Trituradora silenciosa de jardín
Antes me producía respeto cruzar sus puertas automáticas (con apariecia de que no te permitirán escapar una vez las traspases) para introducirme en ese lugar con estética de gulag soviético, por mucho que lo recomendaran apasionadamente Rocco Steinhäuser y la princesita en su programa de radio. Entré un par de veces para deprimirme ante esos palets de madera apilados contra las paredes desnudas que contenían productos de apariencia albanesa. Y acababa adquiriendo una botella de agua para que los guardias rusos no se fijaran en un tipo que sale sin compra. Claro que eran otros tiempos, previos a la crisis.
Ahora me he acostumbrado a Lidl. Conozco dónde está cada artículo, recorro los anchos pasillos calculando lo que me ahorro en relación a los supermercados de siempre. Y, lo más importante, me reconozco en la mirada de la estudiante universitaria con piercings que busca las ofertas, en el ejecutivo trajeado que se ha vestido así para acudir a una entrevista de trabajo, en la doctora que discute en catalán con la cajera colombiana porque le quieren cobrar una col al peso (mientras de todos es sabido que esa materia se paga a tanto la unidad).
Hace poco que voy a ese establecimiento y todo me parece novedoso. Cuando tengo la cesta llena con los productos de la lista, pierdo unos minutos en el maravilloso pasillo central con artículos tan kafkianos como una trituradora silenciosa de jardín por ciento cuarenta y nueve euros. Es bonita con ganas. De color verde. Compacta. Parece eficaz. Tampoco ocupa mucho espacio. Claro que carezco de jardín, ni tengo nada que triturar. Pero hace tiempo que me corteja en ese paraíso artificial, más o menos situado a dos kilómetros de mi piso en dirección al mar, que me acoge un par de veces por semana tras cruzar sus puertas de interiorismo comunista.
Cuando era pequeño existía el paraíso de verdad, más o menos situado en el kilómetro cinco saliendo de la tierra de la niebla en dirección a la frontera. Para llegar allí andábamos mis padres, mi hermana y yo por el arcén de la carretera en fila de hormigas porque carecíamos de coche en aquella época. Hasta llegar a un sitio llamado Butsenit. El paraíso. Era el lugar en que mi madre fue niña una vez (al inicio de una posguerra), antes de que mi hermana y yo (mucho tiempo después) también fuéramos niños una vez (al final de una posguerra de cuarenta años) en esa masía ancestral de los abuelos maternos y de los que vivieron antes que ellos, con muros blancos que coloreábamos de naranja a base de nuestros proyectiles -gamberros- de palosantos maduros arrancados del árbol junto al lavadero, en el secreto de la siesta de los mayores.
En la finca había otros frutales (concretamente manzanos), y un canal con cangrejos fluviales que pescaba la señora Sofía para guardarlos en su falda hasta la hora de cocinarlos en el fuego de carbón. Había un abuelo huraño, y una tía soltera que esperaba paciente a que un desconocido apareciera por el camino de tierra (primero debía ser guapo y bien plantado, y después se conformaba con el que fuera, hasta que nunca vino nadie). Había dos perros: Tresky y Katherina (uno negro y la otra beige) que ladraban al camión de reparto que nos servía gaseosas a media mañana de no recuerdo qué día de la semana. Los conductores llevaban gorras grises con visera, muy norteamericanas. Y, por la tarde, los mayores nos preparaban una rebanada de pan con aceite para comer a la sombra de un árbol. La pequeña señora Hayden y yo apartábamos las moscas de nuestra merienda en ese lugar ideal para vivir eternamente. Aunque no hubiera dinero, ni otros juguetes que esos perros tranquilos, ni supermercados soviéticos.
De ese paraíso de cuando era chico, más o menos situado en el kilómetro cinco saliendo de la tierra de la niebla en dirección a la frontera, no queda nada. Ahora un polígono industrial agrede el lugar que deberían ocupar nuestros recuerdos. El progreso se tragó todo aquello.
No habíamos regresado a ese espacio desde entonces. El último sábado de enero, el pequeño Hayden cumplió sus siete años de hombrecito, y su madre quiso ponerse nostálgica e ir a celebrarlo en un restaurante cercano a aquel lugar. Recuperamos recuerdos bajo los paraguas que nos guardaban de la lluvia fina, recorriendo las suaves lomas que descendían hacia el río Segre, plagadas de manzanos que estaban podando los agricultores (crec-crec se escuchaba en sus lejanas tijeras hidráulicas), buscando nuestras huellas de entonces en ese paisaje irlandés. Comimos a la brasa en un establecimiento que regenta una amiga de infancia de la señora Sofía. Arreglando sus flequillos canosos, recordaron viejos tiempos en la sobremesa. Se contaron secretos que ya habían prescrito, riéndose como locas, en su inocencia recobrada. Como si volvieran a ser ese par de crías que se pintaban una raya en las piernas para simular que llevaban medias en esa puta posguerra, en la que no existía ni un Lidl.
Ya no queda nada de aquello que recordaban. Se lo tragó una trituradora silenciosa de jardín.
Luego salimos a caminar. Paramos en la ermita donde se casaron mis padres. Es un lugar tan humilde como ellos. Y pude imaginar, por primera vez, esa ceremonia cuarenta y cinco años después de que se celebrara. Un amigo moderno inundó la sala, ese día de la celebración, con música de su todadiscos que entonces (en 1963) era una novedad, colocado allá arriba (en el palco junto al órgano), donde me señaló mi padre con un dedo, mientras los pocos invitados al acto se santiguaban ante las imágenes de los pobres santos que evitaban los desastres fluviales desde esa loma a orillas del río.
Todo habría podido ser más meláncolico esa tarde de finales de enero. Pero cuarenta y cinco años después, el nieto mayor de los viejos enamorados no estaba para comedias. Recorría el recinto religioso procurando que no escaparan del hueco de sus manos los dos sapos que había encontrado bajo una piedra del camino. Era más feliz con ese regalo de la naturaleza que con el traje de neopreno y la tabla de windsurf que le entregaron en la larga mesa de la comida por su cumpleaños. También se entusiasmó con el mechero que le di ("no li diguis a ningú"), cuando salí del restaurante a echar un pitillo (me siguió, aunque intenté despistarle -sería un buen sabueso). Siempre se ha sentido atraído por los artículos de los fumadores. Así que lo disfrutó un ratito, hasta que su padre (que también nos siguió, aunque intentamos despistarle -es un buen sabueso) lo requisó en su bolsillo. Y el niño montó una escena de llantos por mi culpa.
El pequeño Hayden tendrá algún día sus lugares añorados. Todavía no es tiempo. Este miércoles fui a verle nadar en la piscina de la calle Sicília, tras el mirador del segundo piso. En Barcelona. Es un pez, y siempre sale con la paja de su cabello mojada, mientras me ofrece un abrazo sincero y tropieza con su vocabulario escaso y acelerado. "Tio, tio, has vist com em tirava de cap?". Y le despeino con fuerza. Despeinarle es lo mejor que puede sucederme en mi vida. Despeinándole me siento vivo. Simplemente, con un gesto de la mano lo tienes todo.
Quizás un día no quedará huella de esa piscina, de esas tardes. Quizás en su lugar habrá un supermercado Lidl que ofrecerá en el pasillo central trituradoras silenciosas de jardín por ciento cuarenta y nueve euros la unidad. Y el pequeño Hayden apartará su flequillo canoso para rememorar todo aquello con su amiga de ahora: Marina. En su presunta nostalgia de vejez.
Pero regresemos a ese último sábado de enero. Después de celebrar el aniversario del pequeño Hayden en la tierra en que mi madre fue niña, y en la que nosotros fuimos niños después, acudimos a visitar al marido de Mònica en su tienda de marcos. Vuelve a ser un artesano tras los vitrales, con sus ojos grises y tranquilos de viudo. Nos contó lo que le contó antes a otra gente, durante tres horas de desahogo. Se siente extraviado porque su mujer decidió marcharse sin motivos aparentes, al final de una soga. Su hija entró a media conversación y le toqué la cabecita. Es la niña más guapa del mundo, no exagero. Tiene unos ojos azules y un cabello negro que van a volver locos a mil hombres o a mil mujeres en el futuro. Mònica ya no está. Y Joan tiene ganas de mudarse a algún pueblo deshabitado de alta montaña con su pequeña, cuando pase esa tormenta inesperada.
Si se marcha, si se siente de nuevo vivo en otro lugar -ni que sea aislado, con su hija-, si lo hace de verdad, será una sombra en nuestro recuerdo. No quedará nada de su tienda de marcos, ni volveremos a cruzarnos con él, ni con su niña preciosa, ni con su mujer por la calle de las librerías de la tierra de la niebla. Pero, de vez en cuando, al doblar el borde de mi sábana y apagar la luz para ponerme a dormir, los tres desfilarán por un instante proyectados en la pared oscura de mi dormitorio, como cuando eran felices. No hace tanto. Hasta que un día una trituradora silenciosa de jardín los eliminará de mi memoria.
Saltemos al presente. Este penúltimo sábado de febrero ayudé a rellenar cajas en casa de la mujer elegante. Está de mudanzas, y tras cado paso de la cinta americana para cerrarlas se escondía una etapa de su vida. Sudamos y nos dañamos los dedos con los destornilladores, y nos costó encontrar la dinámica adecuada para sellar los cartones, y tuvimos agujetas tras derrotar las estanterías pesadas de la pared. Sus gatas saltaban de armario en armario, de caja de cartón en caja de cartón (suplicadas en los comercios vecinos), ignorando que pronto vivirán en otro espacio, y deberán reeducar sus rutinas felinas. Cuando se quedaban olvidadas (tras jugar en el armario o en la caja), pedían socorro empujando con sus patitas la puerta, y era divertido salvarlas. En esos recipientes (apilados en la pared y numerados) están los libros infantiles de esas hijas que se han hecho mayores, los detalles traídos de los viajes a Roma, las novelas leídas en ese sofá -mientras se apagaba la luz del día que llegaba desde ese balcón que parece una terraza.. Ella no siente pena. Tiene ganas de renacer en un nuevo lugar.
Tras el trabajo, compartimos un par de pizzas con su hija menor, antes de que ella se marchara a su habitación para decorarse la cara de pantera y saltar por la ventana para caer de cuatro patas en la acera, hacia el carnaval que no tiene hora de regreso a casa. En la tele, el Barça perdía contra el Espanyol. Llenamos el cenicero de colillas charlando (mejor dicho: ella charlaba y yo escuchaba). Es posible que haya sido la última persona en ver un partido de fútbol entre esas paredes que llenaron unas cuantas secuencias de su vida. Dentro de nada, otros cocinarán platos en esa cocina. Sin foie. Inmediatamente, unos desconocidos habitarán el que había sido su espacio vital hasta ahora.
Pronto no quedará nada de aquello, sólo las sombras de las gatas vagando de un dormitorio a otro. Y el recuerdo de esas niñas, hace años, cuando estaban desprotegidas y la mujer elegante abría el paraguas precario para salvarlas de esa lluvia fina que nos va empapando poco a poco a todos. Para recorrer con ellas, en fila de hormigas, la distancia que las separaba de su paraíso. Parece que están a punto de llegar allí.
Un día sus hijas regresarán a ese lugar ruidoso y multicultural donde estaba su antiguo domicilio para celebrar con sus hijos un aniversario y embriagarse un ratito de nostalgia. Verán que el paisaje ha cambiado, que todo ha evolucionado, que la vieja casa okupa ahora es un centro cultural financiado por el ayuntamiento, que en el lugar de las vías del tren existe un paseo arbolado. Y la mujer elegante arreglará su flequillo canoso con los dedos al reencontrarse casualmente con una vieja amiga del barrio. Y quizás un nieto rompa el silencio de esos recuerdos con un sapo entre las manos. Aunque de todos es sabido que en Sants no habitan seres anfibios.
Pero regresemos a ese penúltimo sábado de febrero. Teníamos el cenicero lleno de colillas, y el Barça perdia en la tele de la mujer elegante contra el Espanyol. Ella acercó una revista de Ikea al sofá y me mostró todo lo que se quiere comprar. Tiene buen gusto para los muebles, y le gusta mezclar lo viejo con lo nuevo. Muebles suecos económicos, con robustas mesas de roble de anticuario. Se siente rica tras firmar la venta de su pasado ante un notario y ver los ceros mareantes en su cuenta bancaria. Vuelve al barrio del que salió para casarse. Va a adquirir un nuevo hogar en una vieja panadería reciclada en apartamento de diseño, donde compraba de niña. Comienza una nueva etapa en su vida. Regresa al paraíso. Buscaré en el pasillo central de Lidl un regalo para ella. Que sea bonito con ganas. De color verde. Compacto. Que parezca eficaz. Que ocupe poco espacio.
PD: La cançó és per a tu Joan. Me la vas recomanar aquella tarda-nit, i me la va passar el sergent Hayden en CD. M'agrada moltíssim.