Se colocó a la izquierda del hombre, a un palmo de distancia. Su corazón estaba desbocado. Sacó la mano derecha, muy lentamente, y la acercó al bolsillo del anciano. La pescadera estaba de espaldas y no les podía ver. Robin comenzó a despedirse del billete. Pendía de la punta de sus dedos pulgar e índice, en la boca de aquellos pantalones ajenos. Sudaba. Fue entonces cuando escuchó un chillido cerca de sus oídos.
Se giró sobresaltado y observó, a unos dos metros, a una chica atractiva con el rostro crispado. Mientras él la miraba, ella, el viejo y la dependienta contemplaban la mano de Robin agarrando un billete de cincuenta euros en la entrada del bolsillo del hombre. O en la salida, según la perspectiva.
Estaba petrificado. No sabía si soltar definitivamente el dinero o retornarlo al lugar de donde jamás debería haber salido. Lo dejó ir y pasó a ser propiedad del anciano. Apareció el encargado en escena, preguntando qué pasaba.
La joven bonita y la pescadera teñida de rubio manifestaron, señalándole con dedos ensortijados, que ese hombre intentaba robar al abuelo. Lo explicaron las dos a la vez, en un duelo de gallinas. Robin buscó una de sus sonrisas infantiles, para no dramatizar la situación. No encontró ninguna. Se le habían agotado.
Miró el carrito con las cosas que quería adquirir para su familia, y le costó tragar saliva. Su cuello se cansó de aguantar el peso de la cabeza, y se precipitó buscando el amortiguador de la papada. Estaba arrepentido de ser un buen tipo. Lo había sido toda la vida. Y cuando le enredaban, se prometía a sí mismo que no volvería a suceder. Pero siempre volvía a pasar.
Le condujeron a las oficinas del supermercado. No supo cuánto tiempo pasó hasta la llegada de una pareja de la Guardia Urbana. El encargado les contó que Robin no tenía trabajo, y que únicamente compraba lo imprescindible (siempre productos de gama blanca). Pero hoy le había notado extraño, corriendo entre los pasillos, y cargando productos que seguramente no podría pagar. El viejo se inventó que los cincuenta euros se los había regalado su nieta para pasar la Nochevieja. La pescadera detalló cómo los hábiles dedos del ladrón querían quitarle la comida de la boca a aquel venerable anciano. La chica atractiva se había marchado. Pero no importaba: nadie podría agrandar la herida de Robin.
Mientras el encargado retornaba a las estanterías el conejo de chocolate, el perfume, el cava, las conservas y los turrones, los agentes condujeron al detenido hacia la pequeña comisaría en el coche patrulla. Compartió el banco del pasillo con el hombre de edad avanzada, que quería presentar denuncia. Robin regresó por un momento a la realidad. Le miró y le preguntó, sin rencor: "¿Por qué?". El anciano respiró profundamente. No quería responder. Pero, finalmente, le miró a los ojos y habló con voz grave: "A mi edad será difícil que vuelva a toparme con alguien como tú. No lo entiendas como un insulto". Hizo una larga pausa. "Tengo que aprovecharlo. Algún día, cuando la vida te haya fastidiado del todo, entenderás por qué actúo así".
Mireia llegó a la comisaria hacia las ocho de la noche. No se había arreglado. Desde que su marido había perdido el trabajo, se había abandonado físicamente. Pero eso no le quitaba atractivo. Al contrario: la había rejuvenecido. No se maquillaba, ni se vestía de acuerdo a sus treinta y cinco años. La semana anterior se había cortado ella misma los cabellos castaños muy cortos, y su rostro anguloso quedó completamente al descubierto. Los pómulos se veían más pronunciados, y la mandíbula más amplia. Desde el embarazo, su cara había adquirido una belleza y una serenidad que no había tenido nunca, ni en la adolescencia. Todo era plácido en ella, menos los ojos, que eran severos, grandes, grises. Ahora los tenía húmedos.
Vio a Robin detrás de la mesa de un policía, que tecleaba una máquina de escribir antigua. No había más gente en la sala. Desde siempre, Mireia se había imaginado las comisarías llenas de humo, de ladronzuelos, de prostitutas medio desnudas. La realidad era un pobre policía trabajando en Nochevieja, y el hombre que le había prometido la mejor de las vidas posibles, con la cabeza agachada.
-¿Cómo estás? -le preguntó a Robin. No respondió. Sólo hundió la cabeza entre el hombro y el cuello de su mujer. Aquel rincón cálido le protegía del mundo.
-¿Dónde está María? -preguntó, tras un instante, incorporándose.
-Con mis padres.
-¿Qué les has contado?
-La verdad -Mireia lo dijo sin sentir vergüenza.
Entonces, Robin se serenó un poco, para explicarle la verdadera verdad. Mireia lloraba, sin hacer ruido, y eso sólo significaba una cosa: no le creía.
-¿Cómo quieres que te crea si me has dicho que robarías la cena y yo la cocinaría?
-No seas boba... Sólo era una frase irónica. ¿Cómo puedes creer que...? -movió negativamente la cabeza, pensando que no era cierto lo que le estaba pasando esa noche-. También les crees, ¿verdad?. Tú también les crees.
El policía dejó de escribir el atestado, y se hizo el silencio en la sala. Parecía contento de acabar el último documento de 2007. Se ausentó, dejándoles solos. Pasaron unos minutos hasta que Mireia rompió el silencio: "Ese hombre dice que si le damos cincuenta euros más, no presentará denuncia. Que le parecemos buena gente, y no quiere abusar. Le he contado que estás en paro, que tenemos a la niña...". Robin reencontró su vieja risa perdida. Se rió como nuca. Más fuerte que nunca. "¡La madre que le parió!".
Se le enrojecieron los ojos. Tenía las mejillas encendidas, y quiso sacar a gritos todo lo que guardaba dentro. Contarle a Mireia que quería comprarle perfume, y un muñeco para la pequeña y pescado fresco. Y que el viejo le compadeció. Pero se lo quedó en su interior. Tampoco le habría creído.
Estaba cansado. Mientras le pasaba suavemente la mano por la espalda, le pidió que se marchara, que preparara cena para ella y para la niña. Él se quedaría en la comisaría hasta que todo se aclarara.
Mireia se marchó en silencio, sin volver la mirada atrás para verle aislado del mundo en esa sala. Robin encendió un cigarrillo (aunque estaba prohibido). Se lo fumó a gusto, como cuando antes acababa un trabajo complicado. Hacia las once de la noche, entró un policía joven. Le dijo que su mujer había llegado a un acuerdo amistoso con el denunciante, y que podía largarse a casa.
En la comisaría había una máquina de pastas dulces. Robin puso un par de monedas y expulsó su cena de Nochevieja. No llevaba llaves de su piso. Aunque las tuviera, no habría ido allí. La avenida Icària estaba desierta, sin coches en movimiento, sin personas. La gente estaba en sus domicilios cálidos, preparando las uvas. A unos trescientos metros a su derecha observó las siluetas en el cielo de los árboles del zoológico. Pensó en las bestias a oscuras, sin celebrar la fiesta. Eso le hizo sentir menos solitario. Se imaginó los monos durmiendo apiñados en un rincón. Los ojos cerrados de los hipopótamos, que ya hacía horas que estaban en otro mundo, soñando. Los pájaros, con la cabeza bajo el ala, sin preocupaciones, seguros de que al día siguiente encontrarían la comida en el sitio de siempre.
Caminó hacia el puerto. Quería pensar allí. Recogerse y pensar. Llegó en media hora. El agua era oscura y, seguramente, fría. Parecía un mar de carburante. Se sentó en una de las escaleras que bajaban al Mediterráneo. Tenía los brazos en forma de equis, tomando sus hombros. El tronco hacía un movimiento nervioso, de péndulo, mientras miraba las aguas oscuras. El pequeño oleaje le llamaba. Le llamaba por su nombre.
Rumiaba cómo había cambiado todo últimamente. Se preguntaba si ya había tocado fondo, o si las cosas podrían empeorar todavía. Dudaba si saldría adelante, de si Mireia y María tendrían mejores oportunidades de arreglar sus vidas en solitario, o con otra persona, más que con él. Pensaba todo eso, mientras su nombre salía del agua, con un sonido metálico.
Cuando las fuerzas que le mantenían en tierra eran muy débiles, el cielo estalló, de repente, en un castillo de fuegos artificiales que sembraron el mar de colores. Robin regresó a la vida. Miró su reloj. Eran las doce. Un láser escribió en el firmamento: "
Feliç 2008", como si toda la humanidad le felicitara. La brisa le acercó el olor de la pólvora. Temblaba.
Ese aire extraño le recordó que en Gales, cuando era joven, tenía un amigo a quien llamaban Boss. Era un líder. Buena familia. Magnífica posición social. Las chicas le perseguían. Pero murió joven. En un arrebato, en un desencanto quizá, se disparó en la sien con una escopeta de caza. Nadie, ni el mismo Robin, encontró jamás una explicación para ese suicidio. Pensaron que la vida le había derrotado por algún motivo desconocido, antes de tiempo.
Pensó en Boss, que lo tenía todo y se cansó de tenerlo. En el viejo, que no poseía nada y todavía quería luchar por sus migajas en esta vida. Guardó en el cofre de sus pensamientos aquella noche, y se acordó de Mireia. De la niña.
Se incorporó para llenar sus pulmones de ese aire envenenado de pólvora. Regresaba a la batalla. Aunque estaba casi desarmado, esta vez no le volverían a derrotar.