Carlitos Churchill y otras personas que no son spam
Este viernes entré en todos los restaurantes de la calle dels Sitges, en Barcelona. Me daba de lleno el sol en la cara, hasta cegarme, caminando por la acera de la izquierda. Llevaba mi camiseta gris de la buena suerte. Las paredes eran antiguas, pero yo buscaba a mis amigos recientes: Ilse y Carlitos Churchill.
Los descubrí tras el tercer escaparate al que pegué mi nariz. Se reían con ganas tras una mesa para dos personas, con sus gafas de pasta modernas. No quise quebrar el encanto de ese momento entre ellos. Caminé hasta el final de la vía y me senté en un pilón de hierro para fumar un cigarrillo. Cuando regresé estaban más serenos, a punto de pedir el postre. Entré en el restaurante. Le di un beso a Ilse. Después me presentó a Carlitos. Los dos tienen los ojos azules. Los dos parecían ingleses extraviados tras sus mapas de Barcelona esa tarde, como en una película de Joseph Losey, aunque sean madrileños. Charlamos, y decidí que Carlitos formaría parte de mi lista de personas admitidas en este mundo. El resto son spam. Es un tipo encantador, risueño, inocente, agradable. Me enamoré de Carlitos. Claro que llevaba mi camiseta gris de la buena suerte, que me impide conocer a cabrones.
Este sábado, después de que ella adquiriera todas las mercancías de la tienda del CCCB para llevar regalos a su lista de personas admitidas en este mundo, compartí con Ilse un trozo de sandía en un muelle, con las piernas flotando como vírgenes suicidas sobre el Mediterráneo. Estábamos a la sombra de una palmera, y era agradable dejar pasar el tiempo allí con mi segunda hermana. Contándonos temores y alegrías. Haciéndonos un resumen de lo que nos ha traído la vida recientemente. De lo que nos ha robado. Parecíamos niños en el recreo de la escuela. Llevaba mi camiseta negra de la buena suerte, que me impide comer sandía con personas malparidas.
Luego quedamos con la princesita y Buñuel en el Barrio Gótico. Los descubrimos a través del escaparate de una bombonería de la calle Portaferrissa. Estaban guapos, vestidos de fiesta porque esa noche iban a una entrega de premios teatrales. Parecían una pareja surgida de una película francesa de Eric Rohmer, con sus ojos oscuros y sus narices afiladas, seleccionando con cuidado el bombón que les ofrecería un momento de felicidad. Escuchaban con atención a la dependienta, que parecía contarles exhaustivamente los detalles de cada dulce, antes de decidirse por la compra de uno u otro. Transformando una nimiedad en un acto de importancia vital. No quisimos quebrar el encanto de ese momento. Ilse y yo caminamos hasta el final de la calle. Me senté en un pilón de hierro para fumar un cigarrillo, mientras ella me contaba esas historias que en su boca siempre parecen cuentos de Elvira Lindo. Habla como escribe. Luego nos reunimos con ellos y, en ese patio del Museu Marés, Ilse, la princesita y Buñuel se incluyeron mutuamente en su lista de personas admitidas en este mundo.
Este domingo quedé con Ilse y la mujer elegante en el patio del CCCB. Llegué tarde, como siempre. Las descubrí hablando en un banco, a lo lejos, como si fueran amigas de siempre. Me senté en un pilón a fumar para no romper su unión. Ilse seguía pareciendo una turista británica en Barcelona, y la mujer elegante tenía la energía de una Sofía Loren, con esa dureza italiana en sus ojos. Las contemplaba, mientras aterrizaban palomas en las baldosas y el viento levantaba las faldas de las turistas de verdad. Pensaba en la suerte que tengo de conocer a toda esa gente, para la que pondría una mesa larga en un patio con flores. Y me sentaría a escuchar sus risas y sus historias, tras la comida.
Ese domingo por la tarde, mi camiseta marrón de la buena suerte no me impìdió cargar la maleta de Ilse, que tenía una rueda rota, hasta la estación de Sants. Regresaba a Madrid. La vi desaparecer por los pasillos del AVE, mientras añoraba ese viernes pasado cuando la buscaba por la calle dels Sitges. Mi segunda hermana se giró para mirarme. Es la única persona del mundo que lo hace cuando nos despedimos. Tenía los ojos muy azules. No sabía cuando los volvería a ver.
Salí con la mujer elegante a la calle. La obligué a caminar, a pesar de sus protestas italianas. Un día de estos la pongo en la carpeta spam.