Siberiada
Siempre he sido mal conductor. Lo he intentado con coches, motos, bicicletas y caballos con el mismo resultado: accidentes. Incluso un día de julio, estuve a punto de hundir el velero del hombre sin suerte en los escasos minutos en que me dejó al mando del timón porque necesitaba bajar al camarote para cambiar de calzado.
Por eso soy un paseante que admira a la gente habilidosa con las máquinas que nos transportan. La señora Hayden, por ejemplo.
Este sábado, nos conducía a elevada velocidad por una carretera secundaria en la tierra de la niebla, sin apartar la mirada de las rodadas que otros vehículos precedentes habían dibujado en la nieve. Su rostro nórdico, perfilado en el paisaje llano e invernal de la ventanilla, recordaba al de la agente de policía Marge Gunderson en Fargo. Pero eso no me hacía sentir más seguro en el asiento de atrás, agarrado a la sillita de seguridad del pequeño Hayden y apretando con el pie un freno imaginario.
Con todo, llegamos los últimos de la familia de pilotos extremos al restaurant del castillo perdido en medio de las viñas. Antes de comer, circundamos el edificio, evitando las zonas mojadas. El pequeño Hayden se fijó en un lago, cuyas aguas parecían extraordinariamente negras en contraste con la vasta superficie blanca que lo rodeaba, y en los patos que nadaban en él. Intentó correr hacia ellos, pero el señor Hayden agarró a tiempo la capucha de su chaqueta.
La comida fue abundante, lo que me vino bien (creo que he perdido peso desde que la semana pasada viera a la muchacha triste fumando en la calle con su amigo). Las palabras fluyeron entre nosotros como una sinfonía acompasada porque obviamos temas internos, que suelen conducir a afirmaciones por las que luego hay que pedir disculpas. El vino, producido en las propias bodegas del castillo, no faltó, y aparecieron las bromas más o menos ocurrentes, las risas embriagadas.
Estábamos a gusto. La calefacción y el alcohol habían enrojecido nuestras mejillas y los ventanales de la sala ofrecían la imagen monótona de la nieve en el exterior. Pero eso al pequeño Hayden no le interesaba en absoluto. Saltó de su silla y entró en la cocina del restaurant, regresando en un instante con una bolsa llena de pan reseco. "¿Vamos a dárselo a los patos?", me preguntó.
No se lo pidió a nadie más. Esperé absurdamente a que saliera un voluntario o que una persona responsable dijera que nos resfriaríamos. Pero, tras un tenue silencio, continuaron con sus comentarios chistosos. "Venga tío", dijo con voz de ángel.
La señora Hayden le enfundó el pasamontañas, la chaqueta, la bufanda y los guantes. Miré a mi madre, a la que llamo Sofía por su parecido a la actriz italiana, y extendí mis brazos para que me abrigara, sin obtener resultado.
La diferencia de temperatura entre el interior y el exterior era de unos treinta grados. La distancia entre nosotros, a la sombra del castillo, y el lago de las ánades sería de un centenar de metros de trayecto blanco. Al menos, el grosor de la capa no era importante. Dejamos nuestras huellas, grandes y pequeñas, a nuestra espalda y caminamos apurados hacia los patos, que nos recibieron con gratitud, y las ocas, que lo hicieron con agresividad, mientras el niño enharinaba mi nuca con bolas de nieve.
A ninguno le faltó su dosis de pan duro. El pequeño Hayden aprendió a no tener miedo de los seres emplumados, a entregarles alimento entre sus dedos, a soportar los golpes de pico en la palma de la mano sin resultar herido.
Rodeados de una veintena de grandes aves, recordé aquella imagen de niño en las montañas de las tierras del norte con mi tío. Me llevó a la nieve para descifrar en ella las huellas de los diferentes animales que vivían allí: la del zorro que parecía la de un perro, la del rebeco que era como de una cabra, la de las garzas.
Quizás en esa ocasión, la señora Sofía sí me ayudó a abrigarme porque era un ser indefenso. Ahora, en medio de esa nada, me sentía el protector del pequeño Hayden, aunque en el fondo los dos sólo fuéramos unos simples paseantes que no dominamos otro medio de transporte más allá de nuestras piernas.
Regresamos al Castillo, escupiendo nieve a nuestro paso. Por el ambiente, uno podía esperar que se cruzara en nuestro camino el carro de caballos de Zhivago y Lara, saludando con gesto de enamorados a Gretta Conroy que, desde una ventana del torreón, seguía buscando, entre lágrimas, la imagen de su joven amante asesinado por el frío en "Dublineses".
La familia de conductores extremos permanecía animada en la mesa, frente a sus cafés humeantes regados con licor. Colgué la chaqueta y el gorro de lana en un perchero. Las botas no me habían protegido de la humedad. Así que arrastré una silla junto a un radiador. Mis pobres pies comenzaban a entrar en calor cuando el pequeño Hayden salió de la cocina con otra bolsa de pan. Me miró con esos ojos grises a los que no se les puede negar nada.
Por eso soy un paseante que admira a la gente habilidosa con las máquinas que nos transportan. La señora Hayden, por ejemplo.
Este sábado, nos conducía a elevada velocidad por una carretera secundaria en la tierra de la niebla, sin apartar la mirada de las rodadas que otros vehículos precedentes habían dibujado en la nieve. Su rostro nórdico, perfilado en el paisaje llano e invernal de la ventanilla, recordaba al de la agente de policía Marge Gunderson en Fargo. Pero eso no me hacía sentir más seguro en el asiento de atrás, agarrado a la sillita de seguridad del pequeño Hayden y apretando con el pie un freno imaginario.
Con todo, llegamos los últimos de la familia de pilotos extremos al restaurant del castillo perdido en medio de las viñas. Antes de comer, circundamos el edificio, evitando las zonas mojadas. El pequeño Hayden se fijó en un lago, cuyas aguas parecían extraordinariamente negras en contraste con la vasta superficie blanca que lo rodeaba, y en los patos que nadaban en él. Intentó correr hacia ellos, pero el señor Hayden agarró a tiempo la capucha de su chaqueta.
La comida fue abundante, lo que me vino bien (creo que he perdido peso desde que la semana pasada viera a la muchacha triste fumando en la calle con su amigo). Las palabras fluyeron entre nosotros como una sinfonía acompasada porque obviamos temas internos, que suelen conducir a afirmaciones por las que luego hay que pedir disculpas. El vino, producido en las propias bodegas del castillo, no faltó, y aparecieron las bromas más o menos ocurrentes, las risas embriagadas.
Estábamos a gusto. La calefacción y el alcohol habían enrojecido nuestras mejillas y los ventanales de la sala ofrecían la imagen monótona de la nieve en el exterior. Pero eso al pequeño Hayden no le interesaba en absoluto. Saltó de su silla y entró en la cocina del restaurant, regresando en un instante con una bolsa llena de pan reseco. "¿Vamos a dárselo a los patos?", me preguntó.
No se lo pidió a nadie más. Esperé absurdamente a que saliera un voluntario o que una persona responsable dijera que nos resfriaríamos. Pero, tras un tenue silencio, continuaron con sus comentarios chistosos. "Venga tío", dijo con voz de ángel.
La señora Hayden le enfundó el pasamontañas, la chaqueta, la bufanda y los guantes. Miré a mi madre, a la que llamo Sofía por su parecido a la actriz italiana, y extendí mis brazos para que me abrigara, sin obtener resultado.
La diferencia de temperatura entre el interior y el exterior era de unos treinta grados. La distancia entre nosotros, a la sombra del castillo, y el lago de las ánades sería de un centenar de metros de trayecto blanco. Al menos, el grosor de la capa no era importante. Dejamos nuestras huellas, grandes y pequeñas, a nuestra espalda y caminamos apurados hacia los patos, que nos recibieron con gratitud, y las ocas, que lo hicieron con agresividad, mientras el niño enharinaba mi nuca con bolas de nieve.
A ninguno le faltó su dosis de pan duro. El pequeño Hayden aprendió a no tener miedo de los seres emplumados, a entregarles alimento entre sus dedos, a soportar los golpes de pico en la palma de la mano sin resultar herido.
Rodeados de una veintena de grandes aves, recordé aquella imagen de niño en las montañas de las tierras del norte con mi tío. Me llevó a la nieve para descifrar en ella las huellas de los diferentes animales que vivían allí: la del zorro que parecía la de un perro, la del rebeco que era como de una cabra, la de las garzas.
Quizás en esa ocasión, la señora Sofía sí me ayudó a abrigarme porque era un ser indefenso. Ahora, en medio de esa nada, me sentía el protector del pequeño Hayden, aunque en el fondo los dos sólo fuéramos unos simples paseantes que no dominamos otro medio de transporte más allá de nuestras piernas.
Regresamos al Castillo, escupiendo nieve a nuestro paso. Por el ambiente, uno podía esperar que se cruzara en nuestro camino el carro de caballos de Zhivago y Lara, saludando con gesto de enamorados a Gretta Conroy que, desde una ventana del torreón, seguía buscando, entre lágrimas, la imagen de su joven amante asesinado por el frío en "Dublineses".
La familia de conductores extremos permanecía animada en la mesa, frente a sus cafés humeantes regados con licor. Colgué la chaqueta y el gorro de lana en un perchero. Las botas no me habían protegido de la humedad. Así que arrastré una silla junto a un radiador. Mis pobres pies comenzaban a entrar en calor cuando el pequeño Hayden salió de la cocina con otra bolsa de pan. Me miró con esos ojos grises a los que no se les puede negar nada.
2 Comments:
No pot ser que al teu primer post no tinguis comentaris!
Així que prenc la iniciativa. Bon post Paseante. M'hagués agradat passejar per la neu sabent que al tornar m'esperava una llar de foc encesa. Mai s'està més guapo que amb aquesta llum, quan han tornat els colors a la cara ;)
Moltes gràcies anònim, però aquest no era el meu primer post :-) En qualsevol cas, et faria un raconet al costat d'aquesta llar de foc.
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