Troupe
La granja de los caballos tiene muchos cuartos, distribuidos en tres plantas, y la señora Sofía y el Tenista podrían jugar al escondite durante horas sin encontrarse. Hay cuatro dormitorios, pero ellos se empeñan en coincidir cada noche en el mismo después de cuarenta años. Se aman, sueñan, roncan, se dan golpecitos en las madrugadas para alertar al otro por cualquier ruido extraño en la vivienda, discuten cuando al futbolero se le cae el transistor en el que escucha la información de su equipo... Y amanecen.
Todo es orden, paz y silencio, hasta que la troupe circense acudimos de visita los viernes por la noche para regalarles una función. Descargamos los baúles golpeando las paredes, entramos los trapecios, las cajas de magia, las lonas de la carpa, al señor Gris disfrazado de león... La casa se llena de ruidos, las escaleras son transitadas a todas horas por personas y animales como en unos grandes almacenes, y la vida se escampa por todos los rincones como una canción de verbena. Resulta agradable.
El sábado pasado coincidimos todos en la planta baja a mediodía, repartiéndonos las tareas.
El pequeño Hayden me pidió que le quitara las protecciones en su bicicleta infantil porque se siente maduro y quiere circular a dos ruedas. Nunca he sido hábil con las herramientas; así que cuando la llave inglesa se escurrió entre mis manos para causarme una herida (prácticamente mortal) en un dedo, pensé que era lo lógico.
El niño quiso curarme (de mayor se va a dedicar a las ciencias de la salud; con su bata de enfermero, de médico, de veterinario o de fisioterapeuta). Me arrastró al cuarto de baño para aplicarme alcohol en la herida. Grité, de broma, y lanzó otro chorrito sobre mi dedo para escucharme gemir de nuevo. Me aplicó una compresa con papel higiénico para secar la sangre, y una tirita de color azul celeste con dibujos de animales. Cada ratito venía a preguntarme si podía ponerme un poco más de desinfectante, el muy gamberro.
El señor Hayden se dedicó a vaciar los muebles del comedor con sus músculos fuertes; esta semana van a venir los pintores y a mi padre le cuesta arrastrar pesos.
La señora Sofía se mantuvo en la dirección de los fogones, cocinando espléndidos platos como caracoles a la brasa, calamares a la romana, fideuà, ensaladilla rusa natural, lenguado con almendras...
La señora Hayden desmenuzó los despojos de pollo destinados al señor Gris (normalmente los parte él mismo con las fauces, pero últimamente anda desganado) y los puso en su bocaza tranquilamente. El perro tiene costumbre de masticar de manera poco educada, y ambos acabaron con los cabellos y los pelos llenos de virutas de carne blanca.
El Tenista acompañó al pequeño Hayden en su estreno como ciclista hasta un prado cercano, y sólo tuvo que recogerle del suelo una vez. Diagnóstico: leves rasguños en un codo al que aplicaron una tirita infantil.
Distintos ruidos (risas de niño, ladridos de perro, cazuelas tamboreando contra la repisa, el DVD del Rey león a toda pastilla, chapoteos en la piscina de plástico...) y sonidos (el agua de la manguera rebotando en las hojas tropicales de las marquesas, el hervor de las verduras en la olla, los pasos sigilosos del gato forastero alrededor del plato del señor Gris buscando restos de pollo, las hojas de una revista transcurriendo en la falda de mi hermana, mi bicicleta rodando por el pasillo en dirección a la puerta principal...) pusieron el hilo musical de la tarde.
La actividad descendió después de la cena, y el silencio se coló por fin en la vivienda. Acudí al balcón de mis padres. Estaba ella (con quién me parezco en todos los sentidos) disfrutando de una brisa fresca antes de acostarse.
Le dije hola y me pidió que me callara para escuchar el rumor de unos motores en la lejanía. Un avión cruzaba lentamente nuestro cielo, a miles de metros sobre los tejados de las granjas vecinas. La señora Sofía no está acostumbrada a su presencia, y eso explica su emoción del momento. Lo teníamos frente a nosotros, muy lejano, cuando una estrella fugoz se cruzó en el camino del reactor con la brevedad de un chispazo. Hacía tiempo que no observaba ese fenómeno y lo celebré con un comentario en voz alta. "Chist" (ella está habituada a que lluevan astros en el firmamento, pero no sabe cuándo pasará de nuevo sobre su vida una máquina voladora).
Permanecimos un rato unidos, sin hablar (cada uno en su mundo), con aquel cordón umbilical de hace cuarenta y dos años que se ha ido desgastando con el tiempo, aunque no definitivamente. Después apareció el señor Gris, disfrazado de león con expresión simpática, y tuvo caricias a cuatro manos; hasta que a la señora Sofía le entró el sueño y nos expulsó de su balcón para cerrar las puertas hasta el día siguiente.
Todo es orden, paz y silencio, hasta que la troupe circense acudimos de visita los viernes por la noche para regalarles una función. Descargamos los baúles golpeando las paredes, entramos los trapecios, las cajas de magia, las lonas de la carpa, al señor Gris disfrazado de león... La casa se llena de ruidos, las escaleras son transitadas a todas horas por personas y animales como en unos grandes almacenes, y la vida se escampa por todos los rincones como una canción de verbena. Resulta agradable.
El sábado pasado coincidimos todos en la planta baja a mediodía, repartiéndonos las tareas.
El pequeño Hayden me pidió que le quitara las protecciones en su bicicleta infantil porque se siente maduro y quiere circular a dos ruedas. Nunca he sido hábil con las herramientas; así que cuando la llave inglesa se escurrió entre mis manos para causarme una herida (prácticamente mortal) en un dedo, pensé que era lo lógico.
El niño quiso curarme (de mayor se va a dedicar a las ciencias de la salud; con su bata de enfermero, de médico, de veterinario o de fisioterapeuta). Me arrastró al cuarto de baño para aplicarme alcohol en la herida. Grité, de broma, y lanzó otro chorrito sobre mi dedo para escucharme gemir de nuevo. Me aplicó una compresa con papel higiénico para secar la sangre, y una tirita de color azul celeste con dibujos de animales. Cada ratito venía a preguntarme si podía ponerme un poco más de desinfectante, el muy gamberro.
El señor Hayden se dedicó a vaciar los muebles del comedor con sus músculos fuertes; esta semana van a venir los pintores y a mi padre le cuesta arrastrar pesos.
La señora Sofía se mantuvo en la dirección de los fogones, cocinando espléndidos platos como caracoles a la brasa, calamares a la romana, fideuà, ensaladilla rusa natural, lenguado con almendras...
La señora Hayden desmenuzó los despojos de pollo destinados al señor Gris (normalmente los parte él mismo con las fauces, pero últimamente anda desganado) y los puso en su bocaza tranquilamente. El perro tiene costumbre de masticar de manera poco educada, y ambos acabaron con los cabellos y los pelos llenos de virutas de carne blanca.
El Tenista acompañó al pequeño Hayden en su estreno como ciclista hasta un prado cercano, y sólo tuvo que recogerle del suelo una vez. Diagnóstico: leves rasguños en un codo al que aplicaron una tirita infantil.
Distintos ruidos (risas de niño, ladridos de perro, cazuelas tamboreando contra la repisa, el DVD del Rey león a toda pastilla, chapoteos en la piscina de plástico...) y sonidos (el agua de la manguera rebotando en las hojas tropicales de las marquesas, el hervor de las verduras en la olla, los pasos sigilosos del gato forastero alrededor del plato del señor Gris buscando restos de pollo, las hojas de una revista transcurriendo en la falda de mi hermana, mi bicicleta rodando por el pasillo en dirección a la puerta principal...) pusieron el hilo musical de la tarde.
La actividad descendió después de la cena, y el silencio se coló por fin en la vivienda. Acudí al balcón de mis padres. Estaba ella (con quién me parezco en todos los sentidos) disfrutando de una brisa fresca antes de acostarse.
Le dije hola y me pidió que me callara para escuchar el rumor de unos motores en la lejanía. Un avión cruzaba lentamente nuestro cielo, a miles de metros sobre los tejados de las granjas vecinas. La señora Sofía no está acostumbrada a su presencia, y eso explica su emoción del momento. Lo teníamos frente a nosotros, muy lejano, cuando una estrella fugoz se cruzó en el camino del reactor con la brevedad de un chispazo. Hacía tiempo que no observaba ese fenómeno y lo celebré con un comentario en voz alta. "Chist" (ella está habituada a que lluevan astros en el firmamento, pero no sabe cuándo pasará de nuevo sobre su vida una máquina voladora).
Permanecimos un rato unidos, sin hablar (cada uno en su mundo), con aquel cordón umbilical de hace cuarenta y dos años que se ha ido desgastando con el tiempo, aunque no definitivamente. Después apareció el señor Gris, disfrazado de león con expresión simpática, y tuvo caricias a cuatro manos; hasta que a la señora Sofía le entró el sueño y nos expulsó de su balcón para cerrar las puertas hasta el día siguiente.
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