Cuentos de verano
Las mejores escenas estivales están filmadas en Novecento de Bernardo Bertolucci. Sterling Hayden interpreta a un jornalero que sucumbe agotado por la vida en un campo de trigo de Emilia-Romaña; mientras su patrón, dibujado por Burt Lancaster, le suplica a una adolescente que le ordeñe en los establos para descubrir que su vejez es irreversible.
Las segundas aparecen en Cuento de verano de Eric Rohmer, el mayor cineasta vivo a la hora de describir sensaciones. La película narra el veraneo que me gustaría haber vivido hace tiempo: un joven estudiante de matemáticas viaja a la Bretaña ensimismado en sus cálculos mentales, en sus paseos silenciosos por la playa, mientras tres muchachas se pelean por aquel hombre sin encanto.
Las terceras hay que buscarlas en la tierra del sol.
Adoro el mes de agosto. En la niñez, el calor rebotaba contra los muros gruesos de la torre de mi abuelo materno, mientras dormíamos la siesta en la penumbra fresca y los grillos andaban con diálogos fuera del recinto.
Se llegaba a la casa, rodeada por un ejército de mil manzanos en formación, recorriendo un camino de tierra desde la carretera. En su margen izquierdo reposaba el esqueleto oxidado del camión de un feriante al que se le ocurrió, años atrás, estrellarse junto a la plantación. Su panza estaba repleta de coches de tiovivo; y el viejo Joan sudó media mañana para liberar del amasijo de hierros un par de ellos, ante las exigencias de la señora Hayden y las mías.
Nos pasamos aquel verano, y los siguientes, haciendo carreras inútiles con aquellos trastos pesados que no se movían ni un milímetro de su posición inicial; acompañando a la señora Sofía a pescar cangrejos de río; enfermando de la barriga de tanto engullir palosantos. El agua fresca de un pozo era subida a cubo y correa para refrescar nuestros cuerpos infantiles después de cada jornada emocionante. Muchas de ellas afloran en las sobremesas actuales, en forma de nostalgia.
Mi abuelo no se cansó de desear un hijo varón que le substituyera al frente de la finca; pero su pobre esposa parió seis veces y siempre les pusieron nombres de mujer. La última fue mi madre; al salir apagó la luz en aquel vientre extenuado. La abuela murió cuando yo tenía apenas tres años; aunque conservo imágenes fugaces de su rostro ancho sonriéndome en una cama. Él aguantó diez años más trabajando solo en aquel territorio vital calculado en hectáreas; hasta que le venció el agotamiento y depositó los recuerdos, los manzanos, el árbol de los palosantos, el pozo y los coches del tiovivo bajo un cartel de "En venta", para dejarse encarcelar en un pisito de la ciudad que le consumió en poco tiempo. Enfermó en invierno. Una noche de mi adolescencia en que me tocaba cuidarle, giró levemente el cuello y se dispuso a soñar el sueño eterno en aquella habitación oscura de la calle mayor.
Ahora, mis veranos son sinónimos de disputar partidos con el tenista, de nadar en el agua fresca de las piscinas municipales y de trabajar cuatro o cinco días en el campo, para recordar los orígenes. Me monto en plataformas hidráulicas que circulan a cámara lenta entre filas de manzanos, con una decena de subsaharianos de nombres sonoros como Gbesé, mientras escucho sus historias africanas que entrarán a formar parte de mis recuerdos ajenos.
Todavía no he resuelto el resto de las vacaciones. Hay propuestas atractivas para ocupar casas en la vieja Europa o en el centro de la península, siempre con la prohibición de decorar sus muros con pintadas reivindicativas. Seguramente permaneceré en la metrópolis para cerrar una de esas carpetas con temas pendientes que todos guardamos en un cajón.
No estaré solo. El hombre sin suerte se quedará el mes de agosto sufriendo la humedad de la ciudad y exigirá que le convide a las fiestas del barrio, o me arrastrará al Universal para puntuar a las mujeres noctámbulas.
Tampoco tendrá vacaciones Paloma: cada tarde subirá a escena con el coro de las putas, mientras maldice los retrasos ferroviarios y a las personas que tienen ganas de pasear acompañadas dos horas en la madrugada.
A pesar de su rodilla recién operada, Monts brincará escaleras arriba como una gata en busca de su terrado de zinc caliente, para reunirse allí con sus nuevos amigos de sesenta y cinco años y regalarles dulces y risas en los atardeceres.
Mercedes permanecerá en su valle de las montañas, cuidando de su bebé gordito que hace callar a los perros que ladran con un te-te-teee; mientras sueña de manera irreal en que su equipito de fútbol derrotará al campeón por muchos años.
Otras personas volarán para alejarse del Turó Parc, sin solidarizarse con los que nos quedamos cuidando de los recintos de invierno. Espero postales del norte de Francia, Nueva York, Bruselas, Euskadi... Leeré sus palabras en voz alta para que el señor Gris gruña con exageración en cada pausa por el cambio de parágrafo. No le gusta el silencio al perro payaso. Cualquier día aparecerá un enano para decirle cuatro te-tés y se va a esconder debajo de la cama.
Las segundas aparecen en Cuento de verano de Eric Rohmer, el mayor cineasta vivo a la hora de describir sensaciones. La película narra el veraneo que me gustaría haber vivido hace tiempo: un joven estudiante de matemáticas viaja a la Bretaña ensimismado en sus cálculos mentales, en sus paseos silenciosos por la playa, mientras tres muchachas se pelean por aquel hombre sin encanto.
Las terceras hay que buscarlas en la tierra del sol.
Adoro el mes de agosto. En la niñez, el calor rebotaba contra los muros gruesos de la torre de mi abuelo materno, mientras dormíamos la siesta en la penumbra fresca y los grillos andaban con diálogos fuera del recinto.
Se llegaba a la casa, rodeada por un ejército de mil manzanos en formación, recorriendo un camino de tierra desde la carretera. En su margen izquierdo reposaba el esqueleto oxidado del camión de un feriante al que se le ocurrió, años atrás, estrellarse junto a la plantación. Su panza estaba repleta de coches de tiovivo; y el viejo Joan sudó media mañana para liberar del amasijo de hierros un par de ellos, ante las exigencias de la señora Hayden y las mías.
Nos pasamos aquel verano, y los siguientes, haciendo carreras inútiles con aquellos trastos pesados que no se movían ni un milímetro de su posición inicial; acompañando a la señora Sofía a pescar cangrejos de río; enfermando de la barriga de tanto engullir palosantos. El agua fresca de un pozo era subida a cubo y correa para refrescar nuestros cuerpos infantiles después de cada jornada emocionante. Muchas de ellas afloran en las sobremesas actuales, en forma de nostalgia.
Mi abuelo no se cansó de desear un hijo varón que le substituyera al frente de la finca; pero su pobre esposa parió seis veces y siempre les pusieron nombres de mujer. La última fue mi madre; al salir apagó la luz en aquel vientre extenuado. La abuela murió cuando yo tenía apenas tres años; aunque conservo imágenes fugaces de su rostro ancho sonriéndome en una cama. Él aguantó diez años más trabajando solo en aquel territorio vital calculado en hectáreas; hasta que le venció el agotamiento y depositó los recuerdos, los manzanos, el árbol de los palosantos, el pozo y los coches del tiovivo bajo un cartel de "En venta", para dejarse encarcelar en un pisito de la ciudad que le consumió en poco tiempo. Enfermó en invierno. Una noche de mi adolescencia en que me tocaba cuidarle, giró levemente el cuello y se dispuso a soñar el sueño eterno en aquella habitación oscura de la calle mayor.
Ahora, mis veranos son sinónimos de disputar partidos con el tenista, de nadar en el agua fresca de las piscinas municipales y de trabajar cuatro o cinco días en el campo, para recordar los orígenes. Me monto en plataformas hidráulicas que circulan a cámara lenta entre filas de manzanos, con una decena de subsaharianos de nombres sonoros como Gbesé, mientras escucho sus historias africanas que entrarán a formar parte de mis recuerdos ajenos.
Todavía no he resuelto el resto de las vacaciones. Hay propuestas atractivas para ocupar casas en la vieja Europa o en el centro de la península, siempre con la prohibición de decorar sus muros con pintadas reivindicativas. Seguramente permaneceré en la metrópolis para cerrar una de esas carpetas con temas pendientes que todos guardamos en un cajón.
No estaré solo. El hombre sin suerte se quedará el mes de agosto sufriendo la humedad de la ciudad y exigirá que le convide a las fiestas del barrio, o me arrastrará al Universal para puntuar a las mujeres noctámbulas.
Tampoco tendrá vacaciones Paloma: cada tarde subirá a escena con el coro de las putas, mientras maldice los retrasos ferroviarios y a las personas que tienen ganas de pasear acompañadas dos horas en la madrugada.
A pesar de su rodilla recién operada, Monts brincará escaleras arriba como una gata en busca de su terrado de zinc caliente, para reunirse allí con sus nuevos amigos de sesenta y cinco años y regalarles dulces y risas en los atardeceres.
Mercedes permanecerá en su valle de las montañas, cuidando de su bebé gordito que hace callar a los perros que ladran con un te-te-teee; mientras sueña de manera irreal en que su equipito de fútbol derrotará al campeón por muchos años.
Otras personas volarán para alejarse del Turó Parc, sin solidarizarse con los que nos quedamos cuidando de los recintos de invierno. Espero postales del norte de Francia, Nueva York, Bruselas, Euskadi... Leeré sus palabras en voz alta para que el señor Gris gruña con exageración en cada pausa por el cambio de parágrafo. No le gusta el silencio al perro payaso. Cualquier día aparecerá un enano para decirle cuatro te-tés y se va a esconder debajo de la cama.