Match
Viajé a la tierra de la niebla con el ánimo positivo. En la granja de los caballos no hay contaminación, ni urgencia con el trabajo; las sábanas no muestran pliegues arrugados y se come de manera excelente sin que los platos aparezcan impresos en una carta junto a precios abusivos.
El sábado, la señora Sofía preparó fideuà y lenguado al horno con gambas y almendras. Antes de sentarme a la mesa tuve la previsión de desabrochar el botón superior de los viejos vaqueros de cuando era joven; es complicado pedir con la razón que te reduzcan la dosis del plato si el paladar exige lo contrario. En cualquier caso, después iría con el perro a recorrer nuestra eterna ruta junto al canal y se borrarían los excesos de mi cintura.
Siempre caminamos cinco kilómetros siguiendo el curso fluvial bajo los plátanos. En verano permito que el perro haga parte del trayecto trotando en las aguas poco profundas mientras le tiro ramas secas para que las devuelva entre sus dientes a tierra firme. En invierno le llevo atado y muestra aspecto de fastidio.
Este sábado íbamos a alcanzar campo abierto cuando, en el camino, nos cruzamos con la hija de los vecinos llamada Thaís. Me reconoció la muchacha. Yo hubiera sido incapaz porque hacía al menos cinco años que no nos veíamos y entonces era una niña. Me exigió una felicitación ya que ese día cumplía diecinueve años. Para demostrarlo, me enseñó el dibujo de una mariposa que sus padres le permitieron tatuarse en la base de la espalda, y sacó de su mochila un sapo de trapo que recibió como obsequio y al que llama Charles en honor al príncipe inglés, lo que me confundió porque los anfibios no tienen orejas.
Thaís estaba risueña y viéndola me gustó recobrar el significado de la palabra vitalidad. La metamorfosis la ha convertido en una joven espigada, de piel fresca y cuerpo de nadadora en una postal de una playa de Brasil. Sólo conserva de esa niñez, que recordaba, su mirada aventurera y su descaro.
En tiempos pasados, existió la confianza entre nosotros a pesar de la diferencia de edad; pero no imaginaba que fuera tanta como para decirme que había engordado. Me preocupé por el retrato de mi anatomía que guardarían sus ojos a partir de ese encuentro casual, mientras la veía alejarse junto a los muros de las otras granjas balanceando el tatuaje que tantos hombres aplaudirán a lo largo de los años futuros.
Noté pesadez en el estómago. Aflojé un agujero en el cinturón. Recordé que en las últimas fotografías tenía algún pliegue de más bajo la barbilla, pero lo vinculé a que agachaba la cabeza en ese preciso momento. En el espejo del cuarto de baño de mi piso no he notado ningún cambio. Claro que me miro cada día al afeitarme y no cada cinco años como la nadadora.
Caminamos los cinco kilómetros a buen paso para reducir calorías, tirando con fuerza de la cadena del señor Gris que no paraba de detenerse a olfatear en la maleza. Hicimos el regreso casi corriendo -lo que sorpredió al animal-, entre los campos de manzanos desnudos como garras de difuntos surgiendo de la tierra.
En la granja, mi padre dormía mirando una película en el televisor. También él mostraba una silueta en mejores condiciones que la mía. Nunca le he visto desnudo, por lo que desconozco si guarda el secreto de un tatuaje en su cuerpo. Subí a mi habitación, vestí la ropa de hacer deporte, agarré la bolsa con las raquetas, regresé a la sala de estar y tosí sin despertarle. Esperé un instante antes de emitir un nuevo ruido con mi garganta. Cuando por fin me miró, le pregunté si quería jugar un partido.
Jamás practicamos ese deporte en invierno. La niebla es persistente, o hay humedad en las pistas que son resbaladizas para sus piernas de más de setenta años. Pero, aunque a la señora Sofía le disgusta que su marido ponga en peligro la integridad de sus rodillas, él nunca dice que no.
Entre otras cosas, le quiero por eso: por no negarse nunca cuando le necesito. En el trayecto en coche no me preguntó a qué se debía mi ansia repentina por perder practicando el tenis, ni hizo ningún comentario referido a mi sobrepeso, ni a mi extraña vida en la ciudad. Me hubiera agradado llevarle a un sitio apartado, como la isla desierta de los cuentos, y decirle, sin vergüenza, que le quiero. Pero nosotros no somos sentimentales. Dirimimos nuestras cosas en las canchas. Ace, net, smash. Siempre me gana el ventajista y no le da dolor.
También en esa tarde de sábado me estaba venciendo. Le faltaba un punto y sacaba yo. Concentré la vista en la bola amarilla contra el cielo plomizo que pronosticaba la noche. Aposté a que si la introducía entre las rayas pintadas de blanco pronto tendría una hija llamada Scout, para que me quisiera de la manera en que yo le quiero a él y permitir que a los diecinueve años se tatuara una mariposa. La bola, como otras veces, fue out. Mi padre se quedó con el punto y la victoria.
Cuando le gano, regreso a la granja de los caballos exigiendo a gritos que no le sirvan comida al vencido. Pero eso sucede uno de cada mil partidos. Las otras veces él no obliga a nada. Con la excusa de la derrota, le dije a mi madre, en broma, que no iba a cenar. Ante mi consternación, guardó en la nevera mi ración de pollo con setas a la cazuela asegurando que así adelgazo.
Tumbado en mi cama, escuché como el insolidario señor Gris astillaba con sus fauces los huesos desnudos de carne en el patio, sin tener en cuenta que el ruido traspasaba las ventanas del dormitorio donde penaba mi recién inagurada dieta. No quise acusarle y sí aguardar a que me visitara el sueño para ver volar la mariposa en el cuerpo de Thaís.
El sábado, la señora Sofía preparó fideuà y lenguado al horno con gambas y almendras. Antes de sentarme a la mesa tuve la previsión de desabrochar el botón superior de los viejos vaqueros de cuando era joven; es complicado pedir con la razón que te reduzcan la dosis del plato si el paladar exige lo contrario. En cualquier caso, después iría con el perro a recorrer nuestra eterna ruta junto al canal y se borrarían los excesos de mi cintura.
Siempre caminamos cinco kilómetros siguiendo el curso fluvial bajo los plátanos. En verano permito que el perro haga parte del trayecto trotando en las aguas poco profundas mientras le tiro ramas secas para que las devuelva entre sus dientes a tierra firme. En invierno le llevo atado y muestra aspecto de fastidio.
Este sábado íbamos a alcanzar campo abierto cuando, en el camino, nos cruzamos con la hija de los vecinos llamada Thaís. Me reconoció la muchacha. Yo hubiera sido incapaz porque hacía al menos cinco años que no nos veíamos y entonces era una niña. Me exigió una felicitación ya que ese día cumplía diecinueve años. Para demostrarlo, me enseñó el dibujo de una mariposa que sus padres le permitieron tatuarse en la base de la espalda, y sacó de su mochila un sapo de trapo que recibió como obsequio y al que llama Charles en honor al príncipe inglés, lo que me confundió porque los anfibios no tienen orejas.
Thaís estaba risueña y viéndola me gustó recobrar el significado de la palabra vitalidad. La metamorfosis la ha convertido en una joven espigada, de piel fresca y cuerpo de nadadora en una postal de una playa de Brasil. Sólo conserva de esa niñez, que recordaba, su mirada aventurera y su descaro.
En tiempos pasados, existió la confianza entre nosotros a pesar de la diferencia de edad; pero no imaginaba que fuera tanta como para decirme que había engordado. Me preocupé por el retrato de mi anatomía que guardarían sus ojos a partir de ese encuentro casual, mientras la veía alejarse junto a los muros de las otras granjas balanceando el tatuaje que tantos hombres aplaudirán a lo largo de los años futuros.
Noté pesadez en el estómago. Aflojé un agujero en el cinturón. Recordé que en las últimas fotografías tenía algún pliegue de más bajo la barbilla, pero lo vinculé a que agachaba la cabeza en ese preciso momento. En el espejo del cuarto de baño de mi piso no he notado ningún cambio. Claro que me miro cada día al afeitarme y no cada cinco años como la nadadora.
Caminamos los cinco kilómetros a buen paso para reducir calorías, tirando con fuerza de la cadena del señor Gris que no paraba de detenerse a olfatear en la maleza. Hicimos el regreso casi corriendo -lo que sorpredió al animal-, entre los campos de manzanos desnudos como garras de difuntos surgiendo de la tierra.
En la granja, mi padre dormía mirando una película en el televisor. También él mostraba una silueta en mejores condiciones que la mía. Nunca le he visto desnudo, por lo que desconozco si guarda el secreto de un tatuaje en su cuerpo. Subí a mi habitación, vestí la ropa de hacer deporte, agarré la bolsa con las raquetas, regresé a la sala de estar y tosí sin despertarle. Esperé un instante antes de emitir un nuevo ruido con mi garganta. Cuando por fin me miró, le pregunté si quería jugar un partido.
Jamás practicamos ese deporte en invierno. La niebla es persistente, o hay humedad en las pistas que son resbaladizas para sus piernas de más de setenta años. Pero, aunque a la señora Sofía le disgusta que su marido ponga en peligro la integridad de sus rodillas, él nunca dice que no.
Entre otras cosas, le quiero por eso: por no negarse nunca cuando le necesito. En el trayecto en coche no me preguntó a qué se debía mi ansia repentina por perder practicando el tenis, ni hizo ningún comentario referido a mi sobrepeso, ni a mi extraña vida en la ciudad. Me hubiera agradado llevarle a un sitio apartado, como la isla desierta de los cuentos, y decirle, sin vergüenza, que le quiero. Pero nosotros no somos sentimentales. Dirimimos nuestras cosas en las canchas. Ace, net, smash. Siempre me gana el ventajista y no le da dolor.
También en esa tarde de sábado me estaba venciendo. Le faltaba un punto y sacaba yo. Concentré la vista en la bola amarilla contra el cielo plomizo que pronosticaba la noche. Aposté a que si la introducía entre las rayas pintadas de blanco pronto tendría una hija llamada Scout, para que me quisiera de la manera en que yo le quiero a él y permitir que a los diecinueve años se tatuara una mariposa. La bola, como otras veces, fue out. Mi padre se quedó con el punto y la victoria.
Cuando le gano, regreso a la granja de los caballos exigiendo a gritos que no le sirvan comida al vencido. Pero eso sucede uno de cada mil partidos. Las otras veces él no obliga a nada. Con la excusa de la derrota, le dije a mi madre, en broma, que no iba a cenar. Ante mi consternación, guardó en la nevera mi ración de pollo con setas a la cazuela asegurando que así adelgazo.
Tumbado en mi cama, escuché como el insolidario señor Gris astillaba con sus fauces los huesos desnudos de carne en el patio, sin tener en cuenta que el ruido traspasaba las ventanas del dormitorio donde penaba mi recién inagurada dieta. No quise acusarle y sí aguardar a que me visitara el sueño para ver volar la mariposa en el cuerpo de Thaís.
1 Comments:
que historiaaaaa eh!!
Bonita =)
y el charles no tiene orejas!!!
akello ke parece ser orejas son sus ojos!! ajajjaja
Moltes Gracies ;****
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