La ventana indiscreta
Tengo asimilado que la vida o te viene completamente de cara o te muestra su espalda negra durante demasiadas jornadas seguidas. Jamás se intercalan buenas y malas experiencias, como si los ciclos vitales lo tuvieran prohibido.
Después de enfermar, me llegó una factura telefónica elevada por unos servicios no prestados, por la que sigo batallando; el cajero automático escupió -por este orden y en días distintos- la tarjeta de crédito y la libreta de ahorros, alegando en la pantalla que la banda magnética estaba dañada; una bandeja de albóndigas se precipitó en el cubo de fregar el suelo cuando era el único ingrediente que quedaba para finalizar con éxito un caldo de varias horas; se estropeó el ordenador y, después de cenar, he tenido las horas desocupadas.
Hacía tiempo que no salía a fumar al balcón al extinguirse la luz diurna, como cuando llegué al barrio y era más joven. Recuerdo que entonces, para reducir la dosis de tabaco, sólo prendía un cigarrillo si conseguía contar a cien mujeres caminando por la acera de enfrente, lo que sucedía matemáticamente entre cincuenta y sesenta minutos después de iniciar el cálculo.
Estas últimas noches, mientras recuperaba la costumbre de anotar mentalmente pasos femeninos, he corroborado que el restaurante paquistaní sigue anunciándose en el cartel de la esquina sin obtener grandes resultados porque nadie entra o sale de él. El edificio de enfrente muestra las mismas luces prendidas de siempre y los mismos pisos en oscuridad. El matrimonio de mediana edad mantiene la costumbre de agitar su mantel de la cena a la calle, como bandera nacional del tercero primera, para que las palomas coman a la mañana siguiente las migas de pan. En el piso de abajo vive un curioso trío formado por dos hombres jóvenes y musculados y una muchacha con un ligero sobrepeso que se relacionan en portugués. En sábado, es entretenido contemplar como ellos limpian cuidadosamente el balcón y las habitaciones contiguas, mientras la mujer se escapa con el cabello todavía húmedo montada en una bicicleta vieja por la acera en dirección contraria a la del tráfico. Debajo de los hombres aseados, vive una señora rubia de mediana edad que, en cualquier momento de la jornada, entra y sale de la finca estupendamente peinada y cargada de bolsas de la compra repletas de cualquier substancia digna de traficar con ella.
Su piso vecino tenía un cartel de "en venta" hasta hace poco tiempo. No sé cuándo lo descolgaron, pero hoy no existe y hay luces prendidas. Me inquieta el dato porque, con el buen tiempo, a mediodía salgo al exterior para escuchar música, ordenar papeles, revisar el periódico, asearme las uñas... Los vecinos de enfrente son poco dados a espiarme, cosa que agradezco. Pero me entran las dudas con los inquilinos recién llegados. Creo vislumbrar dos perfiles de hombre y mujer tras las cortinas. Se mecen en una conversación tranquila, hasta que una de sus manos descorre las cortinas y salen al exterior. Parecen especialmente altos. Me agacho entre las plantas y le ruego al señor Gris que se mantenga callado, misión imposible porque es la hora de su paseo nocturno. Abandonamos nuestro escondrijo con el disimulo de arrancar hojas muertas de la planta del dinero. Los recién venidos nos ignoran, y no sé si mañana harán igual para respetar mi rato de insolación.
La previsión meteorológiga anuncia cielo despejado y hace muchos días que mi rostro no se expone al sol de manera continuada.
Después de enfermar, me llegó una factura telefónica elevada por unos servicios no prestados, por la que sigo batallando; el cajero automático escupió -por este orden y en días distintos- la tarjeta de crédito y la libreta de ahorros, alegando en la pantalla que la banda magnética estaba dañada; una bandeja de albóndigas se precipitó en el cubo de fregar el suelo cuando era el único ingrediente que quedaba para finalizar con éxito un caldo de varias horas; se estropeó el ordenador y, después de cenar, he tenido las horas desocupadas.
Hacía tiempo que no salía a fumar al balcón al extinguirse la luz diurna, como cuando llegué al barrio y era más joven. Recuerdo que entonces, para reducir la dosis de tabaco, sólo prendía un cigarrillo si conseguía contar a cien mujeres caminando por la acera de enfrente, lo que sucedía matemáticamente entre cincuenta y sesenta minutos después de iniciar el cálculo.
Estas últimas noches, mientras recuperaba la costumbre de anotar mentalmente pasos femeninos, he corroborado que el restaurante paquistaní sigue anunciándose en el cartel de la esquina sin obtener grandes resultados porque nadie entra o sale de él. El edificio de enfrente muestra las mismas luces prendidas de siempre y los mismos pisos en oscuridad. El matrimonio de mediana edad mantiene la costumbre de agitar su mantel de la cena a la calle, como bandera nacional del tercero primera, para que las palomas coman a la mañana siguiente las migas de pan. En el piso de abajo vive un curioso trío formado por dos hombres jóvenes y musculados y una muchacha con un ligero sobrepeso que se relacionan en portugués. En sábado, es entretenido contemplar como ellos limpian cuidadosamente el balcón y las habitaciones contiguas, mientras la mujer se escapa con el cabello todavía húmedo montada en una bicicleta vieja por la acera en dirección contraria a la del tráfico. Debajo de los hombres aseados, vive una señora rubia de mediana edad que, en cualquier momento de la jornada, entra y sale de la finca estupendamente peinada y cargada de bolsas de la compra repletas de cualquier substancia digna de traficar con ella.
Su piso vecino tenía un cartel de "en venta" hasta hace poco tiempo. No sé cuándo lo descolgaron, pero hoy no existe y hay luces prendidas. Me inquieta el dato porque, con el buen tiempo, a mediodía salgo al exterior para escuchar música, ordenar papeles, revisar el periódico, asearme las uñas... Los vecinos de enfrente son poco dados a espiarme, cosa que agradezco. Pero me entran las dudas con los inquilinos recién llegados. Creo vislumbrar dos perfiles de hombre y mujer tras las cortinas. Se mecen en una conversación tranquila, hasta que una de sus manos descorre las cortinas y salen al exterior. Parecen especialmente altos. Me agacho entre las plantas y le ruego al señor Gris que se mantenga callado, misión imposible porque es la hora de su paseo nocturno. Abandonamos nuestro escondrijo con el disimulo de arrancar hojas muertas de la planta del dinero. Los recién venidos nos ignoran, y no sé si mañana harán igual para respetar mi rato de insolación.
La previsión meteorológiga anuncia cielo despejado y hace muchos días que mi rostro no se expone al sol de manera continuada.
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