El mapa de la piel
La semana anterior, en viernes, hacía calor en la sala de entregas de la oficina de correos de Gran de Gràcia. Esperando mi turno, unas gotas de sudor trazaron torrentes incómodos en la piel lechosa de mi frente.
El paquete procedía de Madrid y el remitente era ininteligible, por lo que supe que era un envío de la chica de las gafas de pasta. Desde hace meses, permanece empeñada en alejarme de mi condición de persona silvestre, para adentrarme en un ambiente cultural por el que apenas comienzo a dar pequeños pasos palpando las paredes de esa habitación oscura y desconocida en la que suena California de su amado -me convenciste desde el primer momento: nuestro amado- Rufus Waingright.
En abril me recomendó que leyera Middlesex de Jeffrey Eugenides. Husmeé en las kilométricas estanterías de una librería del centro, hasta topar con una voluminosa novela de casi setecientas páginas, cuya sinopsis en la contraportada era: "Cal Stephanides decide contar su historia, revelar su secreto. Porque Cal ha vivido como mujer y como hombre". Obviamente, no la adquirí. Le conté los dos motivos: tamaño y temática. Nunca he sido un gran lector; como mucho: prensa deportiva, alguna novelita de cowboys escrita por Holly Martins o las policíacas de Jim Thomson. Todo libro que sobrepase el centenar y medio de páginas decanta la balanza entre mi interés y mi desinterés del segundo lado.
El paquete postal contenía unas hojas manuscritas (que, con los años, conseguiré descifrar con completa seguridad) y un ejemplar de Middlesex acompañado de una nota -esta vez bien caligrafiada: "Cuando regrese de NY quiero un comentario de texto completo por email, alma de cántaro".
Recibí su correo justo dos horas antes de que ella tomara un avión a Nueva York, y cinco antes de que yo subiera al tren de las siete menos diez en dirección a la tierra del sol. Comencé a leer, mientras el convoy me conducía con su orgasmo interminable a mi verdadero hogar. "Nací dos veces: fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974". Ya no pude dejar de cansar mi vista con la novela hasta las tres de la madrugada. Me detuve, a desgana, porque a las siete debía levantarme.
Desayuné zumo de naranja, pan con tomate y embutidos y café con leche sin azúcar; mientras el señor Gris me vigilaba con su patita vendada, y agradecía los regalos que le llovían accidentalmente del plato. A esas horas el punto de libro marcaba la página setenta de la novela, la chica de las gafas de pasta estaba a punto de acostarse por primera vez en Nueva York, y yo me dirigía a una plataforma hidráulica para recoger peras.
Pasé el día con africanos de Mali que me contaron sus periplos vitales, mientras sonaban los cuarenta principales en la radio del extraño vehículo. El propietario de la explotación agrícola también me requirió a su lado en la parte más alta de la plataforma, la más peligrosa. Le gusta charlar y reír. Sólo nos vemos en agosto o septiembre, y escasos días; así que nos contamos las estaciones frías el uno al otro, mientras la carreta avanza cortando el ambiente denso de agosto entre las filas de frutales. Los árboles tienen ramas espesas que dibujan tatuajes polinesios en mi piel cada verano. También están cubiertos de capas de polvo que convierten mi epidermis en negra y la de los africanos en blanca.
A mediodía vinieron a recogerme los Hayden. El pequeño me preguntó si me había peleado con un gato al ver los caminos sangrientos en mis antebrazos. Los recorrió con sus deditos, con ternura, y me preguntó si podía curarme con alcohol etílico.
Permanecí dos jornadas en la plantación, y el sol tuvo tiempo de trazar su rastro moreno en el mapa de mi cara. Desde entonces estoy sin afeitar. Oscuro y sucio. Me asemejo a los habitantes -que tanto me disgustan- de determinadas zonas geográficas: los países árabes, la zona balcánica y Asia Menor, la imaginaria patria de los gitanos... Mi antipatía hacia ellos no se cimienta en el color y textura de su piel, sino en su carácter soberbio -aunque soy consciente de que es malo generalizar. (Ahora que pienso en ello... ¿De qué color son las mujeres madrileñas que mandan propuestas culturales por correo certificado?)
Preferiría parecerme a Cal Stephanides en Middlesex: "Cuando me vuelvo a mirar en un escaparate esto es lo que veo: un hombre de cuarenta y un años de pelo ondulado, más bien largo, fino bigote y perilla. Una especie de mosquetero moderno". Pero ahora soy un policía mejicano de fronteras.
El lunes regresé a Barcelona. A medianoche se empeñó en llover a cántaros. Expuse mis brazos a la lluvia para que sanaran las cicatrices, y torrentes de agua se precipitaron sobre el mapa de mi piel. Recordé el mensaje de telefonía móvil de la chica de las gafas de pasta desde Nueva York, recibido un cuarto de hora antes, y la imaginé en un paisaje soleado de media tarde: "¡Dios! ¡Estoy viviendo uno de los momentos más felices de mi vida! Estoy en Bryant Park, rodeada de neoyorquinos y esperando que comience un concierto de música de películas. Hay una reverenda a mi lado y gente que se trae la colcha y se monta el picnic. ¡Precioso!".
Nueva York siempre ha sido una bacteria que ha vivido latente -sin manifestarse- en su piel, hasta que ha despertado ahora para enfermarla de amor por esa metrópolis; igual que las tierras llanas del oeste catalán me enferman a mí. (Ahora que pienso en ello... ¿De qué color son los norteamericanos?)
El paquete procedía de Madrid y el remitente era ininteligible, por lo que supe que era un envío de la chica de las gafas de pasta. Desde hace meses, permanece empeñada en alejarme de mi condición de persona silvestre, para adentrarme en un ambiente cultural por el que apenas comienzo a dar pequeños pasos palpando las paredes de esa habitación oscura y desconocida en la que suena California de su amado -me convenciste desde el primer momento: nuestro amado- Rufus Waingright.
En abril me recomendó que leyera Middlesex de Jeffrey Eugenides. Husmeé en las kilométricas estanterías de una librería del centro, hasta topar con una voluminosa novela de casi setecientas páginas, cuya sinopsis en la contraportada era: "Cal Stephanides decide contar su historia, revelar su secreto. Porque Cal ha vivido como mujer y como hombre". Obviamente, no la adquirí. Le conté los dos motivos: tamaño y temática. Nunca he sido un gran lector; como mucho: prensa deportiva, alguna novelita de cowboys escrita por Holly Martins o las policíacas de Jim Thomson. Todo libro que sobrepase el centenar y medio de páginas decanta la balanza entre mi interés y mi desinterés del segundo lado.
El paquete postal contenía unas hojas manuscritas (que, con los años, conseguiré descifrar con completa seguridad) y un ejemplar de Middlesex acompañado de una nota -esta vez bien caligrafiada: "Cuando regrese de NY quiero un comentario de texto completo por email, alma de cántaro".
Recibí su correo justo dos horas antes de que ella tomara un avión a Nueva York, y cinco antes de que yo subiera al tren de las siete menos diez en dirección a la tierra del sol. Comencé a leer, mientras el convoy me conducía con su orgasmo interminable a mi verdadero hogar. "Nací dos veces: fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974". Ya no pude dejar de cansar mi vista con la novela hasta las tres de la madrugada. Me detuve, a desgana, porque a las siete debía levantarme.
Desayuné zumo de naranja, pan con tomate y embutidos y café con leche sin azúcar; mientras el señor Gris me vigilaba con su patita vendada, y agradecía los regalos que le llovían accidentalmente del plato. A esas horas el punto de libro marcaba la página setenta de la novela, la chica de las gafas de pasta estaba a punto de acostarse por primera vez en Nueva York, y yo me dirigía a una plataforma hidráulica para recoger peras.
Pasé el día con africanos de Mali que me contaron sus periplos vitales, mientras sonaban los cuarenta principales en la radio del extraño vehículo. El propietario de la explotación agrícola también me requirió a su lado en la parte más alta de la plataforma, la más peligrosa. Le gusta charlar y reír. Sólo nos vemos en agosto o septiembre, y escasos días; así que nos contamos las estaciones frías el uno al otro, mientras la carreta avanza cortando el ambiente denso de agosto entre las filas de frutales. Los árboles tienen ramas espesas que dibujan tatuajes polinesios en mi piel cada verano. También están cubiertos de capas de polvo que convierten mi epidermis en negra y la de los africanos en blanca.
A mediodía vinieron a recogerme los Hayden. El pequeño me preguntó si me había peleado con un gato al ver los caminos sangrientos en mis antebrazos. Los recorrió con sus deditos, con ternura, y me preguntó si podía curarme con alcohol etílico.
Permanecí dos jornadas en la plantación, y el sol tuvo tiempo de trazar su rastro moreno en el mapa de mi cara. Desde entonces estoy sin afeitar. Oscuro y sucio. Me asemejo a los habitantes -que tanto me disgustan- de determinadas zonas geográficas: los países árabes, la zona balcánica y Asia Menor, la imaginaria patria de los gitanos... Mi antipatía hacia ellos no se cimienta en el color y textura de su piel, sino en su carácter soberbio -aunque soy consciente de que es malo generalizar. (Ahora que pienso en ello... ¿De qué color son las mujeres madrileñas que mandan propuestas culturales por correo certificado?)
Preferiría parecerme a Cal Stephanides en Middlesex: "Cuando me vuelvo a mirar en un escaparate esto es lo que veo: un hombre de cuarenta y un años de pelo ondulado, más bien largo, fino bigote y perilla. Una especie de mosquetero moderno". Pero ahora soy un policía mejicano de fronteras.
El lunes regresé a Barcelona. A medianoche se empeñó en llover a cántaros. Expuse mis brazos a la lluvia para que sanaran las cicatrices, y torrentes de agua se precipitaron sobre el mapa de mi piel. Recordé el mensaje de telefonía móvil de la chica de las gafas de pasta desde Nueva York, recibido un cuarto de hora antes, y la imaginé en un paisaje soleado de media tarde: "¡Dios! ¡Estoy viviendo uno de los momentos más felices de mi vida! Estoy en Bryant Park, rodeada de neoyorquinos y esperando que comience un concierto de música de películas. Hay una reverenda a mi lado y gente que se trae la colcha y se monta el picnic. ¡Precioso!".
Nueva York siempre ha sido una bacteria que ha vivido latente -sin manifestarse- en su piel, hasta que ha despertado ahora para enfermarla de amor por esa metrópolis; igual que las tierras llanas del oeste catalán me enferman a mí. (Ahora que pienso en ello... ¿De qué color son los norteamericanos?)
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