Llegué al edificio de la Pedrera puntual como un reloj, con media hora de retraso. La mujer de los mares del sur tenía cara de fastidio, tras esperarme en ese banco de madera tanto tiempo. No nos habíamos visto desde las pasadas Navidades, e imagino que debí correr más deprisa bajando por Gran de Gràcia, para no disgustarla. Me había contado su debilidad física, aunque me pareció igual de hermosa que entonces.
Le prometí una comida en el restaurante Vía Veneto. Pero estaba todo reservado. Así que caminamos hundidos en nuestra decepción al Turó Parc. Extraje de mi mochila unos bocadillos de jamón York que había preparado por si acaso en mi apartamento, y unas botellas de agua refrescadas para ese pic-nic junto al estanque con tortugas invisibles. Corría una brisa que despeinaba los árboles del parque, cuando ella sacó de su mochila un perro de trapo precioso y dos libros de Salinger. Me los regaló. Los tengo ahora en la cama, pendientes de abrazar o de leer. A cambio, sólo pude ofrecerle mandarinas de postre. Cuando la acompañé a su ómnibus, de regreso a sus tierras del sur, nuestras siluetas se miraron en el estanque del parque un instante. Nos sonreímos allí. Y nos abrazamos. En la vida real seguíamos distantes. Tímidos.
Caminamos por la avenida Diagonal, ganando tiempo hasta que llegara su medio de transporte. Creo que le molestó que mi brazo se extendiera sobre un banco, tras su espalda. Mientras recordábamos viejo tiempos. Fumando tabaco de liar. Mirando los raíles del tranvía.
Este verano, el pequeño Hayden le prestó el hámster Pepo a su abuelo para que se lo cuidara durante sus vacaciones en Francia. Cuando regresó, el hombre mayor le contó que el roedor se había portado bien, y que cada día lo sacaba un ratito de la jaula para que paseara por el patio de la granja de los caballos (con la escopeta cargada por si bajaba un gato vagabundo de los tejados). Desde entonces, el pequeño Hayden tenía entre ceja y ceja que por el cumpleaños de su abuelo le regalaría un Pepo. Y cada tarde, a la salida del colegio, pegaba su nariz en el escaparate de la tienda de animales de la calle Nàpols.
En ese septuagésimo sexto aniversario de mi padre viajamos a la tierra de la niebla, en coches y trenes. Comimos como dioses. La señora Sofía preparó un aperitivo con cazoletas de sepia, calamares y gambas. Luego aparecieron en la mesa la fideuà, los caracoles a la llauna, la carne a la brasa con setas frescas, el pastel de cumpleaños. El pequeño Hayden estaba inquieto. Sólo quería limpiarse los labios de los restos de salsa y que le dejaran correr a su habitación donde hacía dos días que escondía al hámster (que giraba y giraba en la mini noria bajo la cama). Le ayudé a bajar la jaula al comedor, cada uno agarrándola por un extremo (como si pesara tanto). El tenista quedó sorprendido y extrajo al roedor con cuidado, tomándolo por la panza mientras sacudía las patitas en el aire (el hámster, no mi padre). Es marrón con manchas blancas, parece una vaca en miniatura. No muerde, y va a llenar de vida las tardes del tenista. Se marchó con su regalo a la terraza, para leer el periódico y fumar un pequeño puro, mientras veía al hámster Pepito girar y girar a escasos centímetros de sus alpargatas. Quizá pensaba que era la última mascota que le regalarían en su existencia, cuando ya creía que no tendría otra después de aquella.
En su ausencia, mi madre nos relató secretos con el café de la sobremesa. Nos dijo que su marido sólo había tenido un animal en su vida. De niño, su padre le regaló un perro. No recordaba ni su nombre, ni su raza, pero el tenista lo había querido mucho. La señora Sofía nos contó que cuando murió el perro, los vecinos veían al pequeño vagando por el campo en horas de colegio. Hasta que descubrieron que se saltaba las clases para hacer un poco de compañía a su compañero de juegos que habían enterrado allí, junto a ese nogal donde él se detenía a media tarde. Cada día. Seguía siendo un niño cuando falleció el hombre que le había comprado el can. Y durante mucho tiempo también se saltó las clases de geografía para ir a visitar la tumba de su padre en el cementerio. Cada día.
El tenista se hizo un hombre y le regalaron carteras, libros o corbatas por su cumpleaños. Pero nadie se acordó jamás de que le gustan los bichos, de que es un sentimental. Hasta que el pequeño Hayden -su nieto- pegó su nariz en el escaparate de esa tienda de animales de la calle Nàpols. Y comenzó a trazar el plan de su regalo.
A estas horas de la noche, el viejo sentimental debe haberse quedado frito frente al televisor, y la señora Sofía ya lleva un par de horas en su cama de la granja de los caballos soñando los trajines diarios de mañana. Pepito seguramente hace girar la mini noria en la cocina porque es noctámbulo como yo. En Barcelona pienso en todo eso, y en que mañana hará dos años que murió el señor Gris. No tengo ningún lugar al que ir para hacerle un poco de compañía. Pero salgo al balcón y sé dónde mirar. Allí gira con Hedy, su amiga doberman. En su noria compartida.
Ha sido una mañana de papeleos tristes en la Delegación de Hacienda de Sant Cugat (impreso 036). A la salida, he pegado una palmada fuerte en la espalda de mi viejo socio, y le he deseado buena suerte. En el tren de los ferrocarriles de la Generalitat de Catalunya, de regreso a casa, he visto pasar pinares verdes. Un basurero con pinta de intelectual (barbita recortada y gafas de pasta) arrastraba nuestra mala educación al interior de su pala tras la ventanilla, en la estación de Valldoreix.
Ha sido un mediodía de papeleos tristes en la Delegación de Hacienda de la plaza Lesseps (impreso 037). A la salida, me he pegado una palmada fuerte en la espalda y me he deseado buena suerte. Estaba solo, y en una de las dos aceras el sol daba en la cara. He caminado por ella hasta alcanzar la plaza de Gal.la Placídia. Unas mujeres (no había hombres) comían ensaladas en los bancos del parque. Parecían descansar de trabajos agobiantes, con las sandalias o los zapatos de tacón descalzados, tomando el sol como las zebras del zoo. A su lado tenían tendidos periódicos gratuitos que hojeaban entre bocado y bocado.
Me he sentado un rato entre ellas. Llevaba la mochila llena de papeles que ya formaban parte del pasado. No tenía ensaladas en envases de plástico. El sol del penúltimo día de septiembre me acariciaba la nuca. Me sentía bien allí, arrastrando los pies por el polvo. Pensando. Hasta que ha sonado mi móvil que nunca suena. Era el pequeño Hayden. Quería que le acompañara esa tarde a comprar un hámster de regalo por el cumpleaños de su abuelo. (Traduzco del catalán).
-¿Cuánto cuesta el hámster? -Espera que se lo pregunto a la mami. (De fondo se escucha "seis euros"). -Seis euros, tío. -Bufff, es muy caro, por ese mismo precio podríamos comprar un caballo. ¿Y si le regalamos un caballo? -Ohhh, buena idea tío. -Pregúntaselo a la mami.
Hemos quedado frente a la tienda de animales al norte de la calle Nàpols, después de almorzar. El pequeño Hayden y el faraón Nil se han colgado a mi espalda. Cada día pesan más, pero me agrada que curven mi torso como si fuera una caña azotada por un vendaval. No había caballos por seis euros, pero sí roedores. Uno era marrón, el elegido para entrar a formar parte de nuestra existencia los próximos dos años (sus vidas son cortas). Tras el cristal del escaparate, por la calzada circulaba un ómnibus con gente mirando papeles tristes. Esperando una llamada de móvil salvadora. Quizá con voz de niño.