bordillo frente al centro de educación secundaria. Esperando quién sabe qué. Al rato apareció una vespino. En esa época no se usaba el casco. Así que adiviné enseguida quién conducía el vehículo. Era una chica del curso superior: la más guapa del instituto. Se llama Pilar, pero la denominábamos Columna, con ese humor infantil. Me sentí apocado, y no levanté el dedo para que me llevara a la fiesta en vespino-stop. Pero ella frenó la marcha: Vas a la serra, vols que et porti? En el camino, como yo no decía nada, me preguntó si conocía el cuento El sastre del rei. Me lo contó, y algunas de sus palabras consiguieron pasar de su boca a mi oído entre ese vendaval que creaba nuestro vehículo a toda pastilla sobre el asfalto. Otras se perdieron para siempre en esos campos de alfalfa. Quizá las escuchan ahora los caracoles.
Los chulitos del centro escolar me miraron con envidia al ver que llegaba con la chica atractiva. Estuvo pendiente de mí toda la celebración y me paseó por todas partes de la mano. Nunca he vuelto a verla. Creo recordar que reside en Madrid. Su hermano (aunque también sea de la tierra de la niebla) es casi vecino mío en Barcelona. Reside en esa calle de Gràcia con un edificio de Gaudí. También era el más guapo del instituto. Ahora pasea un labrador de color negro. Se llama Joan , como yo, y ha envejecido como yo, y cruzamos nuestros pasos solitarios de vez en cuando. Pero nunca encuentro el motivo para preguntarle por su hermana.
El segundo cuento me lo contó Hannah. Estaba de vacaciones en la ciudad. Me pidió conducir mi viejo Ford T. Aparqué en la calle Balmes. Le exigí a cambio que no corriera y que me contara un cuento. Intercambiamos el asiento. Ella puso la primera marcha y arrancó, preguntándome: "Hansel y Gretel, ¿te gusta?". No hablaba muy bien el castellano, pero ese día centró todo su esfuerzo en narrarme esa historia. Hasta que me quedé dormido, con mi torso colgando del cinturón de seguridad. Llegamos al destino en la ciudad universitaria y me despertó con un beso. Siempre recordaré ese cuento en sus labios.
Este lunes me encontré con una pintora con un rostro muy similar al de aquella chica del instituto. No era ella, pero me montó en su vespino vital. Tomamos una cerveza en un local de la plaça de la Revolució de Setembre de 1868. Me habló de su vida, de sus proyectos, de sus logros. Parecía una persona fuerte, viva, leal, agradable, graciosa, con esos ojos oscuros que transmitían calidez. Me contó técnicas de pintura que no entendí (por culpa de mi escasa capacidad intelectual). No cesó de explicarme mil historias para amortiguar mi silencio. Cuando se le acabaron, me narró un relato infantil de Pere Calders: Raspall, mientras fumaba (aunque no sea fumadora -lo hacía para acompañarme) y desplegaba sus manos de artista sobre la mesa. Por la noche elevé las sábanas y la mantas hasta el cuello, y recordé el cuento mientras me dormia.
Este sábado, al despertarme, abrí las persianas y el sol me golpeó en la cara, mientras contemplaba el ficus tumbado en el suelo del balcón, por culpa del vendaval.
No pude salir inmediatamente a socorrerle porque duermo desnudo, y enfrente suele haber vecinos pudorosos que recortan los tallos ancianos de sus plantas a esas horas. Así que me vestí. Lo hago siempre de arriba a abajo. Primero me pongo una camiseta destartalada, luego una camisa vieja, después un jersey que me viene grande y, finalmente, unos pantalones de deporte de Decathlon.
Este sábado, al despertarme, dejé la camisa a un lado porque notaba la agradable sensación de que el verano estaba de viaje a mi vida, de nuevo, después de tantos meses. Salí al balcón, cegado por los rayos de sol, para levantar el ficus de su derrota. Prendí el reproductor de CD's para escuchar Arular de MIA (mi música de batalla, especialmente el tema Bucky done gun). Me tomé un zumo de naranja, dos cafés con leche y fumé dos cigarrillos. Leí prensa atrasada con un cojín bajo mi cabeza y otro bajo mis piernas en el sofá. Salteé unos pulpitos en la cazuela con ajo y perejil. Volví a fumar, y en lugar de prender el televisor y quedarme en casa, tomé el ómnibus 39 y bajé a la playa.
Caminé hasta el espigón que es la patria de la irlandesa. Pensé que la casualidad quizá la haría llegar con su nido de golondrinas en la cabeza, a bordo de su espléndida bicing. Pero sólo fueron ensoñaciones. Descansé mi espalda en las rocas de granito. Una niña vestida de novia (seguramente acababa de hacer su Primera Comunión) intentaba que el viento no levantara su falda, mientras el fotógrafo profesional con zoom y flash le daba instrucciones para que hiciera fuerza con sus bracitos contra la ropa. A mi lado, una abuela grande leía un libro, mientras su nieta (quiero pensar que era su nieta) daba volteretas en la arena. Era preciosa, con su cabello rizado, su rostro anguloso y serio, y esa pelota roja que lanzaba al mar para esperar que las olas se la retornaran, y tener la excusa para mojar sus pies en las aguas.
Había gaviotas en el cielo y veleros navegando. Algas incrustadas en los bloques de cemento que frenan la marea. El viento me traía partículas de agua y arena a mis gafas, y me cegaba por momentos. Pero las limpiaba con paciencia porque el verano ya está aquí. Y quiero ver otro verano.