Agot
En pleno mediodía del sábado, algún funcionario en el cielo olvidó cerrar el horno crematorio de las malas almas. Así que recorrí los dos kilómetros que me separan del domicilio de los Hayden dando pequeños rodeos para aprovechar la mínima sombra en las calles; y cuando era imposible bordear el charco de sol en la calzada, trotaba de puntillas, más veloz que el correcaminos.
Siempre cumplo las normas del decoro; aunque ayer le pedí permiso a mi vergüenza para andar en bañador beige, camiseta negra de palista, gorrita de béisbol y calzado deportivo que me protegiera de los ardores del asfalto. Con un bigote y una plancha surfera bajo el brazo habría llamado a la mujer checa para comunicarle que su soñado Thomas Magnum estaba en la ciudad, de vacaciones.
Me habían convidado para cuidar al pequeño Hayden toda la tarde. Al menos me pagan: cada par de horas puedo tomarme una cerveza de la nevera, aunque el sargento de policía esconde los licores bajo llave en un armario elevado. Este año han sido tantos los ratos de vigilancia del niño, que me ha nacido un bonito flotador alrededor de la cintura que me guarda de los naufragios en el mar.
Creo firmemente que el señor Hayden sólo tuvo interés en acceder a la paternidad con el plan premeditado de condenar mis tardes de sábado, de domingo, de fiestas de guardar... a contarle cuentos antiguos a su hijo o a organizar obras de teatro infantiles con el pequeño, el señor Gris y la rata Babe en el parquet del comedor; mientras la pareja disfruta de románticos paseos por las calles comerciales del centro de la metrópolis, visita galerías de arte o cena como recién enamorados.
Hace tres veranos, me comunicaron que sería tío por segunda vez, sin concretar cuándo, y que se incrementarían mis responsabilidades. Ahora conozco la fecha definitiva de mi nueva condena: alrededor de la Navidad. El vientre de mi hermana está liso como la plancha surfera que olvidé en mi disfraz hawaiano, pero faltan pocos meses para su vuelo a Addis Abeba en busca de una criatura a la que deberé explicarle la fábula de la ratita presumida cuando aprenda nuestro idioma.
La señora Sofía mantiene esperanzas en tener una nieta rubita y con trenzas tirolesas, a pesar de que le han contado que en Etiopía las personas no son precisamente claras de piel. Pero sus conocimientos de antropología escasean y nadie le va a robar la ilusión. A mí no me preocupan los colores, aunque exijo que sea una niña porque en mi familia hay exceso de machitos. Además, ellas se convierten antes en personas; y estoy convencido de que no tendrá especial interés en robar mi vaso verde de plástico en el que bebo desde que era niño en la tierra del sol, y que tanto me cuesta proteger ante los intentos de expolio del pequeño Hayden.
En Etiopía viven encaprichados en hablar una extraña lengua llamada amhárico, y en escribir con signos indescifrables. Les regalé a los Hayden un diccionario de ese idioma al inglés, del que extraje algunas palabras necesarias para que mi nuevo pariente pueda llamar con propiedad a los seres vivos que le rodearán en el futuro:
Madre: enat.
Padre: abbat.
Hermano: weundem.
Abuela: set ayat.
Abuelo: weund ayat.
Perro: wusha.
Rata: aiyt.
También a los visitantes que aparecerán en la terraza de su todavía desconocido hogar cercano a la Sagrada Familia; como la mariposa que es un birabiro, o los mosquitos que se denominan bimbi en el macizo Etiópico, en la meseta de Eritrea o en la fosa de Danakilia.
Falto yo, el tío, que seré su agot. La frase será: "Agot, caca", y crearemos un café con leche al enlazar nuestras manos camino del cuarto de baño.
Las nuevas relaciones familiares son extrañas para mí, acostumbrado a vivir de pequeño con una abuela en nuestra vivienda, a que las mujeres no trabajaran para cuidar a su prole, a que nadie se marchara de casa por un o una amante más joven, a pasar los veranos con los tíos en su finca lejana, a hablar todos en el mismo idioma, a ser del mismo color...
Ahora, se conciben o se adoptan hijos para ocupar las tardes de sábado de los tíos; y en cada familia debe quedar alguien soltero para estar disponible a todas horas. Debo reconocer que obtengo algo más que cerveza cuando me contratan de canguro. La señora Hayden me mantiene anclado a su mundo feliz, y su marido me deja disparar en ocasiones su pistola descargada, que tiene el gatillo oxidado. Es el menos malo de los cuñados que podría admitir en mi vida; lo que no le evitará que aumente mis exigencias con la sobrina etíope. Una vez al mes le pediré la llave del armario del brandy.
Le va a doler comprobar cómo baja el nivel del líquido, que tiene marcado con una rayita.
Siempre cumplo las normas del decoro; aunque ayer le pedí permiso a mi vergüenza para andar en bañador beige, camiseta negra de palista, gorrita de béisbol y calzado deportivo que me protegiera de los ardores del asfalto. Con un bigote y una plancha surfera bajo el brazo habría llamado a la mujer checa para comunicarle que su soñado Thomas Magnum estaba en la ciudad, de vacaciones.
Me habían convidado para cuidar al pequeño Hayden toda la tarde. Al menos me pagan: cada par de horas puedo tomarme una cerveza de la nevera, aunque el sargento de policía esconde los licores bajo llave en un armario elevado. Este año han sido tantos los ratos de vigilancia del niño, que me ha nacido un bonito flotador alrededor de la cintura que me guarda de los naufragios en el mar.
Creo firmemente que el señor Hayden sólo tuvo interés en acceder a la paternidad con el plan premeditado de condenar mis tardes de sábado, de domingo, de fiestas de guardar... a contarle cuentos antiguos a su hijo o a organizar obras de teatro infantiles con el pequeño, el señor Gris y la rata Babe en el parquet del comedor; mientras la pareja disfruta de románticos paseos por las calles comerciales del centro de la metrópolis, visita galerías de arte o cena como recién enamorados.
Hace tres veranos, me comunicaron que sería tío por segunda vez, sin concretar cuándo, y que se incrementarían mis responsabilidades. Ahora conozco la fecha definitiva de mi nueva condena: alrededor de la Navidad. El vientre de mi hermana está liso como la plancha surfera que olvidé en mi disfraz hawaiano, pero faltan pocos meses para su vuelo a Addis Abeba en busca de una criatura a la que deberé explicarle la fábula de la ratita presumida cuando aprenda nuestro idioma.
La señora Sofía mantiene esperanzas en tener una nieta rubita y con trenzas tirolesas, a pesar de que le han contado que en Etiopía las personas no son precisamente claras de piel. Pero sus conocimientos de antropología escasean y nadie le va a robar la ilusión. A mí no me preocupan los colores, aunque exijo que sea una niña porque en mi familia hay exceso de machitos. Además, ellas se convierten antes en personas; y estoy convencido de que no tendrá especial interés en robar mi vaso verde de plástico en el que bebo desde que era niño en la tierra del sol, y que tanto me cuesta proteger ante los intentos de expolio del pequeño Hayden.
En Etiopía viven encaprichados en hablar una extraña lengua llamada amhárico, y en escribir con signos indescifrables. Les regalé a los Hayden un diccionario de ese idioma al inglés, del que extraje algunas palabras necesarias para que mi nuevo pariente pueda llamar con propiedad a los seres vivos que le rodearán en el futuro:
Madre: enat.
Padre: abbat.
Hermano: weundem.
Abuela: set ayat.
Abuelo: weund ayat.
Perro: wusha.
Rata: aiyt.
También a los visitantes que aparecerán en la terraza de su todavía desconocido hogar cercano a la Sagrada Familia; como la mariposa que es un birabiro, o los mosquitos que se denominan bimbi en el macizo Etiópico, en la meseta de Eritrea o en la fosa de Danakilia.
Falto yo, el tío, que seré su agot. La frase será: "Agot, caca", y crearemos un café con leche al enlazar nuestras manos camino del cuarto de baño.
Las nuevas relaciones familiares son extrañas para mí, acostumbrado a vivir de pequeño con una abuela en nuestra vivienda, a que las mujeres no trabajaran para cuidar a su prole, a que nadie se marchara de casa por un o una amante más joven, a pasar los veranos con los tíos en su finca lejana, a hablar todos en el mismo idioma, a ser del mismo color...
Ahora, se conciben o se adoptan hijos para ocupar las tardes de sábado de los tíos; y en cada familia debe quedar alguien soltero para estar disponible a todas horas. Debo reconocer que obtengo algo más que cerveza cuando me contratan de canguro. La señora Hayden me mantiene anclado a su mundo feliz, y su marido me deja disparar en ocasiones su pistola descargada, que tiene el gatillo oxidado. Es el menos malo de los cuñados que podría admitir en mi vida; lo que no le evitará que aumente mis exigencias con la sobrina etíope. Una vez al mes le pediré la llave del armario del brandy.
Le va a doler comprobar cómo baja el nivel del líquido, que tiene marcado con una rayita.
1 Comments:
Felicidades agot!
Y avisa cuando vayas de Magnum por la ciudad condal
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