El hombre del saco
Lo mejor que puede sucederte -extraviado entre la niebla de mi tierra- es toparte con el hombre del saco. Ver su tez morena incluso en invierno, su barba mal afeitada, su mirada de lobo, su alma chapada, su cuerpo acorazado ante las inclemencias del campo después de mil de años de sufrirlas, sus brazos como ramas de nogal. Escuchar sus blasfemias -una tras otra- mientras te devuelve a la civilización, montado en la palma de su mano (como si fueras un soldado de infantería de plomo o una bailarina en tutú) mientras camina una legua por hora. Te depositará en el suelo, tras salvarte, y regresará a paso ligero a ese territorio agreste de diez kilómetros cuadrados en los que siempre ha transcurrido su vida y de los que nunca ha salido; salvo para comprar queso y coñac económicos en tierras andorranas con el tenista al volante.
Debe rondar los ochenta años, aunque no los aparenta con un saco de treinta kilogramos a la espalda y al galope por los caminos embarrados. Sólo utiliza sus piernas como medio de transporte para rondar de una población a otra (de las cinco o seis que conforman su universo vital). Se ríe sin curvar los labios, hacia dentro, cuando se hace gracia a sí mismo con alguno de sus continuos comentarios socarrones. Tiene un punto del autismo francés de monsieur Hulot tamizado con el populismo sureño de Paco Martínez Soria (podría parecer una receta de Ferran Adrià). Me une a él que comemos parecido: nada de dulces, todo a la plancha/brasa, ensaladas/verduras e infinidad de frutos secos. Que de pequeño me enseñó a cortar leña, a alimentar a un cochino o a podar un manzano. También que amamos esas tierras tremendas en invierno y en verano. Son las nuestras y no poseemos ninguna más.
Estuvo casado con una pianista (que alcanzó una alcadía en una aldea de la tierra de la niebla) hasta que ella murió hace un par de años tras una tarde de trabajo entre los frutales. Fue uno de esos matrimonios amañados de antaño. Pero funció como el mecanismo de un reloj suizo. Él hacía parir los campos, y ella llevaba las cuentas mientras concebía a dos hijos y leía.
Ahora el hombre del saco sigue cuidando las hectáreas, y las cuentas van por libre. Últimamente, ha plantado cinco hileras de preciosos olivos que ya alcanzan el metro y medio y comienzan a dar frutos. El sábado pasado eran lo único vivo entre las tonalidades grises y ocres de la sierra. Mis padres me comunicaron que comeríamos temprano porque querían ir a ayudarle en la recolección de las primeras aceitunas. Nunca he realizado esa labor y me apetece el campo desde siempre, así que levanté el dedo para pedir permiso e ir a trabajar con ellos.
En medio de la niebla, aprendí que los estorninos siempre se llevan las aceitunas de tres en tres: una en el pico y dos en las patas; que hay que extender unas redes llamadas borrassas para pescar en ellas las olivas, desprendiéndolas con las manos desde las ramas (como en una masturbación unidireccional); que se deben arrastrar las mallas de un árbol a otro hasta que la cantidad de frutos sea suficiente para llenar un saco. Que cada talego cuesta dieciséis euros y que cinco personas tardábamos media hora en reunirlo. Porca miseria.
En la tierra de la niebla sigue funcionando el sistema fenicio del intercambio y el sistema universal de la amistad. Por eso trabajamos gratis en la tarde del sábado. Otros días, él nos regala hortalizas de su huerto o frutas o bolsas de caracoles o chistes.
El hombre del saco iba bien abrigado, incluso con gorra -como su hijo. Pero prefiere la ligereza en el vestuario siempre que sea posible. De mediados de febrero a principios del mes de octubre va desnudo de cintura para arriba. Y sólo se cubre, por pudor, antes de entrar en un pueblo.
Hace una semana, en domingo, buscaba en La Rambla un periódico donde entrevistaban a una locutora de radio que sigo con fidelidad. En medio del boulevard vi a un hombre completamente desnudo. Había oído hablar de él, pero no imaginaba que fuera tan viejo, tan decrépito, tan tatuado, tan lastimoso. Seguramente no aguantaría el peso de un saco a sus espaldas. Allí estaba con su trompa de Shin-Chan, pidiendo que le observaran, que hubiera flashes, que los turistas se giraran a admirarle.
A ciento cincuenta kilómetros de distancia, el hombre del saco sería incapaz de mostrar su cuerpo a ningún ser vivo que no fuera una mata de maíz o una liebre saltarina. Me acordé de él y pasé de largo ante el exhibicionista, camino del Saló Nàutic de Barcelona cuyos yates dejaré de comprar para invertir en ruinosos olivos cuando me toque la lotería.
Debe rondar los ochenta años, aunque no los aparenta con un saco de treinta kilogramos a la espalda y al galope por los caminos embarrados. Sólo utiliza sus piernas como medio de transporte para rondar de una población a otra (de las cinco o seis que conforman su universo vital). Se ríe sin curvar los labios, hacia dentro, cuando se hace gracia a sí mismo con alguno de sus continuos comentarios socarrones. Tiene un punto del autismo francés de monsieur Hulot tamizado con el populismo sureño de Paco Martínez Soria (podría parecer una receta de Ferran Adrià). Me une a él que comemos parecido: nada de dulces, todo a la plancha/brasa, ensaladas/verduras e infinidad de frutos secos. Que de pequeño me enseñó a cortar leña, a alimentar a un cochino o a podar un manzano. También que amamos esas tierras tremendas en invierno y en verano. Son las nuestras y no poseemos ninguna más.
Estuvo casado con una pianista (que alcanzó una alcadía en una aldea de la tierra de la niebla) hasta que ella murió hace un par de años tras una tarde de trabajo entre los frutales. Fue uno de esos matrimonios amañados de antaño. Pero funció como el mecanismo de un reloj suizo. Él hacía parir los campos, y ella llevaba las cuentas mientras concebía a dos hijos y leía.
Ahora el hombre del saco sigue cuidando las hectáreas, y las cuentas van por libre. Últimamente, ha plantado cinco hileras de preciosos olivos que ya alcanzan el metro y medio y comienzan a dar frutos. El sábado pasado eran lo único vivo entre las tonalidades grises y ocres de la sierra. Mis padres me comunicaron que comeríamos temprano porque querían ir a ayudarle en la recolección de las primeras aceitunas. Nunca he realizado esa labor y me apetece el campo desde siempre, así que levanté el dedo para pedir permiso e ir a trabajar con ellos.
En medio de la niebla, aprendí que los estorninos siempre se llevan las aceitunas de tres en tres: una en el pico y dos en las patas; que hay que extender unas redes llamadas borrassas para pescar en ellas las olivas, desprendiéndolas con las manos desde las ramas (como en una masturbación unidireccional); que se deben arrastrar las mallas de un árbol a otro hasta que la cantidad de frutos sea suficiente para llenar un saco. Que cada talego cuesta dieciséis euros y que cinco personas tardábamos media hora en reunirlo. Porca miseria.
En la tierra de la niebla sigue funcionando el sistema fenicio del intercambio y el sistema universal de la amistad. Por eso trabajamos gratis en la tarde del sábado. Otros días, él nos regala hortalizas de su huerto o frutas o bolsas de caracoles o chistes.
El hombre del saco iba bien abrigado, incluso con gorra -como su hijo. Pero prefiere la ligereza en el vestuario siempre que sea posible. De mediados de febrero a principios del mes de octubre va desnudo de cintura para arriba. Y sólo se cubre, por pudor, antes de entrar en un pueblo.
Hace una semana, en domingo, buscaba en La Rambla un periódico donde entrevistaban a una locutora de radio que sigo con fidelidad. En medio del boulevard vi a un hombre completamente desnudo. Había oído hablar de él, pero no imaginaba que fuera tan viejo, tan decrépito, tan tatuado, tan lastimoso. Seguramente no aguantaría el peso de un saco a sus espaldas. Allí estaba con su trompa de Shin-Chan, pidiendo que le observaran, que hubiera flashes, que los turistas se giraran a admirarle.
A ciento cincuenta kilómetros de distancia, el hombre del saco sería incapaz de mostrar su cuerpo a ningún ser vivo que no fuera una mata de maíz o una liebre saltarina. Me acordé de él y pasé de largo ante el exhibicionista, camino del Saló Nàutic de Barcelona cuyos yates dejaré de comprar para invertir en ruinosos olivos cuando me toque la lotería.
2 Comments:
hey! que buen blog! me encanta, estare pendiente! ;)
Estupenda la referencia al hombre del saco. Ya no se oye hablar de él, solamente a algún nostálgico con cierta edad, como Vila-Matas, para haber oído hablar de él. Yo había escuchado de pequeña muchas historias sobre él de la boca de mi abuela, que era la mejor cuentacuentos del mundo entero. Gracias por devolverme la memoria.
Ha sido un placer. Enhorabuena por su blog.
I.
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