Cita anual
El miércoles dejé el televisor prendido para que el señor Gris se sintiera menos solo y por si me reconocía entre la masa, aunque su atención jamás se pose en ese aparato.
Caminé cincuenta minutos hacia el oeste, haciendo una breve parada en el Turó Parc, a mitad de trayecto, para comer una manzana del pasado verano. Dejé atrás el complejo comercial de Illa Diagonal todavía con tráfico fluido en la acera. Pero al llegar a las torres negras de La Caixa formábamos un tremendo banco de peces blaugrana acercándonos al santuario.
Una vez al año, mi padre me invita a presenciar un partido de fútbol. Normalmente son encuentros de la liga española y tenemos predilección por la lucha contra el Real Madrid o el Español, a los que ganamos de manera natural en campo propio. Esta fue la primera convocatoria para competición europea.
Los hinchas del Benfica rondaban, como tiburones saciados, frente al edificio de la Maternitat donde nació el pequeño Hayden hace cuatro años y donde me esperaba mi padre recién llegado en el autocar de su peña desde la tierra de la niebla.
La tercera gradería presentaba muchos asientos libres, así que cometimos el error de sentarnos sobre la portería para tener una visión más centrada del encuentro. Lo que ganamos en vista lo perdimos en oído porque los adolescentes sentados a nuestra espalda no pararon de silbar, gritar y aplaudir durante noventa minutos a medio centímetro de nuestros pabellones auditivos.
Mi padre no se disgustó porque vive en la profunda paz del campo y el contraste le resulta atractivo. Pero yo añoré los cláxones de los coches en los atascos, los taladros de las máquinas excavadoras que perforan los cimientos para un nuevo edificio frente al mío, las sirenas de las ambulancias que son como susurros enamorados en comparación con las gargantas de aquellos malcriados con bufandas de mi equipo.
Algunos estudios científicos aseguran que a mayor concentración de personas, menor es el coeficiente intelectual de los asistentes.
Les di la razón a las personas que no saben ni quieren saber nada de fútbol. La señora Hayden me preguntó qué era eso del Benfica cuando le notifiqué por teléfono nuestra asistencia al campo. Pensé en Paloma: lo último que haría sería acudir al Camp Nou en día de partido -seguramente a esas horas estaba en algún recital del Liceo o tocando el piano en su piso-, en la muchacha triste leyendo una novela en un sofá claro, en la chica de los ricitos caminando alrededor del Turó Parc con su sonrisa después de tantas penas. Me acordé del señor Hayden cuidando de su hijo porque su esposa estaba cenando con unas amigas, con el televisor encendido como el señor Gris.
El partido fue aburrido. Se resolvió con un gol del Barça a dos minutos del final y los consiguientes gritos aturdidores de los vecinos de atrás. Notaba un pitido en mis tímpanos que se confundió con el del árbitro cuando señaló el camino a los vestuarios. Me giré para observar los rostros que me habían amargado la noche y se diluyó la mueca del odio en mis labios. Tenían aspecto de chicos normales, mi cara antes de los veinte años.
Me hago viejo y la acidez corre por mis venas.
Como siempre nos costó localizar el autocar que retornaría a mi padre a su entorno plácido; nunca se fija en el lugar donde lo aparcan. Me detuve en el Turó Parc para comerme el segundo bocadillo que la señora Sofía nos había preparado para la media parte del partido. Estaba sabroso y me sentó bien después de la caminata.
El señor Gris vino alegre a recibirme agitando la cola con una zapatilla vieja entre los dientes. El televisor seguía en marcha y pasaban un anuncio protagonizado por Erin Wasson. Me contagié de la felicidad del chucho, y en la cama me acordaba más de las piernas tejanas de la modelo que de las del futbolista Deco.
Caminé cincuenta minutos hacia el oeste, haciendo una breve parada en el Turó Parc, a mitad de trayecto, para comer una manzana del pasado verano. Dejé atrás el complejo comercial de Illa Diagonal todavía con tráfico fluido en la acera. Pero al llegar a las torres negras de La Caixa formábamos un tremendo banco de peces blaugrana acercándonos al santuario.
Una vez al año, mi padre me invita a presenciar un partido de fútbol. Normalmente son encuentros de la liga española y tenemos predilección por la lucha contra el Real Madrid o el Español, a los que ganamos de manera natural en campo propio. Esta fue la primera convocatoria para competición europea.
Los hinchas del Benfica rondaban, como tiburones saciados, frente al edificio de la Maternitat donde nació el pequeño Hayden hace cuatro años y donde me esperaba mi padre recién llegado en el autocar de su peña desde la tierra de la niebla.
La tercera gradería presentaba muchos asientos libres, así que cometimos el error de sentarnos sobre la portería para tener una visión más centrada del encuentro. Lo que ganamos en vista lo perdimos en oído porque los adolescentes sentados a nuestra espalda no pararon de silbar, gritar y aplaudir durante noventa minutos a medio centímetro de nuestros pabellones auditivos.
Mi padre no se disgustó porque vive en la profunda paz del campo y el contraste le resulta atractivo. Pero yo añoré los cláxones de los coches en los atascos, los taladros de las máquinas excavadoras que perforan los cimientos para un nuevo edificio frente al mío, las sirenas de las ambulancias que son como susurros enamorados en comparación con las gargantas de aquellos malcriados con bufandas de mi equipo.
Algunos estudios científicos aseguran que a mayor concentración de personas, menor es el coeficiente intelectual de los asistentes.
Les di la razón a las personas que no saben ni quieren saber nada de fútbol. La señora Hayden me preguntó qué era eso del Benfica cuando le notifiqué por teléfono nuestra asistencia al campo. Pensé en Paloma: lo último que haría sería acudir al Camp Nou en día de partido -seguramente a esas horas estaba en algún recital del Liceo o tocando el piano en su piso-, en la muchacha triste leyendo una novela en un sofá claro, en la chica de los ricitos caminando alrededor del Turó Parc con su sonrisa después de tantas penas. Me acordé del señor Hayden cuidando de su hijo porque su esposa estaba cenando con unas amigas, con el televisor encendido como el señor Gris.
El partido fue aburrido. Se resolvió con un gol del Barça a dos minutos del final y los consiguientes gritos aturdidores de los vecinos de atrás. Notaba un pitido en mis tímpanos que se confundió con el del árbitro cuando señaló el camino a los vestuarios. Me giré para observar los rostros que me habían amargado la noche y se diluyó la mueca del odio en mis labios. Tenían aspecto de chicos normales, mi cara antes de los veinte años.
Me hago viejo y la acidez corre por mis venas.
Como siempre nos costó localizar el autocar que retornaría a mi padre a su entorno plácido; nunca se fija en el lugar donde lo aparcan. Me detuve en el Turó Parc para comerme el segundo bocadillo que la señora Sofía nos había preparado para la media parte del partido. Estaba sabroso y me sentó bien después de la caminata.
El señor Gris vino alegre a recibirme agitando la cola con una zapatilla vieja entre los dientes. El televisor seguía en marcha y pasaban un anuncio protagonizado por Erin Wasson. Me contagié de la felicidad del chucho, y en la cama me acordaba más de las piernas tejanas de la modelo que de las del futbolista Deco.
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