miércoles, abril 19, 2006

Desplazado

Prefiero no coincidir con la familia Hayden en la granja de los caballos.

La señora Sofía (que es mi madre) sirve antes la comida al señor Hayden (que no es su hijo) que a mí. Lo recrudece el hecho de que el plato de mi cuñado siempre pesa algo más que el mío, como demostré empíricamente en una ocasión gracias a la báscula de cocina. Desplegaron grandes carcajadas ante mi mueca seria de Buster Keaton, pensando que interpretaba una pallasada. Por más que intento protestar alegando razones de injusticia, me ignoran aduciendo temas de protocolo, como si fuéramos parientes rurales de la familia real.

A veces es imposible no coincidir con la familia Hayden, como esta Semana Santa. El domingo me senté a la mesa y prometo que participé en la conversación y me mostré amable, pero no podía reprimir mi secreta mirada al lenguado con almendras del plato del señor Hayden que medía, al menos, un centímetro más que el mío.

Mientras, el pequeño Hayden no quitaba ojo de la nevera, donde aguardaba su tentación. Es típico en la tierra de la niebla que en Pascua se prepare un pastel con base de bizcocho, capas de mermelada, cobertura de frutas en almíbar y guarnecido con un huevo de chocolate. Desde siempre, le denominamos "mona". Lo entregan los padrinos de bautizo a sus ahijados. Como el niño sigue en pecado, es su abuela quien ejerce las funciones.

Dolido ante mi desplazamiento en la escala familiar y en venganza, le dije al sobrino que este año la señora Sofía había confeccionado el postre sólo para mí (al fin y al cabo sigo siendo su auténtico pequeño) y que lo devoraría, como el lobo del cuento, sin compartirlo con él. Protestó, con sus palabritas a medio formar que cuesta entender, asegurando que no sería capaz de incomodar su niñez. Le pregunté cruelmente dónde estaba escondido el pastel, para demostrarle que me visto por los pies. El muy embustero aseguró que ignoraba su ubicación, apoyando su espalda contra la nevera. Me levanté a medio lenguado y me dirigí con fauces de devorar dulces al horno, metí mi cabezota en él y salí sin la presa. Violé las puertas del armario de los platos, los cajones de los manteles, el lavavajillas. Fui a la despensa, con el niño a mi estela. A su habitación -con dos armarios en los que buscar-, a la mía, al trastero. El pequeño no paraba de reír, sabiendo que su tentación estaba a salvo mientras la señora Sofía andara cerca de la misma para certificar que he pasado a ser el antepenúltimo en las preferencias familiares, sólo por delante -quiero creer- del señor Gris y de la rata.

Disfrutaron de la montaña de colesterol más que yo: odio los dulces y no los pruebo jamás. Preferí sentarme en el suelo fresco de la terraza y fumar un cigarrillo contemplando decenas de nubes extremadamente oscuras ante la luna llena. Parecían un múltiple bigote de Groucho Marx rasgando el ojo de Le chien andalou.

Dormí profundo hasta que desperté, todavía en la nocturnidad, por culpa de una pesadilla en la que escapaba de la escoba de la señora Sofía corriendo con el agua hasta las rodillas por el canal cercano a la granja. Alcanzaba exhausto los muros de la familia noble de la población. Leí un cartel en el que buscaban a alguien que supiera pintar de blanco la habitación del hijo que iba a casarse con una bailarina húngara. Aunque mis ropas estaban empapadas y mi aspecto era triste, me ofrecieron el trabajo. Me esforcé en la labor con buenos resultados. La señora de la casa abroncó al joven por no haber sido capaz de hacer algo tan sencillo que incluso podía desarrollarlo un náufrago de la vida. Le expulsó de su hogar para ofrecerme ocupar su habitación, después de servirme una porción de una "mona" ajena. La tomé con desgana mientras, a través del ventanal de mi nuevo dormitorio, pude ver como el prometido de la danzarina se cortaba las venas chapoteando en el canal, dejando que su sangre fluyera por las aguas, corriente abajo.

Me desperté angustiado, robándole una bocanada al aire. El muchacho del sueño había existido en la realidad. Apenas le conocía. Murió en una boda que no era la suya, de repente, como pasa todo en la vida. Y yo me comía su pastel póstumo de Semana Santa.

Era de noche, estaba oscuro y todos dormían en la granja. Salí a la terraza y ya ninguna nube ocultaba la luna. Añoré que Ana aullara como un lobito como hacía siempre cuando el satélite estaba redondo y enorme prendido en el firmamento. Me pareció el momento adecuado para bajar, en penumbra, hasta la cocina y robar lo que quedaba del pastel del pequeño Hayden, esta vez de verdad. Engullirlo, aunque odiara lo dulce, para exigir mi espacio antes de ser desplazado definitivamente.