El señor Hayden
Caminar hasta el final del andén del metro suele significar tener más posibilidades de encontrar asiento en el vagón (la gente es perezosa y se detiene antes, así sucede siempre en todas las estaciones con una sola entrada).
Esta tarde, en la parada de Fontana, sólo tenía a una pareja -de unos treinta años- a mi alrededor. Discutían violentamente en árabe, hasta que ella ha recibido una bofetada animal y se han apagado las palabras. Su rostro ha temblado ligeramente y ha ido a refugiarse entre los hombros, dejando sólo a mi vista el pañuelo que guardaba el secreto de sus cabellos. Ignoro si ha llorado.
No he hecho nada. El hombre poseía un aspecto que serviría para uno de esos carteles que previene, en las puertas de las casas, del perro guardián. Pero eso no importa: si hubiera mostrado una cara inocente, tampoco le habría llamado la atención. Soy cobarde.
En estas ocasiones, me gustaría estar al lado del señor Hayden. Mejor dicho, me gustaría ser el señor Hayden (le llamo así porque tiene un aire al actor de Atraco Perfecto). Él habría actuado acercándose fríamente al agresor, mirándole desde su elevada estatura, palpando en su mochila que no había olvidado su pistola en casa (siempre anda armado), pidiéndole la documentación. Claro que, aparte de ser una persona valiente, es policía.
Yo no soy ni lo uno, ni lo otro. Y, más en contra mía, con el convoy del metro en marcha, he recordado que una vez fui como el animal del andén: le pegué una bofetada a una chica. El motivo, si es que existía, ha escapado de mi memoria, quizá por vergüenza. Eran los primeros meses de nuestra relación. Tendríamos unos veinte años y habíamos bebido todo lo que un hígado joven puede digerir. Recuerdo el sonido de mi mano contra su pómulo caucásico, también sus palabras aconsejándome que no lo hiciera nunca más y, posteriormente, el dolor que me acompañó durante el resto de la noche y al día siguiente. No era un dolor moral, era en los genitales. En aquella época estaban de moda las artes marciales y ella las practicaba.
Abandono el subsuelo en Liceu. Hoy no puedo pasear. Debo caminar deprisa por las calles del Gótico. Llego tarde a la cita con el señor Hayden, la señora Hayden y el pequeño Hayden para ir a comprar regalos.
Le cuento la escena del metro al policía. Me pregunta si le he llamado la atención al tipo. Justo entonces el niño se pone a gritar porque pasamos frente a una tienda de juguetes y el tema se diluye entre los adornos navideños de la calle del Call.
Andamos, reímos, fumamos, observamos, hablamos. Realmente uno se siente seguro al lado del sargento, su familia y su mochila negra. Me gustaría ser su amigo. Pero ¿quién quiere ser amigo de su cuñado?
Esta tarde, en la parada de Fontana, sólo tenía a una pareja -de unos treinta años- a mi alrededor. Discutían violentamente en árabe, hasta que ella ha recibido una bofetada animal y se han apagado las palabras. Su rostro ha temblado ligeramente y ha ido a refugiarse entre los hombros, dejando sólo a mi vista el pañuelo que guardaba el secreto de sus cabellos. Ignoro si ha llorado.
No he hecho nada. El hombre poseía un aspecto que serviría para uno de esos carteles que previene, en las puertas de las casas, del perro guardián. Pero eso no importa: si hubiera mostrado una cara inocente, tampoco le habría llamado la atención. Soy cobarde.
En estas ocasiones, me gustaría estar al lado del señor Hayden. Mejor dicho, me gustaría ser el señor Hayden (le llamo así porque tiene un aire al actor de Atraco Perfecto). Él habría actuado acercándose fríamente al agresor, mirándole desde su elevada estatura, palpando en su mochila que no había olvidado su pistola en casa (siempre anda armado), pidiéndole la documentación. Claro que, aparte de ser una persona valiente, es policía.
Yo no soy ni lo uno, ni lo otro. Y, más en contra mía, con el convoy del metro en marcha, he recordado que una vez fui como el animal del andén: le pegué una bofetada a una chica. El motivo, si es que existía, ha escapado de mi memoria, quizá por vergüenza. Eran los primeros meses de nuestra relación. Tendríamos unos veinte años y habíamos bebido todo lo que un hígado joven puede digerir. Recuerdo el sonido de mi mano contra su pómulo caucásico, también sus palabras aconsejándome que no lo hiciera nunca más y, posteriormente, el dolor que me acompañó durante el resto de la noche y al día siguiente. No era un dolor moral, era en los genitales. En aquella época estaban de moda las artes marciales y ella las practicaba.
Abandono el subsuelo en Liceu. Hoy no puedo pasear. Debo caminar deprisa por las calles del Gótico. Llego tarde a la cita con el señor Hayden, la señora Hayden y el pequeño Hayden para ir a comprar regalos.
Le cuento la escena del metro al policía. Me pregunta si le he llamado la atención al tipo. Justo entonces el niño se pone a gritar porque pasamos frente a una tienda de juguetes y el tema se diluye entre los adornos navideños de la calle del Call.
Andamos, reímos, fumamos, observamos, hablamos. Realmente uno se siente seguro al lado del sargento, su familia y su mochila negra. Me gustaría ser su amigo. Pero ¿quién quiere ser amigo de su cuñado?
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