Barcelona sin dinero
Este domingo salí sin dinero del piso. Caminé hasta el final de Via Laietana por la acera de sombra, como haría un gato en un mediodía de agosto. Un poco más allá hay unas playas sin barreras de peaje. Todo gratis. Me tumbé en la arena para acabar de leer El hijo del acordeonista de Bernardo Atxaga, que me prestó hace tiempo la mujer de los mares del sur. Estos días me siento un poco como David, el protagonista de la novela.
"Para mediados de julio se podía decir de mí lo que los campesinos felices decían de quienes no querían hablar con nadie y se encerraban en sus casas: bere buruari ekinda dago (se ha vuelto un enemigo de sí mismo). Todo me era indiferente."
A media tarde, recogí la toalla y marché un rato por el borde de la playa, dejando mis huellas efímeramente en el suelo, hasta que las olas saltaban para recuperar la virginidad de la superficie. Otros años mi mirada se habría perdido entre las turistas, pretendiendo que alguna de ellas reconociera en mí al candidato ideal para ponerles crema.
Remonté el paseo Joan de Borbó. Un poco más allá hay un barrio gótico sin barreras de peaje. Todo gratis. Me senté en la plaza de Sant Iu, apoyando mi espalda en esas piedras centenarias del Museu Marés. Un tipo con aspecto de saco de pulgas y perilla de mosquetero tocaba un hang drum, un instrumento con apariencia de platillo volante que emite sonidos metálicos y armoniosos, inventado hace apenas una década por una pareja de suizos en sus montañas inmaculadas (sólo admiten pedidos por correo convencional -no aceptan emails-, y hay que ir a recoger el trasto en persona). El músico parecía abducido por sus melodías, y ladeaba mecánicamente su cabeza coronada con un gorrito extraño. Me relajó, y sonreí por primera vez en todo el día, ladeando también mi cabeza con los acordes del hang.
Después me disponía a descender la escalinata de la catedral para regresar a casa, cuando una escena captó mi atención y decidí sentarme en un peldaño. Allá abajo, en la avenida, un corro de espectadores espontáneos observaba a un tipo de apariencia británica que ejercía de mimo con unos simples patines, una nariz roja y un pito en la boca. Miraba con gesto serio a los pequeños que le observaban embobados de lejos (con cautela), hasta que elegía a una víctima entre ellos. Lanzaba al aire un lazo imaginario y, supuestamente, lo cazaba. Luego tiraba de la cuerda dando grandes zancadas sobre sus ruedas mientras el pequeño escapaba corriendo entre carcajadas. Siempre los acababa alcanzado. Los elevaba del suelo de una brazada y los acercaba patinando al lugar donde Ally Mcgraw, su esposa (imagino que están casados, porque se dieron un beso en la boca al final del espectáculo) hacía figuritas con globos para los prisioneros. Me hizo reír espontáneamente, por primera vez en muchos días. Él parecía tan feliz -sudado, agotado- regalando su mímica a cambio de unas monedas, que me contagió su vitalidad. Una joven francesa con piercings y un turbante gris se sentó a mi lado. También parecía gustarle el espectáculo callejero. De vez en cuando se giraba a mirar mis carcajadas y se contagiaba de ellas. Si estás contento y en paz (ni que sea por unos instantes) la gente te observa, se acerca, se siente a gusto a tu lado. "Dar buen rollo", creo que lo llaman los jóvenes.
Este domingo, de noche, salí de nuevo sin dinero de mi piso. Ilse acababa de llegar en AVE desde Madrid, arrastrando sus maletas a la una de la madrugada hasta el hotel en esa zona de la ciudad oscura, sin vida. Parecía cansada en la recepción, como si también se sintiera hija del acordeonista. Bajamos en taxi (ella dice tasi) hasta la línea de costa, y a la hora de pagar el trayecto desplegué mis bolsillos vacíos. Los locales del Born estaban cerrando las persianas. Así que nos sentamos en el Moll de la Fusta, mirando el agua. Todo gratis. Hablamos un rato de nuestras miserias. Hasta que le conté lo mucho que me había reído con el clown en la avenida de la Catedral esa misma tarde. Lo bien que me había ido hacerlo. Entonces abrió su mochila para extraer unos patines, una nariz de payaso y un pito. Comenzó a patinar frente al mar oscuro que parecía de gasolina. Quiso cazarme con un lazo imaginario, pero yo la esquivaba tras las palmeras, entre carcajadas. Ilse quería evitar que nadie diga nunca más de nosotros: "Bere buruari ekinda dago".
Volví a desplegar mis bolsillos vacíos cuando me plantó la gorra en la cara para pedir la voluntad. Elevé los hombros y estiré los brazos.
PD: Las últimas tres tardes he visto al payaso con aspecto británico en la avenida de la Catedral. No conozco sus horarios. Pero os lo recomiendo abiertamente. Las últimas tres noches he visto a la payasa madrileña (de aspecto británico) en distintos puntos de la ciudad. No conozco sus horarios. Pero os la recomiendo abiertamente. Ese tipo de gente te alegra la vida. Son como tener vacaciones.