El señor Cocomero
A mediodía he bajado al mercado municipal, que parece un sombrerito inglés de media copa coronando las calles gitanas de Gràcia, para comprar frutas de colores: cerezas, manzanas granny y una sandía a setenta céntimos el kilo destinada al señor Gris.
Le entusiasma engullirlas hasta que su barba de bruto queda ensangrentada y con simientes. Al contemplarle con ese aspecto le llamo cocomero, o popone si ha comido melón. Son las palabras italianas para esos productos, y le encajan como un sombrerito inglés de media copa al perro payaso. El señor Gris no tiene un nombre estable. La gente de mi familia le denomina de maneras distintas: la señora Hayden le grita "Yukka" en honor a un finlandés recordado, la señora Sofía "Aligot", el señor Hayden "Peloponeso", y mi padre opta por un "Bups" austero.
Existe un apodo consensuado por el grupo, el de "cochino" cuando regresa sucio de hierba y lodo de sus paseos junto al canal de riego. Mi madre nos dirige entonces a punta de escoba hacia el patio interior y nos prohibe el ingreso en la casa hasta que la manguera y el cepillo han recuperado una cierta dignidad en su aspecto. Al señor Gris le disgusta la acción del peine y agarra mi mano entre sus fauces cuando me entesto en desembrollar sus nudos jamaicanos. Jamás aprieta los dientes porque no ejerce la violencia doméstica; suspira resignado y me deja proseguir.
Es miembro de una raza de perros fuertes, acostumbrada desde siempre al pastoreo en las montañas pirenaicas. Los libros afirman que son capaces de marchar cuarenta kilómetros sin fatigarse; pero el señor Gris desconoce el hábito de la lectura y se ha acostumbrado a la vida sedentaria en la ciudad. Cuando retorna a ella, tras los excesos físicos y gastronómicos en la tierra del sol, se refugia bajo la cama hasta media semana. Alternativamente vuelve cojo, con otitis o con problemas digestivos. Pero los jueves me lleva de nuevo a practicar el esquí náutico tras la estela de su carrera al Turó Parc.
En septiembre habrán pasado nueve años de su elección entre otros cachorros que llegaron en un cesto de mimbre al piso de soltera de la señora Hayden. Mi hermana tuvo el reflejo rápido de bajarlo de la cama cuando comenzó a orinarse de miedo después de que su anterior dueña cerrara la puerta a su espalda. Su disgusto fue breve. A la mañana siguiente se había transformado en un golfo que brincaba sobre los muelles del sofá en espera de unas tiras de jamón dulce, hasta que nuestras cabezas chocaron y me brotó un precioso chichón que clausuró la temporada del embutido.
Al principio el animal vivía con la señora Hayden y le ayudó a superar su tristeza. Yo era simplemente el tipo que acudía a visitarles con rodajas de salchichón, conservadas en papel de alumnio, para que el señor Gris dibujara espirales con la cola al extraer el paquete de mi mochila negra. Guardo una fotografía bonita de esos días, tomada en la sierra cercana a la granja de los caballos. Ambos caminamos de espaldas al objetivo de la cámara. Su estatura se eleva apenas un palmo del suelo y yo soy un hombre alto. Hay diferencia en la distancia vertical, pero algunos descarados manifiestan que tenemos el mismo modelo de culo gordo.
La señora Hayden me llamó alarmada al poco tiempo: tenía la sensación de que la bolita de pelo estaba creciendo. Cuando alcanzó los veinte kilos consiguió arrastrarlo con la cadena hasta mi piso reducido, a pesar de que el perro frenara el trayecto con las patas, y me preguntó si podía guardarlo un momento mientras iba a comprar tabaco.
Aquí sigue, aceptando que le llame como quiera siempre que disponga de su ración de sandía en primavera. Ahora sueña sobre una colchoneta del Demonio de Tasmania con que mañana seré de nuevo su esclavo. Tirará de mi pobre hombro medio dislocado escaleras abajo, tendré que recoger sus restos calientes con un periódico, se detendrá a olfatear las perritas blancas de las niñas de buena familia en el Turó Parc que nos miran con desprecio.
Me gustaría devolvérselo a la señora Hayden, pero no quiere saber nada de tener un animal tan grande en su domicilio. Además, se desvanecería si encontrara restos de un cocomero devorado sobre su nuevo parquet. Tampoco puedo quejarme: sin la compañía del señor Gris no tendría nada.
Le entusiasma engullirlas hasta que su barba de bruto queda ensangrentada y con simientes. Al contemplarle con ese aspecto le llamo cocomero, o popone si ha comido melón. Son las palabras italianas para esos productos, y le encajan como un sombrerito inglés de media copa al perro payaso. El señor Gris no tiene un nombre estable. La gente de mi familia le denomina de maneras distintas: la señora Hayden le grita "Yukka" en honor a un finlandés recordado, la señora Sofía "Aligot", el señor Hayden "Peloponeso", y mi padre opta por un "Bups" austero.
Existe un apodo consensuado por el grupo, el de "cochino" cuando regresa sucio de hierba y lodo de sus paseos junto al canal de riego. Mi madre nos dirige entonces a punta de escoba hacia el patio interior y nos prohibe el ingreso en la casa hasta que la manguera y el cepillo han recuperado una cierta dignidad en su aspecto. Al señor Gris le disgusta la acción del peine y agarra mi mano entre sus fauces cuando me entesto en desembrollar sus nudos jamaicanos. Jamás aprieta los dientes porque no ejerce la violencia doméstica; suspira resignado y me deja proseguir.
Es miembro de una raza de perros fuertes, acostumbrada desde siempre al pastoreo en las montañas pirenaicas. Los libros afirman que son capaces de marchar cuarenta kilómetros sin fatigarse; pero el señor Gris desconoce el hábito de la lectura y se ha acostumbrado a la vida sedentaria en la ciudad. Cuando retorna a ella, tras los excesos físicos y gastronómicos en la tierra del sol, se refugia bajo la cama hasta media semana. Alternativamente vuelve cojo, con otitis o con problemas digestivos. Pero los jueves me lleva de nuevo a practicar el esquí náutico tras la estela de su carrera al Turó Parc.
En septiembre habrán pasado nueve años de su elección entre otros cachorros que llegaron en un cesto de mimbre al piso de soltera de la señora Hayden. Mi hermana tuvo el reflejo rápido de bajarlo de la cama cuando comenzó a orinarse de miedo después de que su anterior dueña cerrara la puerta a su espalda. Su disgusto fue breve. A la mañana siguiente se había transformado en un golfo que brincaba sobre los muelles del sofá en espera de unas tiras de jamón dulce, hasta que nuestras cabezas chocaron y me brotó un precioso chichón que clausuró la temporada del embutido.
Al principio el animal vivía con la señora Hayden y le ayudó a superar su tristeza. Yo era simplemente el tipo que acudía a visitarles con rodajas de salchichón, conservadas en papel de alumnio, para que el señor Gris dibujara espirales con la cola al extraer el paquete de mi mochila negra. Guardo una fotografía bonita de esos días, tomada en la sierra cercana a la granja de los caballos. Ambos caminamos de espaldas al objetivo de la cámara. Su estatura se eleva apenas un palmo del suelo y yo soy un hombre alto. Hay diferencia en la distancia vertical, pero algunos descarados manifiestan que tenemos el mismo modelo de culo gordo.
La señora Hayden me llamó alarmada al poco tiempo: tenía la sensación de que la bolita de pelo estaba creciendo. Cuando alcanzó los veinte kilos consiguió arrastrarlo con la cadena hasta mi piso reducido, a pesar de que el perro frenara el trayecto con las patas, y me preguntó si podía guardarlo un momento mientras iba a comprar tabaco.
Aquí sigue, aceptando que le llame como quiera siempre que disponga de su ración de sandía en primavera. Ahora sueña sobre una colchoneta del Demonio de Tasmania con que mañana seré de nuevo su esclavo. Tirará de mi pobre hombro medio dislocado escaleras abajo, tendré que recoger sus restos calientes con un periódico, se detendrá a olfatear las perritas blancas de las niñas de buena familia en el Turó Parc que nos miran con desprecio.
Me gustaría devolvérselo a la señora Hayden, pero no quiere saber nada de tener un animal tan grande en su domicilio. Además, se desvanecería si encontrara restos de un cocomero devorado sobre su nuevo parquet. Tampoco puedo quejarme: sin la compañía del señor Gris no tendría nada.
2 Comments:
Aquest gos és quasi tan guapo com l'amo ;) A més crec que el go d'atura fa per tu. Ñaña
Potser feia per mi. O jo per ell. Sempre el recordaré. Sempre ens recordarem.
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