Psicofonía
Estoy leyendo Breve historia de los que ya no están, de Kevin Brockmeier. En la novela, existe una ciudad etérea donde permanecen nuestros difuntos mientras alguien les recuerde en tierra firme. Disponen de parques, comercios, periódicos, amigos, oficios... en su espera a que fallezca el último ser vivo que todavía reconoce su rostro en el álbum familiar. Desconocen qué va a ser de ellos a partir de entonces. Entretanto se acomodan a su segunda vida, mientras les piden -con añoranza- noticias de nuestro mundo a los recién llegados.
"En Bristow havia fet de cobrador en un peatge durant gairebé quaranta anys, però no li havia agradat mai [...]. Havia passat hora punta rere hora punta, dia rere dia, observant les cues del trànsit i imaginant-se que era un restaurador d'èxit. Va ser el somni de tota la seva vida. Així, quan va morir, si fa no fa només un any abans de l'atzagaiada del virus, va decidir obrir un restaurant -res de pretenciós, només hamburgueses, chile i patates al forn, la mena de lloc on et poden servir esmorzars durant tot un dia".
Me gusta ese punto de partida porque siempre he sentido nostalgia por los que se marcharon. Pienso a menudo en la silueta gigantesca del hombre que apareció en el marco de la puerta de su casa en Düsseldorf después de que su hija llamara al interfono del jardín. Tuvo que sujetarme del brazo cuando inicié la carrera en busca de un tren de retorno a la tierra de la niebla. La primera impresión fue equivocada. Era un tipo amable, con un cuerpo de talador de árboles que no necesitaba para ejercer de abogado. Me entregó tembloroso una copa de licor para que todo fuera más ligero en las presentaciones, y luego nos convidó a una cena de nochevieja junto al Rhin -eternamente recordada por mí- en la que discutimos sobre la obra de Thomas Mann con la pobre chica de traductora, sin probar bocado. (Danke herr Rückels.) Murió al poco tiempo, y -no sé por qué- cada año me visita su recuerdo en cualquiera de las doce uvas.
Tampoco deja de visitarme la gruesa sombra de la señora María secándose la mano derecha en el delantal para tendérmela en buenas condiciones. Las de unos pocos compañeros de escuela que describieron mal una curva con la moto, o les salió un granito en la frente que resultó fatal o que pasaron una soga sobre la viga de una granja. La del hombre que me hizo tener ganas de escribir, cuyas venas frontales se inflaban en los enfados hasta que estallaron definitivamente.
Apenas falta gente en mi familia: los abuelos, un pobre primo y un tío. Por eso siento tristeza ante los difuntos ajenos. No debería escribir sobre esto, porque no le he pedido permiso a la persona que me contó el suceso. Pero pienso que no le va a molestar: es una manera de recordarlos para que habiten en la ciudad etérea de la novela de Brockmeier. Sus padres se estrellaron en coche y, al sedimentar la cortina de polvo tras el golpe, quedó a la vista un piso de alquiler (repleto de objetos de toda una vida que habían pasado de cotidianos a nostálgicos en un instante) que sus hijos han debido vaciar deprisa ante las exigencias del arrendador malnacido. Así ha pasado sus últimos fines de semana esa persona: rellenando cajas de cartón con lo que fue su vida hasta entonces. Ella siempre le pone al mal tiempo buena cara, y tiene la extraña costumbre de reír y hacer reír. Pero ignoro cómo le ha ido por dentro en esas horas de mudanza.
Desde mi último traslado de piso, procuro que todas mis pertenencias estén perfectamente clasificadas en compartimentos estancos por si alguien las hereda de manera imprevista. Vivo en un apartamento de espacio reducido y eso me obliga a hacer periódicas purgas entre lo prescindible y lo imprescindible. Al final, he aprendido a guardar sólo aquello que me llevaría a una isla desierta; que sigue siendo demasiado. Antes era un trapero y lo conservaba todo. Pero los tiempos cambian y a nadie le va a interesar, dentro de treinta años, un recorte de periódico de 1988.
En la última depuración, encontré una cinta de cassette sin etiquetar. La puse en el reproductor y por los altavoces apareció nítida la voz de mi difunta abuela, como en una psicofonía inesperada. Era una entrevista que le hice hace más de veinte años, cuando soñaba con ser periodista. En ella cuenta su infancia, las cartas perfumadas de sus pretendientes, lo guapa que había sido...
Murió nonagenaria en 1997 -todavía coqueta-, sintiéndose la gran dama de la granja de los caballos. Su recuerdo sigue impregnando las habitaciones de la casa. A mi madre no le hace ninguna gracia observar sus fotografías porque no se llevaban bien. La anciana pretendía para su hijo una esposa que no fuera campesina, ni altiva, ni atractiva (para guapa ya estaba ella). Se encontró con todo lo contrario. La convivencia fue tremenda, y recuerdo el vuelo de platos en el comedor estrellándose contra la pared.
Quería a alguien sumiso y la señora Sofía tiene carácter. Al señor Gris nadie le mueve del sofá de la sala de estar, aunque llames a la policía. Pero aparece ella, le mira con el rabillo del ojo y se convierte en un corderito manso que se marcha a dormir al frío suelo del pasillo. Sucede lo mismo con los árabes que han invadido la tierra de la niebla sin preguntar si eran bienvenidos. Campan a sus anchas por las calles armando bronca. Mi madre abre la puerta de la calle, cuando está cansada de escuchar sus plegarias en altavoz. Les mira y le piden automáticamente "perdón por el ruido, lo sentimos".
En estas Navidades, me da miedo regalarle al tenista la cinta magnética. Ellos (madre e hijo) se querían mucho y sé que para él será enternecedor escuchar esa voz tras casi diez años sin hacerlo. Pero la señora Sofía es capaz de hacerme dormir en el frío suelo del pasillo junto al pobre señor Gris. Creo que se la voy a entregar como en las películas de espías. La depositaré en una papelera de la estación de autobuses, con una nota: "Escúchala a escondidas en mi dormitorio de la tercera planta, sin que se entere".
La iaia debe estar a estas horas en una de las peluquerías de la ciudad de los difuntos, riéndose de todos nosotros por seguir cautivos de los mundanales problemas, sin saber lo que nos perdemos allá arriba o allá abajo.
"En Bristow havia fet de cobrador en un peatge durant gairebé quaranta anys, però no li havia agradat mai [...]. Havia passat hora punta rere hora punta, dia rere dia, observant les cues del trànsit i imaginant-se que era un restaurador d'èxit. Va ser el somni de tota la seva vida. Així, quan va morir, si fa no fa només un any abans de l'atzagaiada del virus, va decidir obrir un restaurant -res de pretenciós, només hamburgueses, chile i patates al forn, la mena de lloc on et poden servir esmorzars durant tot un dia".
Me gusta ese punto de partida porque siempre he sentido nostalgia por los que se marcharon. Pienso a menudo en la silueta gigantesca del hombre que apareció en el marco de la puerta de su casa en Düsseldorf después de que su hija llamara al interfono del jardín. Tuvo que sujetarme del brazo cuando inicié la carrera en busca de un tren de retorno a la tierra de la niebla. La primera impresión fue equivocada. Era un tipo amable, con un cuerpo de talador de árboles que no necesitaba para ejercer de abogado. Me entregó tembloroso una copa de licor para que todo fuera más ligero en las presentaciones, y luego nos convidó a una cena de nochevieja junto al Rhin -eternamente recordada por mí- en la que discutimos sobre la obra de Thomas Mann con la pobre chica de traductora, sin probar bocado. (Danke herr Rückels.) Murió al poco tiempo, y -no sé por qué- cada año me visita su recuerdo en cualquiera de las doce uvas.
Tampoco deja de visitarme la gruesa sombra de la señora María secándose la mano derecha en el delantal para tendérmela en buenas condiciones. Las de unos pocos compañeros de escuela que describieron mal una curva con la moto, o les salió un granito en la frente que resultó fatal o que pasaron una soga sobre la viga de una granja. La del hombre que me hizo tener ganas de escribir, cuyas venas frontales se inflaban en los enfados hasta que estallaron definitivamente.
Apenas falta gente en mi familia: los abuelos, un pobre primo y un tío. Por eso siento tristeza ante los difuntos ajenos. No debería escribir sobre esto, porque no le he pedido permiso a la persona que me contó el suceso. Pero pienso que no le va a molestar: es una manera de recordarlos para que habiten en la ciudad etérea de la novela de Brockmeier. Sus padres se estrellaron en coche y, al sedimentar la cortina de polvo tras el golpe, quedó a la vista un piso de alquiler (repleto de objetos de toda una vida que habían pasado de cotidianos a nostálgicos en un instante) que sus hijos han debido vaciar deprisa ante las exigencias del arrendador malnacido. Así ha pasado sus últimos fines de semana esa persona: rellenando cajas de cartón con lo que fue su vida hasta entonces. Ella siempre le pone al mal tiempo buena cara, y tiene la extraña costumbre de reír y hacer reír. Pero ignoro cómo le ha ido por dentro en esas horas de mudanza.
Desde mi último traslado de piso, procuro que todas mis pertenencias estén perfectamente clasificadas en compartimentos estancos por si alguien las hereda de manera imprevista. Vivo en un apartamento de espacio reducido y eso me obliga a hacer periódicas purgas entre lo prescindible y lo imprescindible. Al final, he aprendido a guardar sólo aquello que me llevaría a una isla desierta; que sigue siendo demasiado. Antes era un trapero y lo conservaba todo. Pero los tiempos cambian y a nadie le va a interesar, dentro de treinta años, un recorte de periódico de 1988.
En la última depuración, encontré una cinta de cassette sin etiquetar. La puse en el reproductor y por los altavoces apareció nítida la voz de mi difunta abuela, como en una psicofonía inesperada. Era una entrevista que le hice hace más de veinte años, cuando soñaba con ser periodista. En ella cuenta su infancia, las cartas perfumadas de sus pretendientes, lo guapa que había sido...
Murió nonagenaria en 1997 -todavía coqueta-, sintiéndose la gran dama de la granja de los caballos. Su recuerdo sigue impregnando las habitaciones de la casa. A mi madre no le hace ninguna gracia observar sus fotografías porque no se llevaban bien. La anciana pretendía para su hijo una esposa que no fuera campesina, ni altiva, ni atractiva (para guapa ya estaba ella). Se encontró con todo lo contrario. La convivencia fue tremenda, y recuerdo el vuelo de platos en el comedor estrellándose contra la pared.
Quería a alguien sumiso y la señora Sofía tiene carácter. Al señor Gris nadie le mueve del sofá de la sala de estar, aunque llames a la policía. Pero aparece ella, le mira con el rabillo del ojo y se convierte en un corderito manso que se marcha a dormir al frío suelo del pasillo. Sucede lo mismo con los árabes que han invadido la tierra de la niebla sin preguntar si eran bienvenidos. Campan a sus anchas por las calles armando bronca. Mi madre abre la puerta de la calle, cuando está cansada de escuchar sus plegarias en altavoz. Les mira y le piden automáticamente "perdón por el ruido, lo sentimos".
En estas Navidades, me da miedo regalarle al tenista la cinta magnética. Ellos (madre e hijo) se querían mucho y sé que para él será enternecedor escuchar esa voz tras casi diez años sin hacerlo. Pero la señora Sofía es capaz de hacerme dormir en el frío suelo del pasillo junto al pobre señor Gris. Creo que se la voy a entregar como en las películas de espías. La depositaré en una papelera de la estación de autobuses, con una nota: "Escúchala a escondidas en mi dormitorio de la tercera planta, sin que se entere".
La iaia debe estar a estas horas en una de las peluquerías de la ciudad de los difuntos, riéndose de todos nosotros por seguir cautivos de los mundanales problemas, sin saber lo que nos perdemos allá arriba o allá abajo.
3 Comments:
Atrévete, paseante, a regalar ese tiempo congelado. Y cuéntanos, cómo suena el pasado en la tierra de la niebla.
Doncs t'ho creuràs si et dic que dedico cada dia uns minuts a recordar els que m'han anat deixant? Sempre he imaginat que es troben en algun lloc similar al que es descriu al llibre que llegeixes. Penso en ells i me'ls imagino junts, tal qual eren, amb un somriure als llavis i (diga'm covarda) amb la feina feta.
Ah! per cert... jo no faig quasi mai trampes.
Lo haré Katrin.
Jo també ho faig Violette, tot i que no cada dia. (El tema de les trampes... ja m'he disculpat al teu blog. Ho torno a fer aquí: ho sento.)
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