La señora Hayden y el árbol del perdón
En la tienda no han podido hacer nada por recuperar mi viejo ordenador. Tantas palabras escritas en él, ajenas y propias, se precipitan para siempre en el barranco del olvido.
Mientras esperaba una nueva máquina, la señora Hayden me ha prestado la suya todos los días de las últimas semanas. Me acercaba a su piso después de comer y al entrar en el despacho sentía una tremenda envidia por la luz de marzo que penetra gratuitamente a través de las ventanas. La pequeña rata venía a saludarme tras las rejas de su encierro, aunque siga sin perdonarle el lametazo en mi lengua, ni el mordisco en el hocico del señor Gris.
Hacia las siete regresaban los propietarios de la vivienda con sonrisas y cuentos que contarme de su día y sin rencor en sus rostros por los dos años en que prácticamente ni les hablé. Prefiero no saber quién tuvo la culpa incialmente, ni recordar el motivo exacto, ni ellos elegantemente lo han sacado de nuevo en una conversación. Pero, parece que el azúcar de la discordia se ha diluido definitivamente en nuestras bocas blancas.
Quizás ahora pueda recuperar la relación con la señora Hayden como cuando compartíamos piso en una ciudad cercana a Barcelona hace más de diez años, con aquella mujer que se burlaba de mí recordando mi breve adormecimiento en el sofá tras un cuento que el protagonista de la serie Magnum le contaba a una niña pequeña en la televisión.
Hoy tengo nuevo ordenador. He comprado un limonero para ellos en señal de gratitud por la amabilidad de estos días. Como mantengo las llaves de su vivienda en mi poder, lo he depositado en la terraza con la nota: "para que el pequeño Hayden lo tome a su cuidado y lo riegue cada día con un vaso de agua y le llame el árbol del tío. También para pedir perdón por tantas cosas pasadas".
En el suelo de mi piso permanece el viejo ordenador con las palabras perdidas. Procuro que el señor Gris no lo derribe al tumbarse para dormir. Quizás en algún taller puedan recuperarlas del abismo.
Mientras esperaba una nueva máquina, la señora Hayden me ha prestado la suya todos los días de las últimas semanas. Me acercaba a su piso después de comer y al entrar en el despacho sentía una tremenda envidia por la luz de marzo que penetra gratuitamente a través de las ventanas. La pequeña rata venía a saludarme tras las rejas de su encierro, aunque siga sin perdonarle el lametazo en mi lengua, ni el mordisco en el hocico del señor Gris.
Hacia las siete regresaban los propietarios de la vivienda con sonrisas y cuentos que contarme de su día y sin rencor en sus rostros por los dos años en que prácticamente ni les hablé. Prefiero no saber quién tuvo la culpa incialmente, ni recordar el motivo exacto, ni ellos elegantemente lo han sacado de nuevo en una conversación. Pero, parece que el azúcar de la discordia se ha diluido definitivamente en nuestras bocas blancas.
Quizás ahora pueda recuperar la relación con la señora Hayden como cuando compartíamos piso en una ciudad cercana a Barcelona hace más de diez años, con aquella mujer que se burlaba de mí recordando mi breve adormecimiento en el sofá tras un cuento que el protagonista de la serie Magnum le contaba a una niña pequeña en la televisión.
Hoy tengo nuevo ordenador. He comprado un limonero para ellos en señal de gratitud por la amabilidad de estos días. Como mantengo las llaves de su vivienda en mi poder, lo he depositado en la terraza con la nota: "para que el pequeño Hayden lo tome a su cuidado y lo riegue cada día con un vaso de agua y le llame el árbol del tío. También para pedir perdón por tantas cosas pasadas".
En el suelo de mi piso permanece el viejo ordenador con las palabras perdidas. Procuro que el señor Gris no lo derribe al tumbarse para dormir. Quizás en algún taller puedan recuperarlas del abismo.
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