Ventanas
Paloma está a punto de estrenar un nuevo piso como inquilina. Quizás ahora permanece sentada en el balcón de su domicilio materno intentando peinar sus cabellos y mira con ilusión en dirección a su nuevo hogar. La mujer elegante debe estar ahora mismo en su terraza quejándose de cómo los operarios de las obras del AVE han destripado su fachada. Yo acabo de fumarme un pitillo en el exterior de mi apartamento calculando el tiempo que tardarán en acabar de levantar los edificios de la hectárea de enfrente. Es de noche, y antes de acostarnos salimos a la luz de la luna para protestar por algo, sonreír por algo, dar las gracias por algo. En cada domicilo iluminado hay una vida, unas vidas, que no conocemos.
El domingo pasado, un camión de la limpieza se acerca por la calle -estrecha- Elisabets. Se detiene ante un coche mal aparcado, y su conductor nos da permiso para avanzar. Pongo una mano en tu espalda y te sugiero que camines, en tu charla inacabable. Tú vives en una de esas ventanas desconocidas. Le doy las gracias al chófer con la mirada y él levanta el pulgar amablemente. Seguimos marchando -cansados- en busca de un lugar donde sentarnos, saltando los charcos de los vehículos de BCNeta que riegan en la noche la suciedad de las rutas, hasta que nos alejamos de las fiestas de la Mercè (en las que hemos intuido a lo lejos a Quimi Portet). Estamos a punto de encontrar ese claro de luna con asientos. Charlamos allí de la suciedad en las calles, de la inmigración, de la gente que orina junto al concierto, de cómo ha cambiado la ciudad, de que te quieres largar a un nuevo paraíso en el Maresme. Pienso como tú, pero voy a aguantar todavía un poco más de tiempo aquí, aunque sé que mi destino es seguir tus pasos. Y escapar de Barcelona.
Hemos llegado hasta alli, a ese lugar sin fiestas, a pesar de nuestras espaldas dañadas. A esa plaza dura y despojada de vida de madrugada, con tráfico de drogas y prostitución. Plaça Universitat/Ronda de Sant Pere. La última vez que estuve en ese espacio urbano de noche -casi al amanecer- era tras celebrar el aniversario de un amigo. Horas antes, su coche corría hacia Castelldefels comigo y otros colegas, y me hicieron pagar no sé cuántos euros para entrar en un local con señoritas que fumaban. Me esperé en la barra, mientras una húngara mentía diciéndome que era guapo, y mis amigos tardaban en regresar de su caballerosidad al acompañar a esas mujeres hasta su habitación. Recuerdo el color oscuro de sangre en las paredes del bar, mientras aguardaba su retorno.
Cuando volvieron a mi lado, seguían insaciables de fiesta, y quisieron entrar en otro local de un callejón con luces rojas en la fachada, ya en la ciudad de Barcelona. Me negué a continuar despierto a esas horas, y salté del Ford -con olor a nuevo- en marcha. Dejé rodar mi cuerpo sobre el asfalto, para levantarme, limpiarme de polvo y comenzar a caminar de madrugada hacia mi piso. A esas horas el metro seguía dormido y el bus de noche pasa cuando pasa. Me senté en la plaza de la universidad para descansar un poco, y dos extranjeras me propusieron que las llevara a dormir a mi hogar. Estaban borrachas. Y yo vivía lejos. Les dije que no. Fue una noche dura y larga.
Esta madrugada de la Mercè, tres años después y por casualidad, estoy en ese mismo lugar. La situación es mucho más agradable, con la mujer elegante, agotados ambos de pasear por escenarios, por callejuelas, con nuestra lumbalgia contagiada. Un rato antes, ella se ha encontrado con su hija adolescente en una penumbra de la plaza de Sant Jaume, con música étnica. No sé cómo la ha visto. Debe ser amor de madre. He disimulado, en nuestra reciente amistad.
Ahora estamos sentados en la plaza Universitat, en esos bancos individuales, tan difíciles para la charla. Me hablas de ti, de tus hijas, de tus gatas. Del color osruro de la sangre en las paredes de tu vida, que me cuentas con pinceladas breves. Me dejas entrever tu existencia dura, como ese lugar. Miro a la gente que pasea por la zona con la misma borrachera de las personas de hace tres años -recordando ese Ford que me escupió por la puerta trasera.
Mis tinieblas quedan diluidas por las suyas. Con todo, pareces vital, luchadora. Me cuentas que conoces un palacio escondido en la calle Montcada. Alli te sientes como una reina. Me debes una visita.