El beso
A pesar de la previsión meteorológica, ha hecho buen tiempo todo el día. Estaba agotado de guardar cama, y el sol tras los cristales me ha decidido a arrancarme la última camiseta vieja utilizada para dormir esta semana y encestarla en la canasta de ropa para lavar. También he depositado allí la de rayas azules y granas, con el dorsal 10 en la espalda y el nombre de GRIS grabado en caja alta, que el perro ha arrastrado con paciencia desde el miércoles, tras el Chelsea 1 - Barcelona 2.
Desnudos nos hemos dirigido a la ducha purificadora, aunque sólo he entrado yo.
Me he puesto desodorante y he dejado caer unas gotas de colonia del pato Donald sobre la testa del animal, haciéndole una fricción antes de peinarle. Me he vestido tranquilamente, palpando en los bolsillos la presencia de llaves, dinero, teléfono móvil, DNI, papel de periódico para secar los rastros del señor Gris en las aceras... mientras el animal ladraba más nervioso de lo habitual porque intuía que tocaba paseo después de muchas jornadas de cautividad. Le he pedido que se callara o los vecinos protestarían, y me ha hecho caso. Es la ventaja de tener un perro a un gato. Los felinos, como las mujeres, disponen de un sistema auditivo adaptado para que las voces masculinas les entren por un oído y les salgan por el otro. Al menos, eso cuentan algunos.
Hemos caminado hacia el sur por calles estrechas y transitadas. Era placentero tropezar con otros seres: escuchar sus conversaciones fragmentadas en los tres segundos del cruce, imitar sus sonrisas, contemplar sus miradas tras una semana de encierro.
Íbamos a mi mercado favorito. En sus puertas automáticas hay señales de prohibido el paso a los señores grises, por lo que he tenido que dejarle bajo la tutela de los señores Hayden, que viven cerca del lugar. Mi sobrino nos ha mostrado la novedad de su vida: una pequeña rata de manchas marrones y grises llamada Babe, en una jaula sobre la mesa de la cocina. El perro ha elevado sus patas delanteras para sostenerse en el mueble y oler el ser misterioso. El roedor se ha acercado al hocico del gigante, le ha olfateado y le ha mordido con sus dientecitos de juguete.
Ante los llantos tremendos del señor Gris, escondido bajo la mesa, no he sabido si era buena idea dejarle abandonado en territorio hostil, pero me han prometido que no permitirían que la rata se lo comiera.
Me encantan los mercados por los colores, más que por el olor. El color festivo en las fruterías, el color lluvioso en los puestos de pescado, el color de la arcilla en las tiernas de carne. He comprado diferentes verduras, frutas como naranjas y limones y mangos, jamón serrano y alas de pollo para construir un caldo.
Cargado con las bolsas, he regresado en busca del compañero. El pequeño Hayden ha sacado el monstruo de la jaula y me lo ha ofrecido agarrado por la panza, al tiempo que el señor Gris se exiliaba en la otra punta del hogar. Me ha pedido que me pusiera una pipa en la lengua para que el roedor pudiera cogerla con sus patitas. He mirado a los señores Hayden pensando que se trataba de una broma infantil.
Ahora tenía una pipa pegada a la lengua y a Babe, en primerísimo primer plano, olfateándola sentado sobre la mano del niño. He sentido el regreso de la fiebre a mi cuerpo. El bicho se ha acercado a la semilla, ha desviado su atención de ella, ha asomado su lengua rosada y ha lamido la mía como en un beso de enamorados.
Al entrar en mi piso, he dejado caer las bolsas de comida en el suelo y he corrido al baño para lavarme la lengua con el cepillo rebosante de dentífrico durante cinco minutos. He rematado mi desinfección interior con un enjuague bucal, mientras deseaba haberle pegado la gripe a esa rata marrana.
Para olvidar los malos sabores, me he puesto el delantal de cocinero. He dejado sonar Sympathique de Pink Martini, antes de acercar la olla con agua y sal a la lumbre. Al hervir, he sumergido en ella cuatro patatas, un nabo, tres tomates, dos cebollas, una rama de apio, un puerro, dos zanahorias, doce alas de pollo, dejando que se cociera a fuego lento un par de horas, mientras lavaba la ropa sucia de toda la semana.
Hacia las siete, he sacado el pollo y lo he desmenuzado en pequeñas tiras, separando la carne blanca de la piel y los huesos que ya esperaba el señor Gris con devoción en la terraza. Mientras comía y me dejaba tranquilo, me he lavado las manos, he rescatado las verduras del caldo y las he trinchado con un tenedor, con la precaución de quitarle la piel a los tomates. He reincorporado el semi puré y el pollo al recipiente, mezclado el conjunto con una cuchara de madera.
Después, he calentado dos cucharadas de aceite en una cazuela, donde he frito ligeramente unos ajos picados. Antes de que se doraran, he volcado sobre ellos el contenido de la olla inicial para que el caldo tomara el aroma del ajo. Lo he dejado cinco minutos a fuego medio y he acabado el plato con unos hilos de yemas de huevo batidas dibujando círculos sobre la sopa.
Es de noche y se acaba un día más. En el sofá, tengo un plato de caldo humeante que huele bien sobre mis piernas. El señor Gris mira la sopa con tiras de pollo y menea la cola. El Barcelona juega de nuevo en el televisor. Estoy vivo. ¿Se puede pedir algo mejor?
Desnudos nos hemos dirigido a la ducha purificadora, aunque sólo he entrado yo.
Me he puesto desodorante y he dejado caer unas gotas de colonia del pato Donald sobre la testa del animal, haciéndole una fricción antes de peinarle. Me he vestido tranquilamente, palpando en los bolsillos la presencia de llaves, dinero, teléfono móvil, DNI, papel de periódico para secar los rastros del señor Gris en las aceras... mientras el animal ladraba más nervioso de lo habitual porque intuía que tocaba paseo después de muchas jornadas de cautividad. Le he pedido que se callara o los vecinos protestarían, y me ha hecho caso. Es la ventaja de tener un perro a un gato. Los felinos, como las mujeres, disponen de un sistema auditivo adaptado para que las voces masculinas les entren por un oído y les salgan por el otro. Al menos, eso cuentan algunos.
Hemos caminado hacia el sur por calles estrechas y transitadas. Era placentero tropezar con otros seres: escuchar sus conversaciones fragmentadas en los tres segundos del cruce, imitar sus sonrisas, contemplar sus miradas tras una semana de encierro.
Íbamos a mi mercado favorito. En sus puertas automáticas hay señales de prohibido el paso a los señores grises, por lo que he tenido que dejarle bajo la tutela de los señores Hayden, que viven cerca del lugar. Mi sobrino nos ha mostrado la novedad de su vida: una pequeña rata de manchas marrones y grises llamada Babe, en una jaula sobre la mesa de la cocina. El perro ha elevado sus patas delanteras para sostenerse en el mueble y oler el ser misterioso. El roedor se ha acercado al hocico del gigante, le ha olfateado y le ha mordido con sus dientecitos de juguete.
Ante los llantos tremendos del señor Gris, escondido bajo la mesa, no he sabido si era buena idea dejarle abandonado en territorio hostil, pero me han prometido que no permitirían que la rata se lo comiera.
Me encantan los mercados por los colores, más que por el olor. El color festivo en las fruterías, el color lluvioso en los puestos de pescado, el color de la arcilla en las tiernas de carne. He comprado diferentes verduras, frutas como naranjas y limones y mangos, jamón serrano y alas de pollo para construir un caldo.
Cargado con las bolsas, he regresado en busca del compañero. El pequeño Hayden ha sacado el monstruo de la jaula y me lo ha ofrecido agarrado por la panza, al tiempo que el señor Gris se exiliaba en la otra punta del hogar. Me ha pedido que me pusiera una pipa en la lengua para que el roedor pudiera cogerla con sus patitas. He mirado a los señores Hayden pensando que se trataba de una broma infantil.
Ahora tenía una pipa pegada a la lengua y a Babe, en primerísimo primer plano, olfateándola sentado sobre la mano del niño. He sentido el regreso de la fiebre a mi cuerpo. El bicho se ha acercado a la semilla, ha desviado su atención de ella, ha asomado su lengua rosada y ha lamido la mía como en un beso de enamorados.
Al entrar en mi piso, he dejado caer las bolsas de comida en el suelo y he corrido al baño para lavarme la lengua con el cepillo rebosante de dentífrico durante cinco minutos. He rematado mi desinfección interior con un enjuague bucal, mientras deseaba haberle pegado la gripe a esa rata marrana.
Para olvidar los malos sabores, me he puesto el delantal de cocinero. He dejado sonar Sympathique de Pink Martini, antes de acercar la olla con agua y sal a la lumbre. Al hervir, he sumergido en ella cuatro patatas, un nabo, tres tomates, dos cebollas, una rama de apio, un puerro, dos zanahorias, doce alas de pollo, dejando que se cociera a fuego lento un par de horas, mientras lavaba la ropa sucia de toda la semana.
Hacia las siete, he sacado el pollo y lo he desmenuzado en pequeñas tiras, separando la carne blanca de la piel y los huesos que ya esperaba el señor Gris con devoción en la terraza. Mientras comía y me dejaba tranquilo, me he lavado las manos, he rescatado las verduras del caldo y las he trinchado con un tenedor, con la precaución de quitarle la piel a los tomates. He reincorporado el semi puré y el pollo al recipiente, mezclado el conjunto con una cuchara de madera.
Después, he calentado dos cucharadas de aceite en una cazuela, donde he frito ligeramente unos ajos picados. Antes de que se doraran, he volcado sobre ellos el contenido de la olla inicial para que el caldo tomara el aroma del ajo. Lo he dejado cinco minutos a fuego medio y he acabado el plato con unos hilos de yemas de huevo batidas dibujando círculos sobre la sopa.
Es de noche y se acaba un día más. En el sofá, tengo un plato de caldo humeante que huele bien sobre mis piernas. El señor Gris mira la sopa con tiras de pollo y menea la cola. El Barcelona juega de nuevo en el televisor. Estoy vivo. ¿Se puede pedir algo mejor?
2 Comments:
Menos mal que publicaste! Ya temía lo peor desaparecido paseante.
Bueno, tengo que decir que las gatas aplican el mismo dispositivo a las voces femeninas. Te aseguro que mi gata es mucho más receptiva a los hombres, aunque sean la mitad de cariñosos.
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