Temporada de polo
Los martes de junio son ideales para practicar el deporte del polo en el Real Club, emulando a ídolos mundiales como Carlos Cambiasso, Mariano Aguerre, Matías Mac Donough o Eduardo Heguy, sobre un caballo de raza polo argentina; y descansar luego de los siete minutos del chukker definitivo tomando un aperitivo en una terraza de las instalaciones, con las extremidades relajadas y el casco de competición brindando una sombra para que la bebida no desvanezca con el calor.
Me gustaría convidar al hombre sin suerte a jugar polo en una tarde nublada, con el aroma a hierba mojada por el riego de aspersión, y que nuestro equipo derrotara al contrario; como él me llevó a navegar en velero algunas tardes en dirección a un sol escondido tras los cúmulos en el horizonte, o a esquiar con su primer coche en aquellas pistas en las que engullí nieve en exceso en las caídas. Pero el deporte del polo exige botas y pantalón de montar, guantes, rodilleras, anteojos, casco y largos tacos para empujar la bola en la portería de tres metros de altura. Nada de eso cabe en mi piso. Tampoco en los garajes del barrio admiten caballos de raza polo argentina en pupilaje.
Por eso, le he convidado a jugar tenis de mesa en el Turó Parc. El hombre sin suerte siempre va ataviado a la última. Ha aparecido puntual a bordo de una bicicleta de diseño, con su maletín repleto de bebidas isotónicas, extraordinariamente vestido para practicar deporte, con sus zapatos de suela especial para el ping-pong. Me ha derrotado fácilmente en los tres partidos que hemos disputado a veintiuno antes de que cerraran las puertas del recinto a las diez de la noche. Tengo excusa para el fracaso: mi ropa era de calle; y he jugado con la pala con la que mi padre levantaba torneos en los años cincuenta, para prestarle la mía con la que no gané nada en los ochenta.
En los puntos acalorados, se le ponía cara de palista chino y los anotaba con jugadas brillantes. En los aburridos, hemos aprovechado para charlar un poco. El hombre sin suerte está a un paso de cambiar su apodo. Tiene posibilidades de recuperar a su hijo que se llama como él, para quien guarda extraordinarios planes en un futuro diferente. Ansiaba aplaudirlos, pero necesitaba las manos para contrarrestar sus inesperados reveses asiáticos.
Es mi amigo más fiel. En el instituto escapábamos de las clases de matemáticas con la moto de escasa cilindrada que nos prestaba Albert Romà, aunque él no lo supiera, para recorrer caminos de amapolas y trigo verde. También para jugar billar americano en la cafetería del teatro, o tenis de mesa en aquella sala de juegos en la planta subterránea de una discoteca. Después, nuestras universidades estaban en ciudades alejadas. Pero mantuvimos el contacto, y me presentó a sus mujeres conquistadas, mientras le describía a las que me gustaban a mí.
Jamás peleamos por una chica. Tenemos gustos alejados con ellas. Le apetecen guapas y a mí interesantes. Prefiere la cantidad y yo la calidad. Igual pasa con el resto de aspectos de nuestras vidas. Quizás por eso nunca nos vamos a alejar demasiado más; ya ocupamos polos opuestos. Tuvo su etapa de persona políticamente muy influyente, que se prolongó en el tiempo. Tampoco entonces se olvidó de mí, ni me hizo sentir alguien menor brindándome oportunidades de trabajo que jamás pude aceptar.
Hoy me ha regalado una chapa reivindicativa en metal por el sí al estatuto catalán, para prender en mi camiseta sudada de jugador de tenis de mesa, con las siglas de un partido político que no voy a desvelar aquí. Le he ocultado que voy a votar con un no, por motivos distintos a los de los miembros del Real Club, para prorrogar nuestra amistad; aunque le he agradecido que me confirmara la fecha del referéndum. La chica de las gafas de pasta madrileña me la apuntó hace días, y también se sorprendió de que no la almacenara en mi mente. Ese tema es secundario en mi vida, ahora que ha comenzado la temporada del ping-pong con el hombre sin suerte.
Me gustaría convidar al hombre sin suerte a jugar polo en una tarde nublada, con el aroma a hierba mojada por el riego de aspersión, y que nuestro equipo derrotara al contrario; como él me llevó a navegar en velero algunas tardes en dirección a un sol escondido tras los cúmulos en el horizonte, o a esquiar con su primer coche en aquellas pistas en las que engullí nieve en exceso en las caídas. Pero el deporte del polo exige botas y pantalón de montar, guantes, rodilleras, anteojos, casco y largos tacos para empujar la bola en la portería de tres metros de altura. Nada de eso cabe en mi piso. Tampoco en los garajes del barrio admiten caballos de raza polo argentina en pupilaje.
Por eso, le he convidado a jugar tenis de mesa en el Turó Parc. El hombre sin suerte siempre va ataviado a la última. Ha aparecido puntual a bordo de una bicicleta de diseño, con su maletín repleto de bebidas isotónicas, extraordinariamente vestido para practicar deporte, con sus zapatos de suela especial para el ping-pong. Me ha derrotado fácilmente en los tres partidos que hemos disputado a veintiuno antes de que cerraran las puertas del recinto a las diez de la noche. Tengo excusa para el fracaso: mi ropa era de calle; y he jugado con la pala con la que mi padre levantaba torneos en los años cincuenta, para prestarle la mía con la que no gané nada en los ochenta.
En los puntos acalorados, se le ponía cara de palista chino y los anotaba con jugadas brillantes. En los aburridos, hemos aprovechado para charlar un poco. El hombre sin suerte está a un paso de cambiar su apodo. Tiene posibilidades de recuperar a su hijo que se llama como él, para quien guarda extraordinarios planes en un futuro diferente. Ansiaba aplaudirlos, pero necesitaba las manos para contrarrestar sus inesperados reveses asiáticos.
Es mi amigo más fiel. En el instituto escapábamos de las clases de matemáticas con la moto de escasa cilindrada que nos prestaba Albert Romà, aunque él no lo supiera, para recorrer caminos de amapolas y trigo verde. También para jugar billar americano en la cafetería del teatro, o tenis de mesa en aquella sala de juegos en la planta subterránea de una discoteca. Después, nuestras universidades estaban en ciudades alejadas. Pero mantuvimos el contacto, y me presentó a sus mujeres conquistadas, mientras le describía a las que me gustaban a mí.
Jamás peleamos por una chica. Tenemos gustos alejados con ellas. Le apetecen guapas y a mí interesantes. Prefiere la cantidad y yo la calidad. Igual pasa con el resto de aspectos de nuestras vidas. Quizás por eso nunca nos vamos a alejar demasiado más; ya ocupamos polos opuestos. Tuvo su etapa de persona políticamente muy influyente, que se prolongó en el tiempo. Tampoco entonces se olvidó de mí, ni me hizo sentir alguien menor brindándome oportunidades de trabajo que jamás pude aceptar.
Hoy me ha regalado una chapa reivindicativa en metal por el sí al estatuto catalán, para prender en mi camiseta sudada de jugador de tenis de mesa, con las siglas de un partido político que no voy a desvelar aquí. Le he ocultado que voy a votar con un no, por motivos distintos a los de los miembros del Real Club, para prorrogar nuestra amistad; aunque le he agradecido que me confirmara la fecha del referéndum. La chica de las gafas de pasta madrileña me la apuntó hace días, y también se sorprendió de que no la almacenara en mi mente. Ese tema es secundario en mi vida, ahora que ha comenzado la temporada del ping-pong con el hombre sin suerte.
2 Comments:
Parece por las estadísticas que volverás a ser derrotado este domingo. Se trata de una partida a las palas a la orilla de la playa, no?
Celebro que tu amigo sin suerte pronto pierda su apodo.
No existe la gente sin suerte. Todos tenemos suerte en algún momento de nuestras vidas, sólo que a lo mejor queremos siempre que aparezca apara proporcionarnos tranquilidad, y ella llega buscando guerra. Yo siempre la siento conmigo, quizá porque la he seguido en las aventuras que me proponía. Ahora la veo tranquila, pero si vuelve a ofrecerme felicidad a cambio de riesgo, es probable que me ponga el casco y coja las tiritas para seguirla donde quiera que me lleve.
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