Maisy y la muchacha triste
Tía Patricia ha venido de visita desde la tierra de la niebla.
Es una señora tradicional, menuda y cargada de energía. También es directa: "¿Todavía sigues sin novia, hijo?". Me gustaría contarle la verdad, pero temo que me arrastre del brazo por las calles estrechas del barrio para presentarle a la mujer que tanto me gusta desde el siete de diciembre. Por eso le miento: "Sigo soltero".
Hacía años que no entraba en una librería (jamás he tenido el hábito de la lectura), hasta que el pequeño Hayden me pidió de regalo por su cumpleaños un libro de la rata Maisy para colorear.
La dependienta me preguntó si lo envolvía para regalo o era para mí. Lo dijo seria, sin sonreír. Me encantan las mujeres con un cierto aire triste, desencantado, y ella lo tenía esa tarde. También me atrajo su manera de recogerse el cabello, salvaje y ondulado, en la nuca. Y sus manos largas y estrechas que se desplazaban con ligereza sobre el mostrador. Por eso, me refiero a ella como "mi novia" desde el siete de diciembre.
Desde entonces sólo nos hemos cruzado aquellas pocas frases que rodearon la compra del cuento. No conozco su nombre, me cuesta ponerle una edad aproximada, adivinar si vive con alguien. Quizá se unió hace años a un cliente antiguo de la librería que lee para ella fragmentos de obras hasta que se duerme.
Desde entonces no ha vuelto a mirarme, aunque yo la observo en ocasiones tras el cristal del escaparate, entre las novedades editoriales. La miro cuando me aburro de estar solo y me entran ganas de disfrutar de mi nueva situación sentimental.
Es una relación perfecta. Ella es poco exigente conmigo y su compañía me reporta nulos gastos en cenas o espectáculos. No me siento obligado a cuidar mi aspecto físico, ni a ser ingenioso con las palabras u original con los regalos. No hay discusiones y sí mucho sosiego. Y pienso que a ella tampoco le fatiga el hecho de estar conmigo.
Claro que tía Patricia no entendería un enamoramiento tan etéreo. Le gustaría ser tía-abuela y, en estas condiciones, es complicado. Ha sido buena idea mentirle. No quiero imaginarme la incomodidad para todos si llega a entrar en la librería para abrazar a la muchacha triste.
A veces, en las noches largas de estas Navidades, he pensado en aficionarme a los libros. Seguro que ella se iría acostumbrando a mi cara si comprara volúmenes periódicamente. Quizá se iría interesando en mi rostro si le consultara por libros con muchas páginas, de autores con nombres difíciles de pronunciar y desconocidos.
Pero qué sé yo de literatura, si no conozco siquiera al creador de la rata Maisy.
Es una señora tradicional, menuda y cargada de energía. También es directa: "¿Todavía sigues sin novia, hijo?". Me gustaría contarle la verdad, pero temo que me arrastre del brazo por las calles estrechas del barrio para presentarle a la mujer que tanto me gusta desde el siete de diciembre. Por eso le miento: "Sigo soltero".
Hacía años que no entraba en una librería (jamás he tenido el hábito de la lectura), hasta que el pequeño Hayden me pidió de regalo por su cumpleaños un libro de la rata Maisy para colorear.
La dependienta me preguntó si lo envolvía para regalo o era para mí. Lo dijo seria, sin sonreír. Me encantan las mujeres con un cierto aire triste, desencantado, y ella lo tenía esa tarde. También me atrajo su manera de recogerse el cabello, salvaje y ondulado, en la nuca. Y sus manos largas y estrechas que se desplazaban con ligereza sobre el mostrador. Por eso, me refiero a ella como "mi novia" desde el siete de diciembre.
Desde entonces sólo nos hemos cruzado aquellas pocas frases que rodearon la compra del cuento. No conozco su nombre, me cuesta ponerle una edad aproximada, adivinar si vive con alguien. Quizá se unió hace años a un cliente antiguo de la librería que lee para ella fragmentos de obras hasta que se duerme.
Desde entonces no ha vuelto a mirarme, aunque yo la observo en ocasiones tras el cristal del escaparate, entre las novedades editoriales. La miro cuando me aburro de estar solo y me entran ganas de disfrutar de mi nueva situación sentimental.
Es una relación perfecta. Ella es poco exigente conmigo y su compañía me reporta nulos gastos en cenas o espectáculos. No me siento obligado a cuidar mi aspecto físico, ni a ser ingenioso con las palabras u original con los regalos. No hay discusiones y sí mucho sosiego. Y pienso que a ella tampoco le fatiga el hecho de estar conmigo.
Claro que tía Patricia no entendería un enamoramiento tan etéreo. Le gustaría ser tía-abuela y, en estas condiciones, es complicado. Ha sido buena idea mentirle. No quiero imaginarme la incomodidad para todos si llega a entrar en la librería para abrazar a la muchacha triste.
A veces, en las noches largas de estas Navidades, he pensado en aficionarme a los libros. Seguro que ella se iría acostumbrando a mi cara si comprara volúmenes periódicamente. Quizá se iría interesando en mi rostro si le consultara por libros con muchas páginas, de autores con nombres difíciles de pronunciar y desconocidos.
Pero qué sé yo de literatura, si no conozco siquiera al creador de la rata Maisy.
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