lunes, agosto 21, 2006

Vacaciones

Decidí hacer coincidir mis vacaciones -del 18 al 27 de agosto- con las de los Hayden por una cuestión práctica.

No me gusta dejar los preparativos de un viaje para última hora. Así que el jueves por la noche ya había llenado mi maleta con pantalones sport -largos y cortos-, camisetas estampadas y lisas, ropa interior variada y un traje fino de algodón por si surgía una cena de gala en la terraza. Tampoco olvidé un bañador retro de cuerpo entero, a rayas horizontales, que me enamoró a principios de este milenio entre las perchas de la tienda de disfraces Menkes; y otro parecido -de tamaño infantil- para el señor Gris. En una mochila suplementaria puse sus medicinas y mis diversos artículos de higiene personal: cepillo de dientes, pañuelos de papel y peine.

El despertador sonó a las seis de la mañana. Nos aseamos ligeramente -lo haríamos más a fondo en el punto de destino-, desayunamos los restos de la nevera antes de desconectarla y dejarla abierta, colgamos unas sábanas viejas en el balcón para despistar a los cacos, cortamos el paso de entrada del agua y el interruptor diferencial de la electricidad, pusimos un plato con excedente hídrico debajo del ficus y nos despedimos de nuestro pequeño apartamento con una mirada de reconocimiento final antes de girar dos veces cada llave en su correspondiente cerrojo.

El día era claro y todavía fresco a esas horas tempranas, ideal para emprender un viaje de vacaciones al sur. Buscábamos acercarnos un poco más al ecuador terrestre; así que recorrimos el laberinto de torrentes estrechos de nuestro barrio con una canoa imaginaria, hasta desembocar en los afluentes rápidos del Eixample; y, por fin, en el caudaloso Amazonas del paseo de Sant Joan, con peces piraña en todas sus fuentes ornamentales.

El señor Gris parecía agotado con su patita coja. Nos detuvimos en una esquina sombreada para que se repusiera; también porque el vehículo de los Hayden seguía aparcado en la acera frente a su inmueble. Me habían asegurado que se marcharían a las siete, pero debían andar retrasados (es el problema de no preparar el equipaje con antelación). Tomé café con leche y croissant -la mitad para mi compañero de viaje- en la terraza del Morrison, discretamente alejada de la vista de mi familia.

Media hora después volvimos a asomar sigilosamente nuestras cabezas por el chaflán. Mi sobrino ya estaba atado en su silla de seguridad ajustada en el asiento de atrás; la señora Hayden intentaba armar el puzzle de maletas en la parte posterior del coche, introduciendo y sacando bultos pesados hasta hacerlos encajar; y su marido se acicalaba el cabello en el retrovisor, antes de colocarse sus elegantes guantes de rejilla especiales para participar en carreras de autos locos.

Cuando arrancaron en dirección a Bretaña, el señor Gris y yo levantamos una patita en señal de adiós antes de perderles de vista hasta el domingo 27. Abrimos la puerta de su vivienda con nuestra copia de las llaves. En la penumbra, todavía olía a café recién servido, los platos goteaban en el fregadero y las cortinas del comedor dibujaban movimientos fantasmas con las corrientes de aire de esta zona del mundo que habíamos elegido para nuestro veraneo: Barcelona-Eixample.

Su vivienda permite dar un buen paseo de una punta a otra, tiene una amplia terraza con jardín botánico y piscina (de plástico y dibujos infantiles impresos de un ratón americano), y -especialmente- muchos armarios y cajones por investigar en estos diez días. Estaremos de vacaciones a dos kilómetros de nuestro domicilio, aunque en otro barrio, con otros vecinos, paisajes diarios distintos. Pretendo hacer trekking en el Parc Güell, submarinismo en la playa de Noca Icària, visitas culturales a la Sagrada Família. Creo que incluso me animaré a asistir a algún gran espectáculo escénico (quizás en el cine de Sagrada Família pasan películas interesantes estos días).

Siempre cuesta aclimatarse al principio de un viaje, sea lejano o próximo en la distancia, de larga o de escasa duración. En estos dos días ejerciendo de turistas, simplemente nos hemos instalado. Hemos aprendido el funcionamiento de la ducha, de los fogones, del equipo de música... Sólo he tenido tiempo de abrir un par de cajones de la cómoda del dormitorio Hayden: nada interesante, excepto unos slips a rayas tigradas del sargento. ¿Para qué los utilizará? Me quedan bien en el espejo del cuarto de baño; incluso si pongo el CD entre étnico, hip-hopero y electrónico de Arular de Maya Arusalpragam (MIA) me entran ganas de desarrollar danzas tribales, como si estuviera de exploración en un lugar inundado de exotismo. Dudo si lavarlos o retornarlos a su escondite tal cual (al fin y al cabo, sólo los he lucido cuarenta y ocho horas).

Nuestro "hotel" tiene ciertos inconvenientes a pesar de que predominan las buenas vibraciones: debemos amagar nuestra presencia furtiva a oídos vecinos, tengo que dibujar una gran reverencia cada vez que paso bajo la lámpara baja (como si iluminara la casa de Blancanieves y los enanos) del vestíbulo, duermo rodeado de ositos y cuentos para niños en la litera superior de la habitación del pequeño Hayden (por lo que he dejado abandonado mi vértigo en el apartamento de Gràcia)... Lo peor es que no puedo visitar el Turó Parc, ni ningún otro lugar de mi vida rutinaria, para no desvanecer mi sensación de haber viajado lejos, extraordinariamente lejos.