Mesas
La señora Sofía pasó la mañana haciendo funambulismo por la cocina con la bandeja de canelones en una mano y la caldereta de pescado y marisco en la otra. Sin un triste pinche que le echara una mano en Navidad.
La mesa estaba decorada con un mantel blanco, velas y la cubertería de lujo. Decenas de lucecitas iluminaban el árbol ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no. A su sombra, le sirvieron el entrante al sargento Hayden. Como siempre, tengo la costumbre de tomar su plato y el mío, uno en cada mano, y calibrar cuál pesa más. Aunque no sea cierto, el mío siempre es más abundante. Su protesta habitual es: "Nchts, venga tío ". Sigo mi ejercicio de cuñado ideal contrastando el número de gambas que le sirven a él y a mí, de rodajas de calamar, de trozos de rape... los dedos de vino en los vasos, la longitud del chorro de licor en los cafés... Lleva ocho años apareciendo regularmente por la granja de los caballos, y no sé cómo le aguanto todo lo que me hace sufrir.
Por la tarde salí a campo abierto con el pequeño Hayden. Él en bicicleta y yo a pie. Encontramos almendros todavía con frutos en las ramas, que recogimos y pusimos en el bolsillo de su nórdico para que se los enseñara a sus amigas del cole (especialmente a Sara). Después nos topamos con un nogal. El pequeño Hayden trepó por su tronco, alcanzó una nuez, perdió el equilibrio y se cayó de una altura de un metro sobre un lecho de hojas secas. "No llores por eso, hombre".
Surgió una montaña de arena, junto a los depósitos de agua potable de la tierra de la niebla. El pequeño quiso descender su loma practicando un esquí ficticio con sus super-botas de paseo, una y otra vez.
-Venga, que se nos hará de noche y saldrán los monstruos.
-¿Qué monstruos?
-Unos que duermen de día en esas casetas (le señalé las construcciones para herramientas que hay en las plantaciones), y aparecen en la oscuridad para atacar a los paseantes.
El niño dio pedales como un poseso. De vez en cuando se detenía para ver si seguía las rodadas de su bicicleta a pie. Se hizo de noche, y de una edificación surgieron golpes metálicos y contundentes (seguramente era un campesino arreglando un utensilio).
-Son los monstruos que se están despertando y golpean con sus colas las paredes. Vamos a cruzar esa casita corriendo y sin mirar atrás. ¿De acuerdo?.
-De acuerdo tío -me dijo con cara de susto.
Corrimos como locos. Lo malo es que después aparecieron otros edificios repletos de monstruos amaneciendo en su interior. El pequeño Hayden me obligó a esprintar ante cada uno de ellos y llegué a la granja de los caballos desfondado (buf, buf, buf -como diría Arare), mientras me preguntaba: "Tío, los monstruos no existen, ¿verdad?".
Por la noche, el hombre sin suerte me convidó a tomar una copa en un pub irlandés con el santo padre (un viejo compañero). Habíamos perdido el contacto hacía casi una década. Aparte de mi familia, es la persona con la que he compartido más tiempo un techo. (Ocho años es más de lo que duran algunas parejas.) Normalmente soy poco dado al contacto físico, pero con él no son extraños los abrazos, y alguna vez nos hemos besado en las mejillas al estilo balcánico. Nunca hemos desarrollado una amistad profunda, pero sí una gran complicidad. Creo que es de las pocas personas que me conocen bien. También yo a él. Y nos sabemos los pecados, cuyo secreto arrastraremos a la tumba.
El santo padre estaba igual que siempre, con sus mejillas carnosas coloreadas de buena salud, su tupé que va perdiendo cabellos, sus ojos verdes que te miran con miopía. Se acaba de separar de su esposa rusa, y eso convierte en triste su expresión. Dejamos apagar la vela de la Navidad entre risas. Con ese calor que aún queda de la complicidad vieja.
PD: Sigo sin saber de quién era esa pierna que acariciaba la mía bajo la mesa del pub, compartida con el hombre sin suerte y el santo padre.