Sospechosos habituales
Tengo de nuevo al miserable resfriado instalado en mi sistema respiratorio. Es la cuarta vez (quizá la quinta -ya he perdido la cuenta) que este invierno y primavera se llena la cesta con papel de cocina lleno de mocos. El jodido virus me ha tomado cariño.
No me sentía tan enfermizo desde que era pequeño y llevaba un sombrero de paja que me venía grande. Entonces me cuidaban los mayores. Ahora me tomo un ibuprofeno y me agarro a la almohada esperando despertar mañana. Quizá mis defensas estén derrotadas. O quizá -lo más probable- alguien me contamina a conciencia con su spray de las bromas pesadas.
Tengo a varios sospechosos de contagiarme el resfriado.
1. La pintora y el jardinero fiel.
Hace unos días acudí al taller de la pintora, descendiendo los torrentes de Gràcia en canoa. Está de reformas, y necesitaba que le echara una mano para retirar diversos obstáculos del camino de los albañiles. Me prometió que un amigo común me ayudaría a subir el sofá-cama al altillo. Pesaba lo suyo. Pero el jardinero fiel se limitó a dirigir mis movimientos, con sus tics de director de orquesta, mientras mis piernas temblaban avanzando penosamente peldaño a peldaño, con el mueble abrazado como una bailarina algo rígida, por las escaleras hacia ese Everest del altillo. Luego subí la nevera de dos puertas, el lavaplatos, el tresillo (procurando que la vajilla no se hiciera añicos). Trasladé a las alturas los ciento un dálmatas de porcelana de la pintora (tamaño natural), y las cajas con mil discos de Bruce Springsteen, mientras ella se largaba a tomar una cerveza al bar de la esquina con el jardinero fiel. Me halagó que confiara ciegamente en mí: habría podido robarle uno de los chuchos de pega en su ausencia. Así que continué con la mudanza interna, pegándome invariablemente un coscorrón en la viga cada vez que llegaba al final de las escaleras. En ese techo bajo. Antes de marcharse dando un portazo, quizá uno de ellos aprovechó para fumigar la vivienda con el virus del resfriado.
2. La mujer elegante y el pequeño faraón Nil.
El sábado pasado, quedé con la mujer elegante en un lugar especial y poco concurrido: la puerta principal del FNAC. A las cinco, que para ella siempre son las cinco y media (me parece de muy mala educación la gente que piensa que tu tiempo tiene menos valor que el suyo. En la cuestión de la puntualidad, soy tremendamente británico). Caminamos a la secreta plaza de Joan Coromines, donde había una feria de libros para niños. Nos sentamos sobre unas colchonetas, entre enanos de parvulario, para que una chica disfrazada de Alicia en el país de las maravillas nos contara un cuento. También encontramos una muestra escondida de dibujos preciosos. Eran delicados, y nos abrían los ojos como si fuéramos de nuevo pequeños. A la salida, por casualidad, coincidimos con los Hayden. Llevaban de la mano al pequeño faraón Nil para que disfrutara de ese entorno. Él y la mujer elegante se miraron con complicidad, identificándose rápidamente el uno con el otro. Los dos son tremendos, perfectamente capaces de llevar en su mochila una pistola de agua cargada con virus invisibles, y disparártela a la cara mientras estás distraído.
3. La maîtresse.
El domingo por la tarde, después de comer, no había nadie en las calles de la Barceloneta, salvo esa guiri de ojos transparentes que abandonó junto a un árbol la bicicleta del bicing que había robado en otro barrio. Como ciudadano ejemplar, le llamé la atención. Aseguró sentirse avergonzada y, para reconciliarse con los nativos de la ciudad que visitaba en vacaciones, me permitió acompañarla a pasear por la playa, mientras me hablaba de haute cuisine y también de cómo cocinar la vida. Era francesa, aunque se comportara como una yanqui (comía patatas chips y bebía Coca-cola). Dejamos huellas en la arena deshabitada, para acabar despeinados en el rompeolas, tras pasar ante la fachada del Hotel Vela sin coincidir en si nos gustaba o no. Teníamos la enorme bañera del mediterráneo ante nuestros ojos, sin barquitos de papel entre las olas, esa tarde en que Barcelona era solitaria, en que sólo estábamos ella y yo en el mundo. De regreso al centro de la ciudad, me contó una historia bonita que sucedía en Cuba. Sólo por eso valió la pena conocer a esa mujer de ojos transparentes. Me pidió ayuda para forzar el cierre de otra bicicleta. No tuve valor para reprenderla de nuevo, así que hice palanca con el destornillador. Sacó un vaporizador del bolso, asegurando que le encantaba esa agua de colonia, y me roció en el cuello para que la esnifara. Me introduje en el metro, como un topo, oliendo a turista francesa de vacaciones en Barcelona, mientras la veía desaparecer pedaleando tras ese edificio feo de la plaza Urquinaona.
4. La mujer de los mares del sur, la sirenita y la pintora.
Por Sant Jordi las calles estaban repletas de gente y de vida. La mujer de los mares del sur y yo esquivamos las marabuntas desde buena mañana, caminando por senderos alejados del tumulto, en busca de productos y proyectos en tela para ella. Me gusta seguirla como un perrito. Sabes que no te abandonará, aunque ella camine a su aire, sin mirar atrás, mientras castañetea su lengua contra la bóveda de su garganta para que no te entretengas oliendo en las baldosas el rastro de otros paseantes. Hay que ser ligeramente espabilado para no perder su paso. A mediodía quedamos con la pintora y la sirenita, para comer en un local ruidoso. Alguien pidió un plato de macarrones con una aromática capa de queso encima. Me mareé un poco. Así que la pintora me prestó unos algodones húmedos para tapar mis fosas nasales. Parecía una morsa mientras devoraba mi merluza. Hablamos de sus novios. La misma persona que se atrevió a comer queso en mi presencia hizo la bromita simpática de que el mío está haciendo la mili en Colmenar Viejo. Charlamos de relatos en revistas, de reformas vitales. A la hora del café, comencé a notar la nariz cargada. Extraje los algodones y dejé de ser morsa, para volver a sentirme persona. Pero continuaba notando los conductos nasales asfixiados. Di el primer estornudo. Cuando íbamos a pagar, entró en el local un niño que también estornudaba. En su mano llevaba un sombrero de paja que le venía grande. Salimos a la calle, y vimos a escritores firmando. Programas de radio al aire libre (en una tarima estaba la princesita con su voz que enamora). Autocares llevando y trayendo gente. La ciudad era tumultuosa. Llegué a casa sonándome en el ascensor y me metí en la cama. Me sentía frágil.
Ahora tengo de nuevo al miserable resfriado instalado en mi sistema respiratorio. Es la cuarta vez (quizá la quinta -ya he perdido la cuenta) que este invierno y primavera se llena la cesta con papel de cocina lleno de mocos. El jodido virus me ha tomado cariño.
Estoy convencido de que alguien me ha contagiado adrede. Creo que conozco a la persona culpable. No puedo dar muchas pistas para que no me acuse por difamación. Aparece dos veces en este post. Seguramente es mujer. Probablemente está de reformas. Acaso pinta.
PD: Gràcies per la música, Hayden.