Trendy
Un partido del Barça desplazó de la parrilla televisiva la serie más lograda -a mi entender- de la historia de TV3: Porca Misèria. En ella, un coro de urbanitas entrecruzan sus vidas para dibujarnos un fresco de la sociedad elitista moderna. Un guionista de late shows (Joel Joan), una bióloga que trabaja en un laboratorio de investigación (Anna Sahun), un bribón de los negocios (Roger Coma -el mejor actor de la sitcom con diferencia), una galerista de arte (Olalla Moreno)... saltan a mi pantalla cada miércoles sin fútbol. También lo hace la mascota de la pareja protagonista. Se llama Misèria y es una marrana vietnamita.
En Estados Unidos hace tiempo que son cool y los habitantes de, por ejemplo, San Antonio (Texas) permiten que sus casas con jardín se conviertan en pocilgas. En Barcelona también han aparecido los primeros ejemplares de cerdos asiáticos ligados a la mano de sus originales propietarios que los presentan en sociedad caminando por la avenida Diagonal, como Rhett Butler mostraba a su hija recién nacida en la Atlanta de Lo que el viento se llevó. Al igual que el canalla secesionista, los barceloneses levantan ligeramente el sombrero de copa diciendo: "Buenos días señora, aquí mi puerco".
Se lo conté a mis padres en la comida del sábado en la granja de los caballos, y se extrañaron de que en la metrópoli se iniciara ahora la vieja tradición campesina de criar un cerdo para sacrificarlo a mediados de noviembre, por San Martín de Tours.
-No es eso, los compran de mascota, como si fueran perros.
-Y me dirás que los tienen en casa, como hacían los antiguos.
-No creo que los dejen aparcados junto al coche. Claro que los entran al piso.
(Mi madre retiró discretamente la botella de vino de mi alcance.)
-Barcelona es un sitio moderno. Ahora hay un hombre que anda desnudo por sus calles. Le denuncian a menudo, pero no hay ninguna ordenanza municipal que se lo impida. Así que sigue tan feliz paseándose sin cubrirse.
(La botella ya estaba en el extremo remoto de la mesa.)
Según las crónicas que he podido leer en los periódicos o escuchar en la radio, es un tipo de unos cincuenta años con una piel exageradamente tatuada; y lleva una argolla en una parte de su cuerpo que, normalmente, quedaría oculta a la vista. Se desplaza velozmente en bicicleta para mostrar su circo ambulante en cualquier barrio y a todas horas.
La gran ciudad es exhibicionista en sus nuevas construcciones de muchas plantas y silueta caprichosa, como la Torre Agbar. Y sus habitantes quieren estar a esas alturas de vértigo moderno adoptando una apostura trendy, que puede confundirse con la simple provocación.
Esta noche, regresando a casa, he visto a una mujer hermosa con el cabello ensortijado junto a los contenedores de un supermercado. Llevaba una bolsa de basura en la mano. No la introducía. Al contrario, la extraía para contemplar su contenido. De detrás de los bidones ha aparecido un tipo encrestado con más porquería entre sus manos. Hace tiempo que conozco los movimientos de esas tribus urbanas cuando cierran el Caprabo a las nueve. A su paso queda un rastro de desperdicios sobre la acera. Son in, y les entusiasma sentirse un modelo de conducta para las nuevas generaciones.
Hace un rato he paseado con una mano en el bolsillo y con la otra intentando que el señor Gris no se entretuviera excesivamente en olfatear un rastro, quizás de cerdo vietnamita. Hemos proyectado nuestras sombras frente al cartel de la película Yo soy la Juani, de Bigas Luna. El director dice adorar esa nueva cultura del tunning, del piercing, de la vida poco más allá del cajero del supermercado o del taller mecánico. Según él es el futuro y debemos aplaudirlo.
No me gustan sus películas, ni su ideario vital de viejo verde. A menudo están a punto de atropellarme los coches tuneados -que tanto ama- con la música a toda potencia, o las tablas de skateboard laminadas en arce canadiense, o las bicicletas desmontables.
¿Cuándo se pondrá de moda simplemente caminar con un libro en el bolsillo? Algo fácil, que no contamina, ni molesta a nadie. Si no aparece esa nueva tendencia, ¿debería plantearme pasear desnudo y con la compañía de un marranito por la tierra de la niebla, o con un coche tuneado y música hip-hop a volumen de reventar mil tímpanos por sus calles cortas? Sería como escampar la mantequilla de las nuevas tendencias sobre la rebanada del territorio del país que no vive a la última. No lo haré; mi cerebro no es tan simple, y no tengo carácter importador.
En Estados Unidos hace tiempo que son cool y los habitantes de, por ejemplo, San Antonio (Texas) permiten que sus casas con jardín se conviertan en pocilgas. En Barcelona también han aparecido los primeros ejemplares de cerdos asiáticos ligados a la mano de sus originales propietarios que los presentan en sociedad caminando por la avenida Diagonal, como Rhett Butler mostraba a su hija recién nacida en la Atlanta de Lo que el viento se llevó. Al igual que el canalla secesionista, los barceloneses levantan ligeramente el sombrero de copa diciendo: "Buenos días señora, aquí mi puerco".
Se lo conté a mis padres en la comida del sábado en la granja de los caballos, y se extrañaron de que en la metrópoli se iniciara ahora la vieja tradición campesina de criar un cerdo para sacrificarlo a mediados de noviembre, por San Martín de Tours.
-No es eso, los compran de mascota, como si fueran perros.
-Y me dirás que los tienen en casa, como hacían los antiguos.
-No creo que los dejen aparcados junto al coche. Claro que los entran al piso.
(Mi madre retiró discretamente la botella de vino de mi alcance.)
-Barcelona es un sitio moderno. Ahora hay un hombre que anda desnudo por sus calles. Le denuncian a menudo, pero no hay ninguna ordenanza municipal que se lo impida. Así que sigue tan feliz paseándose sin cubrirse.
(La botella ya estaba en el extremo remoto de la mesa.)
Según las crónicas que he podido leer en los periódicos o escuchar en la radio, es un tipo de unos cincuenta años con una piel exageradamente tatuada; y lleva una argolla en una parte de su cuerpo que, normalmente, quedaría oculta a la vista. Se desplaza velozmente en bicicleta para mostrar su circo ambulante en cualquier barrio y a todas horas.
La gran ciudad es exhibicionista en sus nuevas construcciones de muchas plantas y silueta caprichosa, como la Torre Agbar. Y sus habitantes quieren estar a esas alturas de vértigo moderno adoptando una apostura trendy, que puede confundirse con la simple provocación.
Esta noche, regresando a casa, he visto a una mujer hermosa con el cabello ensortijado junto a los contenedores de un supermercado. Llevaba una bolsa de basura en la mano. No la introducía. Al contrario, la extraía para contemplar su contenido. De detrás de los bidones ha aparecido un tipo encrestado con más porquería entre sus manos. Hace tiempo que conozco los movimientos de esas tribus urbanas cuando cierran el Caprabo a las nueve. A su paso queda un rastro de desperdicios sobre la acera. Son in, y les entusiasma sentirse un modelo de conducta para las nuevas generaciones.
Hace un rato he paseado con una mano en el bolsillo y con la otra intentando que el señor Gris no se entretuviera excesivamente en olfatear un rastro, quizás de cerdo vietnamita. Hemos proyectado nuestras sombras frente al cartel de la película Yo soy la Juani, de Bigas Luna. El director dice adorar esa nueva cultura del tunning, del piercing, de la vida poco más allá del cajero del supermercado o del taller mecánico. Según él es el futuro y debemos aplaudirlo.
No me gustan sus películas, ni su ideario vital de viejo verde. A menudo están a punto de atropellarme los coches tuneados -que tanto ama- con la música a toda potencia, o las tablas de skateboard laminadas en arce canadiense, o las bicicletas desmontables.
¿Cuándo se pondrá de moda simplemente caminar con un libro en el bolsillo? Algo fácil, que no contamina, ni molesta a nadie. Si no aparece esa nueva tendencia, ¿debería plantearme pasear desnudo y con la compañía de un marranito por la tierra de la niebla, o con un coche tuneado y música hip-hop a volumen de reventar mil tímpanos por sus calles cortas? Sería como escampar la mantequilla de las nuevas tendencias sobre la rebanada del territorio del país que no vive a la última. No lo haré; mi cerebro no es tan simple, y no tengo carácter importador.
5 Comments:
No lo haga, paseante, se acercan los fríos y andar desabrigado puede entrañar riesgo de pulmonía.
Por otra parte, la música hip-hop puede resultar molesta para el vecindario.
Pero será porque no tiene carácter importador.
serás el exhibicionista del Turó parc, juasss. Mejor desnudo que tunearse uno mismo ;)
Tiene razón Katrin, el término correcto es "importador". Muchas gracias.
Respecto a lo de tunearme Latxeca... te diré que hace tiempo que sueño con tener unos labios en plan Parada.
Uf, quina por!! Imaginar-te (a tu que no tinc cap idea de com ets) nu, passejant un gos i amb els llavis d'en Parada em sembla molt surrealista. No et dic si, a més, t'imagino baixant el carrer amb una porca i tatuat...
Sóc una maquineta de fer por Violette. Un amic meu de Sòria sempre em diu: "Si te rapan al cero, te pintan colorado y te echan al monte, ni el mismísimo Rodríguez de La Fuente sabría qué bicho eres".
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